Dios no se hizo presente en nuestra historia presentándose como una fuerza divina y externa que venía a poner orden en las relaciones humanas. Tampoco se muestra a través de ningún hombre importante, como, por ejemplo, a través de un profeta poderoso como podría ser en el caso de Mahoma en el Islam. No se muestra directamente como un Dios poderoso irrumpiendo en nuestra historia como una fuerza extraña que impone orden, tampoco a través de ningún hombre especial, sino que se hace hombre como nosotros. Con ello, Dios asume toda la debilidad propia de los hombres: se hace carne, con todas las connotaciones negativas y de debilidad que esto tiene en la Biblia. Esto para Jesús supuso un “anonadarse”, como decía alguna versión antigua de la Biblia, hacerse como nada, asumiendo todas las debilidades de la carne.
Así, nosotros llegamos a conocer a Dios a nuestro nivel, semejante a nosotros, en la debilidad, naciendo con ciertos tintes de exclusión y entre los pobres, y ni siquiera perteneció a ninguno de los estamentos que detentaban el poder humano. Es por eso que el Dios de los cristianos fue para muchos locura y locos llamaron a muchas personas que se dejaron trastornar por ese Dios en debilidad. Además, fue un Dios especial para los pobres y proscritos del mundo, su tendencia era hacia abajo, poniendo una atención especial a los que no son, a los ya condenados por los hombres, a los considerados por éstos como pecadores y malditos, a los excluidos por las normas religiosas, morales, legales o sociales del momento. Un Dios que tocó y se dejó tocar por los enfermos, sanó a los leprosos y escogió a lo necio del mundo para avergonzar a lo fuerte… Un Dios cuyo poder se perfeccionaba en la debilidad.
También, un Dios que, después de despojarse de su manto, ciñéndose una toalla y lavando los pies a sus discípulos, para darles ejemplo de servicio a los más débiles, fue abofeteado, escupido y, finalmente, crucificado junto a dos ladrones. Luego, a los tres días de su muerte, sí tendremos el hecho glorioso de la resurrección que, como la mayor noticia para los humanos, fue comunicado a un colectivo marginado del momento, un grupo de personas en debilidad y cuyo testimonio tenía poco valor: a unas mujeres. Un Dios que hoy muchos dicen ser sus seguidores y discípulos, pero que, muchas veces, olvidan el ejemplo humano del Jesús de la historia y sólo tienden a quedarse con el Jesús glorificado y fuerte, sentado a la diestra de Dios. Así, mientras Dios descendió al mundo para hacerse hombre, y tuvo pasión por el hombre, por el prójimo, para dignificarlo y liberarlo. Muchos de sus seguidores hoy, no tienen esta tendencia humana hacia abajo, tendencia de ejercer su deber de projimidad, de ser manos tendidas de ayuda, sino que marcan una tendencia hacia arriba como si quisieran dejar su humanidad y acercarse lo más posible a lo divino. ¿No habremos confundido el camino?
Quizás Dios hoy no haya cambiado sus preferencias y siga sintiendo pasión por el hombre en debilidad, quizás siga siendo el Dios débil cuya potencia se perfecciona en los focos de pobreza y conflicto. Quizás sea entre los desheredados del mundo en donde se muestre con más fuerza la presencia de Dios, quizás sea allí donde esté el lugar teológico por excelencia…, pero muchos de sus seguidores sólo intentan caminar hacia arriba, a intentar ser como dioses. Quizás hoy haya todavía sacerdotes, pastores, responsables de ministerios en las iglesias, líderes y todo tipo de personas que dicen ser discípulos de Jesús, que corren hacia el templo, hacia el ritual, hacia el culto, pasando sin sentirse movidos a misericordia por el prójimo apaleado y caído en manos de ladrones. Buscamos el contacto con el Dios fuerte, el Dios de la gloria y el poder… queremos tocar el cielo. Y quizás sintamos un cierto vacío, quizás porque el cielo y la propia divinidad, se toca cuando nos estamos manchando las manos como prójimos comprometidos, cuando estamos intentando buscar la justicia y dignificar a los despojados del mundo.
Es quizás entonces, cuando en medio de la debilidad, nos topamos con el poder de Dios, con el Dios de poder y de gloria, haciéndose fuerte en nuestras vidas y diciéndonos: “Por mí lo hicisteis, benditos de mi Padre”.
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