Este tiempo deja al descubierto nuestra desnudez y fragilidad frente a un mundo caótico, y nos lleva a un cambio de actitud. Nos lleva del egocentrismo a la humildad, mirando mas allá de nosotros mismos.
Por Edgardo Ramírez Castellanos
Está claro que podemos sacar cosas muy buenas de esta situación global, aprendizajes que nos ayuden a ser mejores personas, mejores prójimos, mejores creyentes…
Hemos podido valorar muchas cosas en medio de esta pandemia, pero me quiero centrar en una en particular. Aquella en la que, como sociedad, tenemos puesta nuestra confianza: el dinero.
Y digo ‘nuestra’ porque precisamente muchos de nosotros, como creyentes, nos hemos dejado arrastrar por lo establecido bajo el poder de la economía, ya sea por una tensión emocional, psicológica o material, pero al final una tensión que nos dicta valores muy altos a la hora de entender la vida.
Muchos de nosotros nos hemos entregado al ritmo frenético de este sistema de poder, muchos hemos permitido que la economía determine nuestra relación con Dios y con los demás, hemos dejado que el valor del dinero establezca nuestro comportamiento, anhelos y aspiraciones, hemos autorizado que sean los conceptos mercantiles los que pongan la base a la imagen que debemos dar.
Esta pandemia mundial del coronavirus nos lleva a todos los niveles sociales e ideológicos a reconocer, una vez más, que la realidad económica que nos envuelve no asegura la dignidad del hombre y de la mujer.
Que la economía de este mundo no puede asegurar la confianza de la humanidad, puesto que la estabilidad económica es pasajera, efímera, fugaz, momentánea, precaria, perecedera, transitoria… y que toda fuerza y confianza puesta en ella también se desvanece.
Solo hay que escuchar y leer las noticias de la situación global económica para ver la evidente fragilidad que ha dejado al descubierto esta pandemia.
Todo el poder de este mundo, toda seguridad y fortaleza en el dinero, se ha visto vulnerable, inconsistente, ante el coronavirus.
Pero el tema aquí, es el siguiente:
¿Qué haremos en medio de esta incertidumbre económica? ¿Qué haremos después de que todo esto haya acabado? ¿Seguiremos igual? ¿Habremos aprendido la lección?
Estamos ante un tiempo único e irrepetible en la historia de España y del mundo para que reconozcamos que nuestra fe está siendo removida, agitada, sacudida para producir cambios. Como creyentes no debemos ver el apocalipsis, sino más bien una oportunidad de cambios, de metamorfosis.
La metamorfosis, como tal, es transformación, es un proceso de renovación que afecta no solo a la forma sino que también a las funciones y modos de vida.
Estamos ante un tiempo de silencio, de guardarnos en nuestra intimidad, de meternos debajo de la higuera para poder escuchar lo esencial de nuestra relación con lo infinito.
Curiosamente el filósofo Sören Kierkegaard hace casi 200 años observaba que el ruido que generaba el crecimiento industrial, el afán de manufactura, el constante entretenimiento y la banalidad de aquel entonces, distraían al hombre y a la mujer. Si yo fuera doctor, dijo Kierkegaard, les recomendaría que “lleven a los seres humanos al silencio. La palabra de Dios no puede escucharse en el ruidoso mundo contemporáneo.”
Por lo tanto, me gustaría que viéramos en este aislamiento social obligatorio, donde la economía de este mundo deja de establecer nuestro ritmo diario, una oportunidad para buscar, hacer, crecer y cambiar en aquello que, precisamente por el afán laboral, no solemos hacer.
No en vano Jesús habló estas palabras a sus primeros seguidores en el desarrollo del sermón de la montaña, advirtiendo de la influencia anticristiana y de lo perecedero de este dios-recurso, que se antepone a la confianza en Dios nuestro Padre celestial y nuestra labor del reino de los cielos aquí en la tierra.
Mateo 6:19-24. “No acumulen ustedes tesoros en la tierra, donde la polilla y el oxido corroen, y donde los ladrones minan y hurtan. Por el contrario, acumulen tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el oxido corroen, y donde los ladrones no minan ni hurtan. Pues donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo; así que, si tu ojo es bueno, todo tu cuerpo estará lleno de luz; pero si tu ojo es malo, todo tu cuerpo esta a oscuras. Y si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡cuán oscura no será la misma oscuridad! Nadie puede servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro, o estimará a uno y menospreciará al otro. Ustedes no pueden servir a Dios y a las riquezas.”
Edgardo Ramírez Castellanos - pintor y prof. Teología -Valencia (España)
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