El grito de Jesús es tan fuerte y conmovedor que es posible que escuchándolo comprendamos mejor cuánto sufrimiento y abandono costó que nos abriera las puertas de la salvación.
Ese grito que conmovió al mundo, me sigue conmoviendo a mí también, tanto en los días de Semana Santa, como fuera de esos eventos en los que recordamos la muerte de Jesús. En alguna otra Semana Santa he escrito sobre ello. Es un grito tan fuerte y conmovedor que, si reflexionamos sobre él los creyentes, es posible que comprendamos mejor cuánto sufrimiento y abandono costó el que Jesús nos abriera las puertas de la salvación, del perdón, de la expiación de nuestras culpas.
Imagínate la escena. Es el momento de la pasión del Señor clavado en la cruz. Las bofetadas y las burlas, como actos salvajes y demoníacos que, quizás, ya habían dejado de sonar, aún martilleaban los cerebros de los que amaban a Jesús. Los golpes de martillo dados con fiereza y fuerza, también habían pasado, pero pasaba igual que con las bofetadas. Estaban en el cerebro de muchos, no se podían olvidar. Como prueba, allí estaban sus manos y pies perforados por un clavo y sujetos al madero.
La lanza que traspasó su costado, también había pasado. Sangre y agua habían brotado por la herida. Cosas terribles, escenas infernales que se habían aposentado en la tierra y, sobre todo, sobre la figura del Maestro. El espectáculo podría tacharse de tétrico, injusto, desolador y que, si los humanos que contemplaban estas escenas tenían sensibilidad humana, se podría decir que olía a miedo, a el acto más terrible que jamás podrían contemplar ojos humanos.
Sin embargo, faltaba algo aún más llamativo, más desesperanzador, espeluznante. Faltaba el gran grito. La tierra debería escuchar el enorme alarido que el Hijo de Dios iba a lanzar sobre la tierra que estaba llena de tinieblas que duraron desde la hora sexta hasta la novena. Era el momento en el que ese gran grito había de sonar. Quizás nadie lo entendiera, ni siquiera los que amaban a Jesús. El cielo se rasgó como roto por un látigo divino, y la tierra entera se conmovió.
El grito era éste: “Eloi, Eloi, ¿lama sabactani?”. Lo escribo así porque así se ha conservado. Fue tan impactante para todos que no se atrevías a dejarlo solamente para la posteridad en su traducción. Ese grito, así dicho, lo deberíamos oír todos. Se ha conservado en el idioma original en el que se dijo, a pesar de todas las traducciones que en el mundo se han hecho. Así es. Que se conserven estas palabras, este grito, este lamento, este alarido, en la forma en la que se pronunciaron, pues los que lo oyeron jamás podrán olvidarlo. Esos sonidos deben ser intocables.
Es verdad que todos sabemos su traducción. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Para los presentes, además de la sorpresa ente el grito del Hijo de Dios, pudieron notar que en el ambiente y en sus mismos cuerpos se posaban la angustia, el miedo, el horror, la incomprensión, el terrible pavor que se posaba sobre sus mentes y corazones. El Hijo de Dios abandonado por su propio Padre. Todos esos sentimientos eran como una gran tormenta, de negras aguas, que empapaba las mentes, corazones y sensibilidad de los presentes.
Quizás, los presentes, no estaban en condiciones de pensar que, lo que allí pasaba, era Jesús asumiendo nuestro propio abandono para que pudiéramos tener en el futuro la posibilidad de la compañía eterna del Padre. Estaba cargando con nuestro pecado, con nuestro abandono. Nos estaba abriendo las puertas de la morada del mismo Dios Padre. Podríamos decir: ¡Gracias, Jesús! ¡Grita, grita! ¡Atruena nuestros oídos! ¡Asume nuestro abandono! Gracias por pagar ese precio tan alto.
Hoy, los que ya conocemos la historia de la salvación, podemos decir con total confianza que tu gran grito, tu enorme lamento, tu alarido de angustia, ya no nos preocupa. Al contrario, nos genera sentimientos de agradecimiento. No tenemos ya miedo alguno. Podemos escuchar tu grito como susurro liberador.
Quizás es que nosotros, tus seguidores, también deberíamos aprender de ti, unirnos a tu grito a favor de tantos y tantos desamparados del mundo que necesitan liberación. Tú quieres que nosotros también seamos manos tendidas y pies dispuestos en medio de un mundo de dolor. Que nosotros también gritemos “a voz en cuello” como decía el profeta y que, también nuestro grito sea un grito liberador de tantos oprimidos, maltratados e injustamente manipulados por tantos y tantos hombres que son los que mantienen las estructuras injustas de poder o económicas que hunden en la desigualdad, robando la dignidad de tantos.
Tú también nos enseñaste sobre esto, al igual que los profetas. Tu grito nos da ejemplo. Quizás nosotros no tenemos que morir por el hermano. Tu gran sacrificio ya está hecho. Nosotros sólo obedecer y trabajar gritando por justicia y liberación de los débiles, grito acompañado del servicio y la entrega por el prójimo. Que el recuerdo de la pasión, de tu grito, la celebración de esto que llamamos Semana Santa, sea un incentivo para que también nosotros seamos voces y gritos liberadores.
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