La legitimidad de la que surgen los Derechos Humanos no radica en los Estados, no nacen de la actividad política. Estos derechos son algo inherente al hecho de ser personas y ningún ser humano puede ser despojado de ellos. Ni son dados por las autoridades políticas, ni pueden ser quitados por ellas. De ahí que se puedan llamar inalienables e irrenunciables. Es por eso que, al ser el ser humano un tema central del cristianismo y el lugar teológico por excelencia, la iglesia, en torno a estos derechos, debe ser preactiva, o sea, debe promocionar y vigilar por el cumplimiento de estos derechos y, en su caso, usar su voz profética de denuncia allí donde estos derechos sean conculcados. También contra aquellos, sean autoridades políticas o grupos económicos o de empresa, cuyas actuaciones vayan en contra del desarrollo y la aplicación de estos derechos.
La realidad es que al igual que existen los Derechos Humanos y las organizaciones o personas que los promueven, también existen otros grupos de presión o sujetos responsables de la violación de estos derechos. Y contra ellos es hacia donde se debe orientar la denuncia profética de las iglesias, denuncia que, a veces, se olvida, desoyendo la llamada al seguimiento de Jesús, que entronca con esta línea profética siendo el último de los profetas, denunciador de las estructuras que violaban los más elementales derechos de las personas y dignificador de los débiles y marginados.
Hoy, los grupos violadores de estos Derechos Humanos, no son solamente los grupos terroristas o las mafias que trafican con personas o con mercancías que pueden dañar a grupos humanos como puede ser la venta de drogas. La violación de los Derechos Humanos puede ser llevada a cabo por muchas de las aparentemente respetables empresas multinacionales o transnacionales que pueden generar, pensando solamente en las ganancias económicas, desastres ecológicos o formas de corrupción que violan los más elementales derechos de la persona. Por tanto
la violación de los Derechos Humanos no se da solamente en las redes de crimen organizado o las mafias que explotan a la mujer con la prostitución o el tráfico de personas.
La iglesia no puede estar de espaldas a todas estas atrocidades. Si la sociedad reaccionó, después de la guerra mundial, ante el holocausto de tantas personas víctimas de los odios y las violencias, si los genocidios de pueblos como el gitano o las atrocidades cometidas contra el colectivo homosexual hicieron reaccionar a las Naciones Unidas para promover la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, sería una irresponsabilidad de la iglesia y de los cristianos permanecer hoy de espaldas a los colectivos y pueblos que sufren por las violaciones de los más elementales derechos del hombre. Si la iglesia quiere hacer esfuerzos por el acercamiento del Reino que ya está entre nosotros a los hombres, no le queda más remedio que enfocar su acción en la línea de la defensa de los Derechos Humanos. Es una forma de Evangelizar a través de la acción que habla y grita aún más alto que las palabras.
Recordemos que una evangelización integral no se basa solamente en el anuncio. La evangelización implica también la denuncia que no puede obviar el grito contra los violadores de los Derechos Humanos y, a su vez, toda una acción social evangelizadora y potenciadota de una ética social que puede tener sus fundamentos en los valores del Reino de Dios.
Así la iglesia debe estar preocupada y ser promotora no solamente de los llamados derechos civiles como un compromiso ético frente al poder estatal que englobaría incluso el derecho a la libertad religiosa, sino que también debe ser preactiva en la promoción de los derechos políticos garantistas de la participación ciudadana en busca de la dignidad de los hombres, así como, además, debe ser luchadora dentro de la misión diacónica de la iglesia, por los derechos económicos, sociales y culturales de las personas.
Son formas de luchar por el acercamiento del Reino de Dios, con sus valores dignificadotes, a aquellos sectores más desprotegidos y sufrientes del mundo. Es más, la iglesia debe ser promotora y concienciadora de los derechos humanos en torno a los colectivos de inmigrantes y refugiados, de los pobres, de los presos y de los proscritos en general. Es parte de su misión. De lo contrario se quedará paralizada en la vivencia de una espiritualidad mística que poco o nada tiene que ver con el cristianismo.
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