Siempre he valorado la presencia de los mayores, vidas plagadas de sabiduría que nos han legado tanto por lo que seguir luchando, pero que hoy, en estas circunstancias tan adversas, valoro aún más.
Cuelgo el teléfono con un nudo en la garganta.
Mi última frase ha sonado un tanto rota, espero que ella no lo haya notado.
Cada noche tras despedirme de mi madre siento esa punzada dolorosa dentro de mí. Dura unos segundo; poco tiempo a Dios gracias, pero es un dolor que me alborota el alma y del que tengo que despojarme cuanto antes para no sentir que todo se derrumba.
Pasado ese instante de agudo dolor, cierro los ojos y emito una oración. Pido a mi Dios que cuide de ella, de esa pequeña gran persona; pequeña de estatura pero grande en todas las áreas que la definen como madre. Ruego que cuide de él, mi padre, ese hombre rudo que a pesar de su testarudez sigue haciendo que de mí brote una gran ternura hacia él.
[destacate]"Lo urgente ha pasado a no ser nada; ahora lo esencial se atavía de sencillez".[/destacate] Intercedo por mi suegra, mujer valiente donde las haya, también por los hermanos ancianos de la iglesia, por mis vecinos mayores, por todos los abuelos y abuelas de esta tierra que lo están pasando tan francamente mal. Mi oración es desplegada ante los oídos de Dios, vertida ante él, esperando ansiosa que su voluntad sea cumplida y cuide a todos esos seres especiales que lucen arrugas y canas, que poseen credenciales que los acreditan para ser respetados y admirados.
Ellos, engranajes imprescindibles para conformar una mejor sociedad, son las víctimas más vulnerables de este cruel virus que se está cebado con sus vidas de manera exacerbada.
Escatimar el valor que las personas ancianas poseen es de una ingratitud extrema, escatimar sus muertes es además de doloroso, cruel y sinceramente inhumano.
Siempre he valorado la presencia de los mayores, vidas plagadas de sabiduría que nos han legado tanto por lo que seguir luchando, pero que hoy, en estas circunstancias tan adversas, valoro aún más si cabe el sacrificio que nuestros predecesores están haciendo al permanecer solos en sus hogares, aislados de sus seres queridos y desconectados del mundo exterior.
A ellos también va dirigido mi aplauso, ese que cada día a las ocho de la tarde emito desde mi balcón. A ellos que con abnegación han sufrido para que las generaciones venideras podamos disfrutar de libertades que les fueron vedadas. Hombres y mujeres que vivieron décadas sin apenas derechos, presos del silencio y que han tenido que doblegarse injustamente ante quienes no les permitieron defender sus valores. Ellos, que se quedaron si comer su pan para así poder alimentar a sus hijos, que descansaron poco para que su prole tuviera un futuro diferente, esos mismos viven ahora presos del miedo ante un intruso invisible que ha decidido acabar con sus vidas.
En tiempos difíciles sale a relucir lo mejor y lo peor que habita bajo la finísima piel que nos cubre. Lo bueno y lo malo que circunda a la raza humana. Gracias a Dios, conmovidos por el dolor ajeno hemos sido conscientes de la necesidad de empatizar con el necesitado y en ese ejercicio solidario, somos muchos los que sabemos que para que esta aldea global funcione, para que la vida continúe tras este naufragio, tenemos que cuidar a nuestros mayores, hacer que este confinamiento les resulte menos gravoso, colorearles el presente para que puedan percibir una tonalidad agradable en medio de tanta oscuridad.
En esta vida hay cosas que nos resultan demasiado urgentes, asuntos prioritarios, temas esenciales, pero, como dijo el sabio Salomón: vanidad de vanidades, todo es vanidad.
Lo urgente ha pasado a ser nada, ahora lo apremiante, lo esencial se atavía de sencillez, del acto espontáneo de comprarle el pan al vecino anciano, llevarle un trozo de bizcocho y dejárselo en la puerta con una nota motivadora en la que se exprese que todo pasará y volveremos abrazarnos. Espolvorear nuestro cariño sobre ellos y motivarlos para que sigan ahí, recluidos, ya habrá tiempo de paseos y de ver a los nietos.
Y mientras el futuro se divisa entre brumas, yo espero impaciente esa llamada de las nueve de la mañana en la que la voz de mi madre me siga regalando un saludo de buenos días y sin que ella lo sepa, emocionada, doy siempre gracias a Dios por volver a oír su voz una mañana más.
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