El Salvador crucificado parecía representar para muchos la derrota más humillante, pero significó para la humanidad una victoria eterna.
El jamaicano Usain Bolt fue el atleta más rápido del mundo en los Juegos Olímpicos celebrados en Pekín 2008. Ganó los 100 y 200 metros poseyendo además los récords del mundo en las dos pruebas. Volvió a repetir la hazaña en Londres 2012. Algunos han comentado que es el corredor más destacado de este siglo. Un corredor acostumbrado a ganar.
La cruz de Cristo marca la historia. El Salvador crucificado parecía representar para muchos la derrota más humillante, pero significó para la humanidad una victoria eterna. Una aparente derrota que era una victoria en sí misma. Nadie podría haberlo ideado. Nadie creería una locura semejante: el mismo Hijo de Dios clavado y maldito en el lugar que merecían sus enemigos. En tu lugar y en mi lugar, ¡aunque no lo creas!
Pero precisamente de eso se trata, de creerlo. Nos asombramos al ver la cruz porque ninguno de nosotros hubiera soportado tal afrenta para darle vida a quien no nos ama ¡y mucho menos a los que nos desprecian, nos escupen y nos hieren! Él sí lo hizo. Su amor es demasiado grande para comprenderlo, así que solo nos queda asombrarnos.
Cuando comenzamos a asombrarnos y a creer, adoramos. No como una obligación, ni como un pago por lo que estamos viendo. Adoramos porque es la reacción amorosa de un corazón que no comprende tanto amor. No podemos pagarle porque el amor jamás se compra o se vende, simplemente se recibe y se da.
En ninguna relación las dos personas aman de la misma manera ni en la misma cantidad. En nuestro trato con Dios, su amor es inmenso, infinito, inacabable, impresionante, puro, emocionante... Cualquier respuesta nuestra de cualquier tipo se queda infinitamente pequeña...
Pero Dios acepta nuestra gratitud con agrado porque su amor es mucho más grande de lo que podemos imaginar, y ese mismo amor recibe nuestra adoración por muy insignificante que nos pa- rezca en comparación con él.
Por si todo eso fuera poco, el que lo dio todo por nosotros nos tiene ahora en sus manos... en esas manos heridas. Nosotros somos parte de sus cicatrices y no nos suelta jamás. Nos ama demasiado. «A ti se aferra mi alma; tu diestra me sostiene» (Salmo 63:8). El Señor dice que vivimos dentro de sus manos. Le traspasaron por nuestra culpa, pero nadie nos puede arrebatar de esas manos.
En el cielo nos postraremos ante el Señor Jesús. Tendremos un cuerpo transformado y perfecto igual que él. Pero la perfección de su cuerpo cuenta con algo que nadie esperaba: cicatrices. Me impresiona el hecho de que nosotros no tengamos ninguna secuela de nuestro pecado, ninguna consecuencia física de nuestra rebelión contra Dios, y el Hijo de Dios sí tenga en su cuerpo las señales de su dolor por nosotros. Las cicatrices causadas por las heridas que nosotros deberíamos llevar. Las cicatrices del amor.
Eso le hace aún más perfecto aunque sea solo una manera de hablar, porque a él jamás le faltó nada. No intentes comprenderlo, es imposible. Solo asómbrate de que las heridas sean la expresión del amor de Dios. Asómbrate y adórale; de eso se trata la cruz.
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