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Protestante Digital

 
 

Cómo no hundirse en la tormenta

Para todos los que confían en Cristo hay una esperanza real y eterna. Él nos revelará su verdadera gloria.

ACTUALIDAD AUTOR 944/Gilbert_Lennox TRADUCTOR Roger Marshall 09 DE ABRIL DE 2020 18:00 h

Una tormenta ha estallado por encima de nuestro mundo. Todo aquello que antes considerábamos estable y sólido se ve sacudido. 



Reinan la incertidumbre y el miedo, especialmente entre los más vulnerables, los que se encuentran en las diferentes frentes en la lucha contra este virus, y los que se enfrentan a la ruina financiera. ¡Nos sobrepasa!



¿Cómo podemos nosotros, como creyentes, evitar hundirnos en medio de esta tormenta concreta? No se asemeja en absoluto a nada que hemos vivido hasta ahora. Su impacto se extiende a cada área de nuestras vidas, por lo cual de lo que menos se tratará en este artículo será de restar importancia a las ansiedades o al dolor que todos sufrimos en estos momentos.



No tengo ninguna fórmula mágica que ofrecer. Tampoco podré proponer ningún plan de cinco pasos clave que nos permita afrontar y sobrevivir a los retos que se nos presentan. Pero sí creo que en Dios y en su palabra podemos encontrar ayuda y fuerza.



El siguiente artículo está basado en un sermón que se grabó para el primer culto online de la iglesia de Glenabbey el día 22 de marzo.



En seguida Jesús hizo que los discípulos subieran a la barca y se le adelantaran al otro lado mientras él despedía a la multitud. Después de despedir a la gente, subió a la montaña para orar a solas. Al anochecer, estaba allí él solo, y la barca ya estaba bastante lejos de la tierra, zarandeada por las olas, porque el viento le era contrario.



En la madrugada, Jesús se acercó a ellos caminando sobre el lago. Cuando los discípulos lo vieron caminando sobre el agua, quedaron aterrados.



- ¡Es un fantasma!- gritaron de miedo.



Pero Jesús les dijo en seguida:



- ¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo.



- Señor, si eres tú - respondió Pedro—, mándame que vaya a ti sobre el agua.



- Ven- dijo Jesús.



Pedro bajó de la barca y caminó sobre el agua en dirección a Jesús.  Pero al sentir el viento fuerte, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó:



- ¡Señor, sálvame!



En seguida Jesús le tendió la mano y, sujetándolo, lo reprendió:



- ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?



Cuando subieron a la barca, se calmó el viento. Y los que estaban en la barca lo adoraron diciendo:



- Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios.



Las tormentas y los milagros



Los primeros cristianos no descubrieron quién era Jesús ni en ningún libro ni en ninguna iglesia; descubrieron su verdadera identidad en el meollo de la vida real, a menudo cuando estaban en medio de una tormenta, ya sea la tormenta de una enfermedad paralizante, del hambre, de la pobreza, de la muerte, o las tormentas del miedo, de la duda o de la culpa.



O podía tratarse, como en nuestra historia, de las tormentas literales que a menudo agitaban las aguas del Mar de Galilea.



En todas estas tormentas, Jesús actuaba de maneras tan inesperadas y poderosas que la gente se quedaba sin palabras, maravillados por lo que habían presenciado: “¿Qué clase de hombre es éste, que aun los vientos y el mar lo obedecen?”, o “¿De dónde sacó este tal sabiduría y tales poderes milagrosos?”



O bien “¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?”. O cayeron de rodillas ante él, como los que le acompañaban en la barca en esta ocasión: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios”.



Los relatos de los milagros de Cristo no eran mitos, inventados por la iglesia primitiva para expresar cómo los primeros cristianos admiraban a Jesús, o para consolar a los ancianos o entretener a los niños.



Como el apóstol Pedro dijo más adelante, “Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos, sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos.” (2 Pedro 1:16)



Son hechos reales. Pero no encajan en nuestra cultura cada vez más materialista y hostil a cualquier elemento sobrenatural. Y también es posible que muchos de nosotros que nos llamamos cristianos prefiramos callar estos acontecimientos, y cambiar de tema si salen en una conversación.



Para Pedro, no era el caso, y no porque fuera un crédulo, o víctima de una superstición religiosa, dado a tragarse todo lo que se le dijera, por muy increíble que fuese sino porque las evidencias eran inequívocas. Era pescador. Sabía muy bien cómo funciona la naturaleza. ¡Siempre cruzaba el lago en barca!



Al saber cómo funcionan normalmente las cosas, le era evidente que no se podía explicar en términos naturales que un hombre de carne y hueso pudiese dar de comer a 5.000 personas con el pequeño almuerzo de un chico joven, o caminar sobre la superficie de un lago.



Al contrario de mucha gente de nuestro mundo, no había descartado la posibilidad de que Dios interviniese de forma sobrenatural en este mundo. No le parecía ni ilógico ni contranatural que el Creador del cosmos, quien hacía que las cosas funcionasen de la manera como normalmente lo hacen, tenga el derecho y el poder de hacer que funcionen de modo diferente, cuando así lo desee.



Pedro también aprendía que los milagros de Cristo no eran meras manifestaciones de poder sobrenatural, sino que se trataba de señales que apuntaban y ilustraban el propósito por el cual había venido.



Dar de comer a una gran multitud de gente era un gesto magnifico. Pero nos hace falta mucho más que comida física. Cristo, al intervenir de esta forma, demostraba que él era el pan de vida, capaz de satisfacer de modo duradero las necesidades espirituales más profundas del ser humano.



El propósito de este milagro dramático sobre las aguas del lago no era enseñar a los discípulos cómo cruzarlo sin barca. (No hay ninguna indicación que Pedro jamás volviese a caminar sobre el agua).



El propósito detrás de este milagro, presenciado únicamente por Jesús y sus discípulos, era enseñarles cómo podrían caminar sin hundirse a través de las tormentas que afrontarían mientras seguían a Jesús. Y es por esto que el relato es tan oportuno y tan profundamente relevante para nosotros en este escenario espantoso del coronavirus.



 



Cristo ora por nosotros en la tormenta



Jesús dijo a sus discípulos que cogiesen la barca y cruzasen el lago mientras él subió un monte para orar. Los detalles del escenario son significantes: Cristo en lo alto de un monte, invisible a sus discípulos y orando; los discípulos en medio del lago, con rumbo al otro lado.



Hay un vínculo estrecho entre las dos escenas que aparentemente no estaban relacionadas entre sí. Los discípulos pronto avanzaban con mucha dificultad por la fuerza de los vientos en contra.



Como Jesús no se dejaba ver por ninguna parte, les parecía que no tenían más remedio que continuar su viaje a solas. Pero lo que parecía ser el caso no lo era en realidad. Jesús les había mandado cruzar el lago sabiendo perfectamente lo que les iba a pasar.



Y permitió que les pasara, antes de finalmente acercarse de ellos. No les había olvidado. De hecho, estaba orando. La oración resulta ser el enlace que vincula la escena del monte y la del lago.



Lo primero que debemos saber mientras luchamos por no hundirnos en la tormenta del coronavirus es esto: el Señor resucitado ora por nosotros. Puede que esto nos sorprenda.



Estamos acostumbrados a pensar en lo que Jesús ya logró a nuestro favor mediante su encarnación en la tierra, su muerte en la cruz, su resurrección, su ascensión a la presencia del Padre, e incluso en su futura vuelta en gloria y poder. ¡Y con razón! Pero no pensamos tanto en lo que está haciendo ahora.



Y ¿qué está haciendo? Una de sus actividades principales es orar por los que confían en él. El libro de Hebreos nos dice que Cristo es poderoso para “salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios, ya que vive siempre para interceder por ellos.” (Hebreos 7:25)



¡Cristo no ha vuelto al cielo para descansar, y esperar nuestra llegada, suponiendo que no nos ocurra nada durante el trayecto! Sigue comprometido con nosotros. Como nuestro Sumo-sacerdote fiel, lleva nuestros nombres en su corazón y sobre sus hombros. Ora por nosotros.



Y ¿por qué cosas ora exactamente? La respuesta se hace patente al encontrarse Pedro en medio de otra tormenta más adelante.



Cuando el Señor fue detenido, Pedro huyó junto con los demás. Pero luego se recuperó un poco, y optó por seguir a cierta distancia, de incógnito, sin llamar la atención. Pero pronto comenzó a sentir las miradas sospechosas de los que se reunían con él en torno al fuego en el patio del Sumo-Sacerdote.



Se desmoronó bajo la presión de sus interrogatorios, y tres veces negó con vehemencia que había estado con Jesús, o que le conocía siquiera. Salió a la oscuridad sollozando. Su mundo se acababa de derrumbar.



Fue un choque terrible para Pedro darse cuenta de su debilidad. Pero no fue ningún choque para el Señor. Nunca hay nada que le pueda chocar. Además, ya le había dicho antes a Pedro que esto iba a suceder. Pero había añadido, “He orado por ti Pedro, para que tu fe no falle.” (Lucas 22:32)



El Señor oró para que la fe de Pedro no fallara. Todo lo demás falló: su coraje, su lenguaje, su testimonio. Pero no falló su fe. A pesar de las apariencias, Pedro no dejó, en el fondo de su corazón, de ser un creyente.



La fe de Pedro fue el quid de la cuestión. La fe es lo que el enemigo intenta destruir, puesto que la fe es el fundamento de nuestra relación con Dios. Al tenderle a Pedro la mano aquel día para sacarle del agua le dijo, “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. No le dijo “Hombre SIN fe”.



Poca fe. Dudó, pero no dejó de creer. Más adelante fracasó y negó a su Señor, pero siguió siendo creyente.



Este virus está haciendo estragos en nuestras vidas, como si de un tornado se tratase, con un poder feroz y devastador. Estamos siendo sacudidos. Nuestra fe se sacude. Necesitamos saber que el Señor resucitó, que ahora está glorificado, ya no en lo alto de un monte, sino a la diestra de Dios



Y está intercediendo por nosotros, orando para que nuestra fe no falle. La razón por la cual podemos tener confianza que vamos a sobrevivir estas tormentas y llegar a nuestro destino no es porque seamos especialmente inteligentes, talentosos o espirituales, sino porque Jesús ora por nosotros, y las oraciones del Hijo de Dios siempre son contestadas.



 



Cristo se acerca de nosotros en la tormenta



Jesús no sólo oró por sus discípulos; acudió a ellos en medio de la tormenta. Al principio creyeron que era un fantasma. No llegaron en seguida a la conclusión que Jesús se les acercaba de manera sobrenatural sobre la superficie del agua.



Eran pescadores experimentados que sabían perfectamente que ningún ser humano puede caminar sobre el agua. Normalmente no se les ocurriría buscar una explicación milagrosa al pasar algo que no comprendían.



Por tanto, recurrieron a la explicación que parecía tener más sentido: era algún tipo de aparición. Y esta posibilidad les espantó, como me habría espantado a mí también.



Pero el “fantasma” habló. No había ningún truco aquí. No se estaban imaginando cosas. Había palabras, una comunicación auténtica que todos podían escuchar: “Cálmense, no tengan miedo. Soy yo”. No era ningún fantasma: era Jesús.



La tormenta no se acabó en cuanto Jesús habló, pero sus palabras, “Soy yo” lo cambiaron todo. Jesús caminaba con ellos a través de la tormenta. ¡Y qué cambio suponen estas mismas palabras mientras nos golpea la tormenta que ahora tenemos encima, y que empeora cada día! “¡Cálmense! ¡No tengan miedo! ¡Soy yo!



El Señor está con nosotros en la tormenta, tal como prometió a sus discípulos al encomendarles la tarea de llevar las buenas nuevas al mundo: “Yo estaré con vosotros, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20)



Durante las últimas semanas antes de su muerte, el Señor se refería al hecho de que se marchaba, preparando así a sus discípulos para el tiempo durante el cual no estaría con ellos físicamente. “No os dejaré huérfanos”, les dijo, “vendré a vosotros”. Ya no lo verían, compartir una comida con él, pasearse con él. Pero estaría presente con ellos.



El Señor camina con nosotros en cada tormenta, aunque no sintamos su presencia. Un medio de una tormenta, nuestras emociones son tan inestables como el propio mar. No nos debe extrañar esto. En nuestra casa, hemos sufrido ansiedad, lágrimas, miedo, frustración, y aun estamos al comienzo de esta crisis.



Pero podemos hacer que la verdad de la presencia de Cristo con nosotros más real si hacemos lo que hicieron los discípulos aquel día en el Mar de Galilea: escuchar sus palabras y actuar de acuerdo con ellas. Como Jesús prometió, “El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo amará, y haremos nuestra morada en él. (Juan 14:23).



 



Cristo nos capacita para caminar con él sobre el agua



Honra mucho a Pedro el hecho de que quería ir más lejos. En el relato anterior, el Señor había retado a sus discípulos a no mandar a casa a la muchedumbre, sino a darles de comer. No pudieron hacerlo.



Pero Jesús había tomado la poca comida de la que disponían, y, después de dar gracias, se la entregó para que ellos la repartieran entre la multitud. Todo el mundo comió lo suficiente para satisfacer su hambre, y sobró mucha comida.



El Señor había obrado a través de ellos. Por tanto, razonaba Pedro, si de verdad era Jesús quien se les acercaba sobre el lago, podría capacitarlo para caminar sobre el agua con él.



Jesús le invitó a salir de la barca y acompañarlo, y así lo hizo. La respuesta de Pedro no fue fruto de ninguna excitación religiosa, ni heroísmo espiritual. Se trató de una confianza tranquila, razonada, en respuesta a la palabra que Cristo le dirigió.



La fe no tiene nada que ver con el esfuerzo para convencernos hasta el punto de llegar a poder decir, “Puedo caminar sobre el agua”, o cantar “¡Creo que puedo volar!” Más bien, la fe es la respuesta a lo que Dios ha dicho al hacer aquello que nos manda hacer.



¿Cómo le fue a Pedro? Pues, al principio muy bien, pero todo se descarriló a partir del momento cuando dejó de mirar a Jesús y se preocupó por la tormenta que se desataba alrededor suyo.



Fue como si comenzase a pensar, “¡No debería poder estar haciendo esto! Hasta aquí me mantengo a flote, pero aquella ola que viene es mucho más grande que cualquiera que he visto. ¿Qué pasa si no puedo seguir?”



Es decir, permitió que la tormenta llenase su campo de visión, y por tanto comenzó a hundirse. En aquel momento hizo lo que todos debemos hacer al darnos cuenta de que nos estamos hundiendo.



Clamó al Señor. Y el Señor le salvó. No se mantuvo al margen, criticando a Pedro diciendo: “Cuando hayas aprendido a confiar en mí perfectamente te ayudaré.” Le tendió la mano enseguida y le salvó.



Pedro no es el único que ha iniciado un viaje de fe para después echarse para atrás y hundirse cuando la realidad de sus circunstancias resulta insoportable.



Tal vez más de un lector se siente aludido. Quizá hayas comenzado bien un camino de fe, pero de pronto la fuerza de los vientos en contra ha crecido y se ha vuelto muy difícil continuar siguiendo a Cristo.



La felicidad y la emoción que sentías al principio ya no son más que un recuerdo lejano. En algún momento durante el viaje cometiste el mismo error que Pedro, y dejaste que tu tormenta personal llenase tu visión de modo que perdiste a Jesús de vista, te comenzaste a hundir emocional y espiritualmente, y te sientes cada vez más perdido.



Habrá otros que todavía no han llegado a este punto, pero que temen que van en esta dirección. Aun recuerdan un tiempo cuando caminar con Cristo parecía posible, e incluso sencillo.



Pero luego estalló una tormenta, y después otra. Ahora caminan contra el viento. Se sienten golpeados y magullados.



Si te sientes a punto de hundirte, haz lo que hizo Pedro: vuelve a mirar a Cristo, clámale que te salve y que no deje que te hundas. Se ha comprometido a hacerlo.



Me encanta la letra de este himno contemporáneo:



“La gracia de Dios me alcanzó



Y me sacó del furioso mar.



Estoy a salvo sobre tierra firme



El Señor es mi salvación”.



¡Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo! No hace falta esperar hasta que nos hundimos para acudir a Cristo. Y si permitimos que sea él quien llene nuestra visión, en lugar de la tormenta que nos aflige, descubriremos que él podrá capacitarnos para seguir caminando.



 



¿Cómo podemos hacer esto en la práctica?



¡Fijar nuestra mirada en el Señor significa ni más ni menos que esto mismo! Requiere una acción deliberada por nuestra parte: no es automático. Cuando nos despertamos al comienzo del día, al intentar dormir por la noche, y a lo largo del día entero, podemos escoger cómo utilizamos nuestra mente, nuestros ojos, nuestro tiempo, nuestros actos.



¿Estamos dejando que sea la tormenta lo que llene nuestra visión, o el Señor que nos acompaña dentro de la tormenta?



Cinco días después de  que comenzarse nuestro autoaislamiento, me desperté a las 5.20 de la mañana con la letra de este himno en la cabeza. Por tanto, por supuesto, desperté a mi esposa y encontramos el himno en YouTube, cantado por Kristyn Getty. (¡A propósito, es nuestra hija!)



Esto me hizo pensar en lo importantes que son la música y las canciones que llenan nuestros corazones, nuestras cabezas y nuestras casas. Hay tantas canciones populares que no nos ofrecen ninguna ayuda cuando nos estamos hundiendo en medio de una tormenta.



Su filosofía subyacente de buscar las respuestas dentro de nosotros mismos simplemente resulta impotente frente a otras respuestas muy superiores que apuntan hacia lo eterno. No somos nuestra propia salvación, sólo el Señor lo es.



Y no se trata únicamente de la música y canciones que escuchamos o cantamos, sino de apartar tiempo, deliberadamente, para escuchar sus palabras. Esto también requiere una decisión muy consciente por nuestra parte.



No es lo mismo que mirar sermones online o leer libros y artículos cristianos. Por supuesto que estas cosas son buenas, pero sería posible hacer todo esto, y a pesar de ello sentir que nos estamos hundiendo espiritualmente.



Lo fundamental en la tormenta, como en nuestra vida entera, es acercarnos al Señor, y cultivar una relación personal con él. No hay nadie más que pueda hacer esto para nosotros.



La esencia de esta relación es una conversación bilateral. Dios nos habla en su palabra, y nosotros hablamos con él en oración.



Lamentablemente, muchos creyentes tienen una creencia teórica que la Biblia es Palabra de Dios y que la oración es importante, pero esta creencia no hace ninguna diferencia en su rutina diaria. ¿Será tu caso?



Permíteme que proponga este paso práctico. Lee este corto párrafo del evangelio de Mateo, luego vuélvelo a leer, y luego otra vez. Pasa tiempo con él hasta que cale hondo en tu mente y corazón y permanezca allí, hasta que puedas meditar en él incluso en la oscuridad.



Primero asegúrate de que no se te escape ningún detalle. Fíjate bien en lo que dice el texto (¡no lo que piensas que dice!). Interroga el párrafo: quién, qué, cuándo, dónde, por qué y cómo.



Pregúntate qué significaba para las personas implicadas directamente. Luego piensa en lo que podría significar para ti en las circunstancias donde estés. Habla con dios acerca de lo que estés leyendo y pensando.



Quédate con este texto, tal vez durante varios días, hasta que sientas su poder en tu propia alma y oigas la voz de Dios en tu corazón.



 



Cristo revela su Gloria en medio de la tormenta



Pedro y Jesús volvieron a los demás discípulos en la barca. Enseguida “se calmó el viento”. Y los que estaban en la barca le rindieron culto diciendo “Verdaderamente tú eres hijo de Dios.”



Culto. Es una palabra que tiene varios significados en la Biblia. Aquí significa adoración, inclinarse ante Dios. Tarde o temprano el culto a Dios en forma de servicio a Dios en todo lo que hagamos y culto en forma de agradecimiento a Dios por lo que nos da debe conducir a, y finalmente ceder paso a, la adoración maravillada a Dios mismo, a la belleza de su persona, la maravilla de su gracia, su poder asombroso, e incluso la gloria que se expresa en su ira.



El culto, o la adoración, no es algo que intentamos. Reunidos en la barca en aquel día, los discípulos no intentaban adorar. Adoraron. Fue su respuesta instintiva ante la revelación de la gloria de Cristo en su poder sobre la naturaleza y en su gracia hacia Pedro.



¿Te has fijado alguna vez que no es posible reír porque alguien te lo pida? Puedes intentar hacerlo, pero siempre suena falso. Porque es falso. Lo que hace falta para que riamos es que alguien cuente un chiste o cuente una anécdota graciosa. La risa auténtica solo puede ser una respuesta.



La adoración también es así. Podemos cantar alabanzas, orar o servir a petición, pero no podemos realmente adorar a Dios a petición. La adoración es una respuesta a la revelación que Dios hace de si mismo.



Eso es lo que sucedió en la barca. Durante un breve instante el sol penetró las nubes de la tormenta y los discípulos vislumbraron que Jesús era mucho más que el hijo de un carpintero.



Era el mismo Hijo de Dios. Se dieron cuenta, al menos durante aquel instante, que el hombre que había extendido su mano, hundiéndola en las aguas revueltas y turbias para rescatar a su amigo era Dios encarnado. Cayeron de rodillas y le adoraron.



Por supuesto, no pasó mucho tiempo hasta que olvidaron esta realidad (como también lo hacemos nosotros tan fácilmente), a menudo no asumiendo sus implicaciones para la próxima tormenta que afrontarían. Las tormentas son tenebrosas y difíciles.



La luz no sigue penetrando cada cinco minutos. Pero al menos durante un breve instante, en medio de tanto miedo y tanto dolor, les fue dada una experiencia de la gloria de Cristo.



Oremos para que la misma gloria se nos revele, en algún momento, sea la que sea la tormenta que se nos haya venido encima. Las palabras “No tengan miedo” son fáciles de decir. Pero pueden sonar huecas e inútiles, incluso insultantes, en un contexto como el de la crisis sanitaria actual.



Y es ésta la razón por la cual Jesús no les dejó que se las apañasen por su cuenta. No debemos saltar las palabras “Soy Yo”. Lo que hace toda la diferencia aquí es la identidad de quien nos dice “No tengan miedo”. Es el Hijo de Dios, y está con nosotros.



Mientras seguía a Jesús Pedro tendría que pasar por varias tormentas. El Señor estaría a su lado en cada una de ellas, capacitándole para mantenerse firme. Al final se desataría una tormenta en la cual el Señor parecería abandonar a Pedro a su suerte.



Según los historiadores, Pedro fue crucificado cabeza hacia abajo, y el Señor no intervino para impedir que muriese. Su tiempo y su labor para Cristo en este mundo se habían acabado. ¡Pero éste no es el único mundo que hay!



Pedro fue testigo de cómo Jesús afrontó su última tormenta, en la cual sufrió traición, burla, tortura y una muerte cruenta, al entregar su vida por Pedro. Pero la historia no se acabó aquí.



Dios lo resucitó de la muerte. Pedro, por tanto, tuvo absoluta confianza de que en la muerte también el Señor estaría con él, y que más allá de la muerte estaría con su Señor para siempre.



Esta tormenta pasará. Mientras estos vientos soplan con fuerza a través de nuestras vidas, mientras observamos cómo seres queridos se visten para entrar en batalla contra el virus, mientras escuchamos cómo crece el número de muertes, en medio de nuestros temores por padres o abuelos mayores, mientras nos enfrenta la posibilidad de perder nuestro empleo, puede que sea difícil creer que no siempre será así.



La tormenta pasará. Sin embargo, seguirán otras tormentas de diferentes tipos. Dios, en su sabiduría amorosa, permite que pasemos por ellas, por muy difícil que sea comprender el porqué.



Tal vez el coronavirus sacudirá profundamente la autosatisfacción y autosuficiencia de nuestro mundo. Tal vez hará que la gente se de cuenta de que nuestro planeta es temporal, y también lo es nuestra vida aquí.



Tal vez lleve a la gente a plantearse algunas e las grandes preguntas que normalmente se esfuerzan por evitar. So así fuera, podría transformar el mundo. Nos podría cambiar a nosotros. Nos podría acercar a Dios, ayudarnos a ver lo que realmente importa, reenfocar nuestras ambiciones y pasiones. Oremos para que así sea.



Pero mientras tanto agarrémonos a esta verdad en medio de la tormenta: para todos los que confían en Cristo hay una esperanza real y eterna. Porque Cristo ora por nosotros, se acerca de nosotros, nos mantiene a salvo, nos permite caminar sobre las aguas sin hundirnos y en medio de la tormenta, nos revelará su verdadera gloria.



¡Venid y adoremos!


 

 


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