La propia sociedad se irá fragmentando en discusiones y luchas sobre razones y culpas, y si nosotros no somos integradores, derrochando gracia a todos, no tendremos futuro.
Me encanta asomarme a la ventana y ver cómo la gente sale a pasear y se saluda. Es obvio que ya nada es como antes: Todos se quedan a cierta distancia, claro, pero además de eso, la conversación tampoco es la misma: hace unos meses hablábamos sobre el trabajo, la familia, las circunstancias… ahora no; lo primero siempre es saber como estamos de salud, si la otra persona está bien y si toda la familia se encuentra bien. Antes exigíamos la salud, ahora la agradecemos.
Un par de meses encerrados en casa, con tenor a una enfermedad desconocida, han obrado el milagro de hacernos ver nuestra fragilidad. ¿Cuánto durará? ¿Pasaran unos meses más y, al recuperar nuestra vida normal, lo olvidaremos todo?
Sé que la situación es muy diferente, y, aunque a algunos estos dos meses les han parecido eternos, el otro día volvía a leer el capítulo 16 del libro de los Hechos de los apóstoles, dónde encontramos a Pablo y Silas encerrados… en la cárcel. Aunque fue una sola noche, ellos se dedicaron a hacer justo lo que los creyentes deberíamos hacer hecho durante el confinamiento: orar y cantar. Ellos tampoco sabían cuánto tiempo estarían encarcelados, pero no les importó. Es más, tenían todos los derechos para salir de allí (al final del capítulo confirman su encarcelamiento ilegal al ser ciudadanos romanos), pero no pensaron ni siquiera en quejarse, entristecerse o perder la visión de lo que estaba pasando. Permitieron que los azotaran (y el covid19 nos ha azotado mas de lo que imaginamos), porque nunca tuvieron dudas de que Dios permitía lo que estaba sucediendo; aunque, aparentemente, nadie podía entenderlo.
Cuando Dios los liberó de una manera sobrenatural, el carcelero quiso quitarse la vida: las circunstancias lo abrumaron y creyó que no podría soportar lo que sucedería en el futuro. En este momento, me gustaría hacer un paréntesis que, prácticamente, nos llevará hasta el final de la historia. Sí, porque muy pocos se han puesto a pensar qué sucederá cuando Dios nos libere de toda esta situación que estamos pasando.
Puede que muchos se sientan inmensamente felices por volver a la vida normal, agradeciendo a Dios la liberación, el hecho de poder volver a reunirse en la iglesia y volver a las actividades de antes; identificando los días que han pasado como una simple pesadilla ocasionada por un virus mucho más que travieso. El objetivo de muchos creyentes será volver a la normalidad, sin preocuparse de ninguna otra cosa, y salir de la cárcel lo más rápido posible. Sí, porque ese es nuestro derecho. Pablo y Silas no lo hicieron, y nosotros tampoco deberíamos hacerlo: seríamos los más ciegos de todos, de ser así. Mucho más incluso, que los que no creen. Porque son precisamente ellos, los que no creen, los que nos necesitan, ahora más que nunca.
Somos nosotros, los que amamos al Señor, los que tenemos que decirles, parafraseando a los apóstoles, y si me permites que el contexto sea un poco diferente: “No te hagas ningún daño, que nosotros estamos aquí”. La gran mayoría de las personas necesitarán ayuda personal, consuelo, empatía, palabras de sanidad, cariño, y muchas cosas más que nosotros podemos darles. Muchos necesitarán ayuda social y económica en los próximos meses, y ¡de ninguna manera! podemos escondernos. Gran parte de las familias que conocemos se encontrarán en situaciones completamente desconocidas para ellos, tanto en sus relaciones, como en el hecho de enfrentarse a pérdidas irreparables, y tenemos que ser nosotros los que estemos ahí, a su lado, de una manera incondicional. La propia sociedad se irá fragmentando en discusiones y luchas sobre razones y culpas, y si nosotros no somos integradores, derrochando gracia a todos, no tendremos futuro. Por más que también nos empeñemos en defender nuestras ideas.
De nosotros, de todos los que amamos a Dios, depende que no salgamos del encierro para vivir nuestra vida, sino para dársela a los demás; porque de eso depende que ellos comprendan lo que realmente es la vida. De nosotros depende si vamos a ser personas dispuestas a lo que sea, o simplemente vamos a dar gracias al Señor por haber salido de la pesadilla. Este no es el momento de argumentar nada, porque somos especialistas en encontrar argumentos espirituales para todo.
No le vamos a pedir a Dios que abran las iglesias; nuestra oración no es que podamos reunirnos, ni tampoco vamos a ayunar y a orar para que el Señor nos permita volver a nuestras actividades tan añoradas; Dios sabe lo que tiene que hacer y el tiempo en el que va a hacerlo. Oramos pidiendo valentía y sabiduría al Espíritu de Dios, para poder decirle a todos los que nos rodean:
¡No te hagas ningún daño, que nosotros estamos aquí!
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