Si antes, la convivencia se disfrutaba a sorbos pequeños y con prisas, ahora los tragos son largos y tranquilos.
Algo entrañable ha vuelto a casa. La rutina ha estallado por los aires y, más que entristecerme, me complace. Gozamos de una relación ancestral que en la actualidad casi se encontraba moribunda. Vivimos días que contienen una magia especial, no me lo explico. No es que los problemas que acarrea la vida hayan desaparecido, no, no es eso. Están ahí intactos. Es más, continúan esperando soluciones porque forman parte de nosotros. El Estado de alarma que nos ha recluido, ha coronado la casa, nos ha traído risas por cualquier cosa, risas en su mayoría tontas. Han vuelto las confidencias. Se nos han refrescado los recuerdos. Han brotado las palabras, la complicidad casi perdida. Ha puesto todas las manos a la obra en un hogar patas arriba. La olla grande, hirviendo sobre la candela. El fregadero lleno. Los vasos por doquier. Los cuartos embarullados. Nos ha surgido, además, la paciencia compartida.
Si antes, la convivencia se disfrutaba a sorbos pequeños y con prisas, ahora, debido al enclaustramiento, los tragos son largos y tranquilos. Lo único que importa es permanecer en el refugio de la vivienda que imaginamos sin vecinos, sin calles y sin semáforos. Refugio que inventamos perdido entre lejanas montañas, rodeado de árboles gigantescos que impiden los caminos. Imaginamos que estamos arropados por el calor atrayente de una chimenea en la que, ni de día ni de noche, le faltan las candentes brasas.
Sé que llegará el momento en que cesará el estado de alarma. Cesará la información pertinaz y abochornada a todas horas. Cesarán los dimes y diretes. Pasarán al olvido las contradicciones. Nos olvidaremos de salir a aplaudir a la terraza por causas que nunca antes se nos hubiesen ocurrido. Sí. Regresará la normalidad tan erróneamente deseada; los horarios; las salidas y regresos del trabajo; el trajín de la compra. Recuperaremos los paseos al aire libre; las bullas por la falta de tiempo. Los almuerzos fuera los fines de semana.
Todo volverá a ser como antes. Pero en mi memoria quedarán grabados estos días de reclusión; estas jornadas en las que hemos permanecido atados unos a otros con lazos de dulzura; el buen humor que se ha instalado y produce la tan sutil borrachera de bromear juntos sin causa; el tener la casa llena a todas horas de cuerpos y de sombras.
Quedará. Quedará todo esto y será rememorado cuando nada de esto vuelva a quedar; cuando de nuestro ambiente se desaloje este puñetero virus. Quedará el "no te levantes que yo preparo el café"; el "busca tú en los cajones el chocolate para derretirlo en el pan"; el "yo lo ordeno en un segundo"; el "¿de quién es esto y quién lo ha puesto en mi sitio?"; o el "échate para allá y haz hueco que no quepo". Frases tan antiguas que vuelven a resonar como parte activa de la vida cotidiana.
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