No está tan claro que los expertos modernos puedan llegar a comprender a los autores bíblicos “mejor de lo que ellos se hubieran comprendido a sí mismos”
Dentro de las complicaciones que implica la interpretación del texto bíblico, quizás tendríamos que plantearnos que, una vez identificadas dichas complicaciones las cosas podrían ser más sencillas de lo que algunos nos plantean. Digo esto con mucho cuidado, pues hay dos extremos aquí de los cuales deberíamos cuidarnos mucho e incluso huir de ellos.
Por una parte, aquel en el cual se sitúan los que por sus altos conocimientos teológicos pretenden tener el monopolio de la interpretación bíblica. En el campo protestante, hay quienes presentan tantas dificultades a la hora de interpretar el texto bíblico que pareciera que si uno no ha pasado por alguna institución académica para hacer los estudios necesarios, se queda a oscuras en eso de saber, por sí mismo, qué enseña la Palabra de Dios registrada en las Escrituras.
Viene a cuento lo que, al respecto, leía en el libro titulado “Introducción a la Teología del Nuevo Testamento”, cuyo autor citando a Rudolf Bultmann dice lo siguiente:
Mucho después Rudolf Bultmann sostuvo que los escritores del Nuevo Testamento frecuentemente oscurecieron sus más profundas nociones teológicas detrás de antiguos arreos mitológicos y culturales. Los teólogos del Nuevo Testamento, dijo, deben usar un conocimiento enciclopédico de la cultura antigua y una comprensión sensible del problema perenne de la existencia humana para separar entre el mito y el conocimiento en el Nuevo Testamento. Bultmann llamó a este procedimiento «crítica del contenido» (Sachkritik) y creía que mediante su implementación cuidadosa uno en realidad puede entender a los escritores del Nuevo Testamento mejor que lo que ellos mismos se habrían entendido a sí mismos.[1]
Tal y como Bultmann lo plantea, sin “un conocimiento enciclopédico de la cultura antigua” no será posible que tengamos una clara comprensión de lo que los autores del Nuevo Testamento querían decir, dado que ellos “oscurecieron sus más profundas nociones teológicas (…) con los antiguos arreos mitológicos y culturales”. Esta declaración nos coloca a los que no tenemos esos “grandes conocimientos” (incluyendo los idiomas originales en los cuales se escribió la Biblia) en una condición de “incapacitados” para entender el texto bíblico y, por tanto, de dependencia total y absoluta de los grandes “expertos” en conocimientos bíblicos. Pero se da la circunstancia de que estos, muy a menudo, no solo se contradicen entre sí, sino que también contradicen el testimonio claro y definitivo de las Escrituras en temas esenciales.
Por tanto, no está tan claro que los expertos modernos puedan llegar a comprender a los autores bíblicos “mejor de lo que ellos se hubieran comprendido a sí mismos”, dado que cada quien parece comprenderlos mejor que los demás.
Entonces, habría que preguntarse ¿en qué pueden comprenderlos mejor? Porque muchos con esa misma convicción creen estar por encima de lo que los autores del Nuevo Testamento recibieron, predicaron, enseñaron y transmitieron a través de sus escritos respecto de la persona y obra del Señor Jesucristo, llegando a conclusiones totalmente contradictorias entre sí y con el testimonio apostólico. (J.1.1-2,14-18; 20.30-31; 21.24; 2ªP.1.16-18).
Así, cuando un día escribí en un medio público sobre la muerte redentora del Señor Jesucristo en la cruz del Calvario, un lector supuestamente preparado, me interpeló diciendo:
Eso de la muerte redentora y expiatoria de Cristo no es verdad. Lo que pasa es que los autores del Nuevo Testamento estaban condicionados por la teología del Antiguo Testamento, de los sacrificios de animales, del sacerdocio, del templo… y todo eso se lo aplicaron a Jesús. Pero Dios no necesita de ningún sacrificio expiatorio para salvarnos.
Dicho de otra manera, todos esos contenidos que conforman la teología cristiana y que nosotros recibimos de Jesús y de sus apóstoles, no serían sino “los arreos mitológicos y culturales” que ellos recibieron de su propia cultura religiosa. Por tanto no tendrían valor esencial alguno.
En relación con esto que venimos diciendo, a mediados de los años setenta asistí a una conferencia sobre Biblia que daba un joven sacerdote en una parroquia cercana a nuestro barrio. Él, además de los estudios en el seminario había estudiado teología en la Universidad Pontifica de Roma y en Jerusalén, donde cursó estudios sobre lenguas semíticas. La conferencia era sobre el libro de los Hechos de los Apóstoles, el capítulo 2 y la venida del Espíritu Santo, en Pentecostés. La verdad, siendo un joven creyente lo pasé un poco mal, pues todo su empeño estaba puesto en negar todo elemento milagroso del relato de Lucas. Él conferenciante afirmaba que lo que dice el texto bíblico sobre la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, “no ocurrió realmente así, sino que esa era la forma de relatar lo que ellos creyeron que ocurrió”.
Cuando en el tiempo de preguntas le hice la observación de que el escritor, Lucas, decía haber “investigado con diligencia todas las cosas desde su origen” (Luc. 1.1-4) de inmediato, me cortó diciéndome con cierto tono de sorna: “Sí, sí, ya me contarás tú la clase de historiador que era Lucas”. Mi disgusto subió más, tanto por la respuesta como por el tono de la misma; además, porque de las 80 ó 90 personas que estaban escuchando, algunos de los oyentes, guiados por lo que habían oído afirmaron: “Entonces, el Espíritu Santo ha venido sobre todos los islámicos, hindúes, budistas, etc.” Así, sin más, y sin tener en cuenta las demandas del Evangelio tal y cómo las expuso el Apóstol Pedro en ese mismo capítulo y en otros del libro citado. (Hch.2.21,37-39). Así quedaron todos contentos.
Al salir de la conferencia tuvimos otro encuentro. Yo estaba solo y él estaba acompañado de tres jóvenes. Nada más comenzar la conversación, me preguntó: “¿Tú has estudiado griego?”. Le dije que no, e inmediatamente los tres jóvenes haciendo piña con él, exclamaron a coro: “Entonces, si no has estudiado griego, tú no puedes interpretar bien el texto bíblico”. En vano traté de explicarles que con las ayudas de las que disponemos sería suficiente para hacer una exégesis correcta del texto bíblico. Así que el erudito estaba satisfecho porque había ganado aquella contienda dialéctica.
Unos veinte años después, el mencionado conferenciante ya había dejado el sacerdocio católico, se había casado y se había convertido en un experto conocedor de los idiomas originales de las Sagradas Escrituras así como de la cultura bíblica. Así que desde la fraternidad de pastores le invitamos para que diera una conferencia sobre “las dificultades principales con las cuales se encuentran los expertos a la hora de traducir la Biblia”.
Después de su magistral exposición –porque así fue- entramos en un tiempo de preguntas y, recordando lo que me había dicho veinte años antes –él no me había reconocido- le pregunté: “¿Tú crees que para hacer una exégesis correcta del texto bíblico es necesario conocer los idiomas originales, teniendo en cuenta la fidelidad de las traducciones y todas las ayudas de las cuales disponemos para ese ejercicio?”. Él, contestó sin vacilar: “¡Qué va! ¡No, no! Creo que se puede hacer una exégesis correcta sin necesidad de conocer los idiomas originales”. “Muchas gracias”, le contesté.
Siempre pensé que el tiempo ayuda a desterrar cualquier apreciación o actitud errónea de nuestro corazón, si estamos dispuestos a aprender. Así fue en el caso mencionado; aunque, desgraciadamente, no siempre sucede así con todos.
Pero por otra parte hemos de huir también de la creencia simplista y pretenciosa de que, el hecho de ser creyentes y tener el Espíritu Santo, nos capacita automáticamente para interpretar la Escritura y hacer una exégesis correcta, sin todo el estudio necesario para ello. A veces se oye decir a algunos: “Los discípulos del Señor no fueron a ningún seminario, ni necesitaron de ninguna formación teológica; ellos eran hombres sencillos y sin estudios…”.
Tales declaraciones no merece la pena discutirlas. Desde mi conversión fui consciente de mi ignorancia en relación con la Biblia, de su inmenso mensaje y el cúmulo de conocimientos de toda índole que de ella se derivan. Y aunque cualquiera puede conocer el camino de la salvación sin grandes ayudas, incluso a veces se hace necesaria la persona que, al igual que Felipe el evangelista, ayuden al lector a entender el texto bíblico relacionado con el camino de la salvación, como también a mí me ocurrió. La pregunta que hizo el etíope a Felipe: “¿Cómo podré entender si alguien no me enseñare?” la han hecho muchas personas y, como el etíope, están esperando a que alguien llegue y les ayude a entender lo básico del Evangelio. (Hch.8.29-36). Luego, si algo aprendí de los sabios maestros a los cuales he leído a lo largo de los años, fue a apreciar a los que dieron gran parte de su vida para estudiar lo referente a los idiomas, las culturas, la historia, la literatura, la arqueología, etc., de y sobre la Biblia. Pensar en ello debe llevarnos a tener un espíritu humilde y a mostrar un profundo agradecimiento por ellos, dado que los que no hemos tenido la oportunidad o no hemos podido hacerlo, tanto nos beneficiamos de sus conocimientos, desvelos y trabajos.
La Biblia no fue escrita para curiosos ni para especuladores o para usarla contra otros, sino para los buscadores y deseosos de hacer la voluntad de Dios; para conocer al Señor Jesús -tema central de las Sagradas Escrituras-; para predicar el mensaje de las buenas nuevas en Jesús y para edificar al pueblo de Dios. (2ªTi.3.15-17; 2ªP.3.14-16)
Por tanto, espiritualidad y conocimiento deben ir juntos. Lo primero sin lo segundo a menudo termina en superstición y/o fanatismo; lo segundo sin lo primero suele terminar en orgullo y esterilidad sin beneficio para nadie; y eso, por mucho conocimiento que se tenga. Por tanto, el orgullo pudiera darse en ambos lados mencionados y debería ser desechado, tanto por una parte como por otra.
Concluyo con dos frases de Wayne Grudem que ponen de manifiesto algunos aspectos relacionados con el entendimiento del texto bíblico, que a veces olvidamos:
Los escritores del Nuevo Testamento con frecuencia afirman que la capacidad de entender la Biblia correctamente es más capacidad moral y espiritual que intelectual” (1ªCo.2.14)
La claridad de la Biblia quiere decir que la Biblia está escrita de tal manera que sus enseñanzas pueden entenderlas todos los que la leen buscando la ayuda de Dios y estando dispuestos a seguirlas.[2]
Lo recogido en estos dos párrafos, se confirma con las palabras del mismo Señor Jesucristo, quien dijo: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina –enseñanza- es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta” (J.7.17).
Como dijimos anteriormente, la Biblia no fue escrita para curiosos, ni especuladores, sino para los buscadores y hacedores de la voluntad de Dios.
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