La filosofía que se ha impuesto es que nadie me va a dar lecciones sobre cómo he de vivir ni qué he de creer.
La palabra es la gran facultad que tenemos los seres humanos, siendo uno de sus principales campos de acción la enseñanza. Es por la palabra que la instrucción se comunica y el instruido, sea menor o mayor, aprende por ese medio, siendo la familia y la escuela los ámbitos primarios en los que se ejerce, aunque su función no queda limitada a tales ámbitos. El conocimiento adquirido depende en buena medida de lo que se ha recibido oralmente, de ahí la importancia del magisterio didáctico.
Como vivimos en un mundo en el que el conocimiento ha alcanzado un crecimiento exponencial, como tal vez nunca antes en la historia de la humanidad, es por lo que el deseo de aprender y de recibir lo que los competentes en diversas materias saben, se ha convertido en una seña de identidad del avance logrado, estando las naciones que lo promueven a la cabeza en los campos del desarrollo y la investigación. Los másteres, grados, doctorados y otras titulaciones académicas, otorgadas por universidades de prestigio, son el galardón más ansiado, determinante del futuro profesional y personal.
Pero esta sed de conocimiento y de apertura para saber, va solamente en una línea muy específica, la que tiene que ver con las ciencias experimentales, quedando ignoradas y negadas la validez de otra clase de ciencias. Porque la filosofía que se ha impuesto es que nadie me va a dar lecciones sobre cómo he de vivir ni qué he de creer. En ese sentido, yo soy mi propio maestro y no necesito instructores ni enseñadores. Es más, quien se atreva a ocupar ese puesto estará constituyéndose en un adoctrinador, que es una de las peores etiquetas que se le pueden poner a cualquiera.
Así pues, nos encontramos en una sociedad en la que, por un lado, se busca el aprendizaje como meta máxima, pero, por otro, se rechaza el aprendizaje, porque se supone que uno mismo es su propio enseñador. Es una paradoja muy reveladora del estado de cosas actual. Ahora bien, cuando alguien se considera a sí mismo auto-suficiente en algún campo de conocimiento, es que ha entrado en el peligroso círculo de la sabiduría propia, al pensar que puede prescindir de maestros que le enseñen.
Pero una de las señales del que verdaderamente es sabio, o quiere serlo, es que es enseñable, al ser consciente de que necesita la pedagogía de la formación. Si el ciego dijera que lo que le dice su experiencia es que no hay colores y que no precisa que se le aleccione al respecto o el sordo dijera que no existe la música y que nadie le puede dar lecciones de armonía de sonidos, esa ceguera y esa sordera habrían entrado en un nivel que va mucho más allá de la mera carencia de esos sentidos físicos. Esa es la clase de ceguera y sordera en la que el mundo está inmerso.
La enseñanza por medio de la palabra tiene dos categorías; una es cuando la palabra se constituye en razonamiento, consejo y dirección; otra es cuando se constituye en corrección y reprensión. La primera categoría es apropiada para el entendido, la segunda para el negligente. Pero como en ocasiones la palabra, ni siquiera en su faceta de reprensión, no sirve para nada, es cuando se hace necesaria la vara. La vara es la disciplina, el castigo. Y la vara tiene dos resultados, dependiendo de la reacción del que recibe su acción, uno aprovechable y otro inaprovechable. El aprovechable es cuando la disciplina y el castigo sirven para que el terco cambie de actitud; el inaprovechable es cuando solamente sirven como justa remuneración a su terquedad, en la que sigue impertérrito.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El látigo para el caballo, el cabestro para el asno y la vara para la espalda del necio.’ (Proverbios 26:3). Es sorprendente la comparación que se efectúa aquí, entre animales irracionales y un ser racional. Pero la comparación es totalmente lógica, porque el necio ha abandonado deliberadamente la racionalidad, al no atender a razones ni a reprensiones, o sea, a palabras, y por tanto el método que le es apropiado es la vara. Hay, pues, una total equiparación entre el cuadrúpedo y el necio.
El mundo no atiende a razonamientos sobre cómo se ha de vivir y qué se ha de creer. No solamente no los atiende sino que se burla de ellos. No importa que se empleen los mejores argumentos y demostraciones, el endurecimiento que produce la sabiduría propia siempre hallará contra-argumentos y objeciones que van en la dirección contraria, porque voluntariamente se ha escogido ir en esa dirección invariablemente. De la misma manera que sucede en la etapa de la adolescencia, cuando el individuo se yergue en su propio profesor, despreciando todo lo que sus padres puedan enseñarle, hasta que se da de bruces con la realidad y sufre las duras consecuencias de su auto-suficiencia, así ha ocurrido con nuestra sociedad, en la que cada uno era su propio instructor, hasta que la vara nos ha apeado de nuestra necia cabalgadura. Resta saber si esa vara será aprovechable o inaprovechable.
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