La pesadumbre que atormentaba a David lo llevó a una decisión extrema, criminal.
¿Fue Betsabé una provocadora al bañarse en una habitación en la que podía ser vista por el rey David o fue David lo que hoy llamamos un “voyerista”?
Los intérpretes de esta historia atribuyen toda la culpa de los hechos a David, desde luego la tuvo, pero tal vez Betsabé pudo haber evitado las graves consecuencias que siguieron.
Seis años llevaba David reinando sobre todas las tribus de Israel, en batallas vencedoras. Los amonitas amenazaban Jerusalén. David decidió vencerlos en su propio terreno y envío a Joab, el mejor de sus generales a combatirlos en sus principales ciudades.
La expedición militar no se antojaba peligrosa y el rey decidió quedarse en Jerusalén.
Una tarde, al levantarse de la siesta, emprendió un paseo por la terraza del palacio. Desde la terraza “Vio a una mujer que se estaba bañando, la cual era muy hermosa. Envío a preguntar por aquella mujer y le dijeron que se llamaba Betsabé”.
Surgen las preguntas.
Si David distinguió su hermosura, ¿qué distancia había entre la terraza de palacio y la casa donde se bañaba la mujer?
¿Dónde estaba ella, en lo que hoy llamamos cuarto de baño?
Si David la vio, ¿se bañaba con las puertas o ventanas abiertas? ¿No tenía ni siquiera cortinas?
¿Sabía Betsabé que a aquella hora el rey estaría en la terraza y podría verla?
¿Sabía David que era la hora en la que la mujer solía bañarse?
¿Era Betsabé una mujer débil? ¿Se sintió alagada por la llamada del rey?
¿La deslumbró David con palabras poéticas en las que era maestro?
Betsabé pertenecía a una importante familia judía. Estaba casada con Urías heteo, de los hijos de Het según Génesis 10:15, descendientes de Cam, segundo hijo de Noé. Los hetitas desempeñaban un papel importante en la historia del pueblo hebreo. Urías era uno de los hombres fuertes de David, con mando de tropa. El texto dice que cuando David vio a Betsabé “envió a preguntar por aquella mujer”.
En un círculo tan cerrado, ¿no sabía él que era la esposa de un hombre destacado en su ejército?
¿No la había visto nunca antes siendo casi vecinos?
Cuando David mandó a buscarla, ¿no adivinó ella sus intenciones?
Se trataba del rey, ¿y qué? También se trataba de su honra.
¿Deseaba ella ese encuentro?
¿Pudo haberlo evitado?
Cuando el hijo de David, Salomón, se enamoró perdidamente de una pastorcilla del Líbano, a la que al mismo tiempo respetó, ella dijo a su novio pastor: aunque me diera toda la hacienda de su casa yo la despreciaría. Salomón era alto y guapo, sabio. Y dueño de una gran riqueza, rey muy poderoso. Pero la pastorcilla nunca accedió a su cama. ¿No pudo haber hecho lo mismo Betsabé, precisamente madre de Salomón?
La segunda parte de la historia sólo tiene un hombre de infame comportamiento: David.
Betsabé quedó embarazada. ¿A la primera o hubo más encuentros?
Desde entonces David no pensó en otra cosa más que en buscar un arreglo a la situación. Mando qué Urías fuera a Jerusalén para que le informara del estado de las tropas. Después de oír la relación que le hizo el bravo militar le ordenó que tomase unos días de descanso y fuese a su casa, con su mujer. Pero Urías no quiso. Se mantuvo en la puerta de palacio con los oficiales del rey. David preguntó el motivo y el esforzado guerrero respondió que no podía entregarse a pasar el tiempo alegremente con su mujer cuando sus soldados dormían solos en el duro suelo.
Fracasada la primera estratagema intentó otra. Llamó a Urías a palacio al día siguiente, dispuso para él un gran banquete, le animó a beber hasta la borrachera. En ese estado, calculando mal entre el deseo sexual y la fidelidad a los principios, le dijo que se fuera a casa y se acostara con su mujer. Pero ni la bebida consiguió alterar la conducta del militar, quien aquella noche la pasó también en la puerta de palacio.
La pesadumbre que atormentaba a David lo llevó a una decisión extrema, criminal, a ordenar la muerte de un hombre inocente, fiel servidor de su causa, defensor del peligro que amenazaba al pueblo.
Escribió al general Joab una carta en la que decía: “poned a Urías al frente, en lo más recio de la batalla, y retiraos de él, para que sea herido y muera”.
La carta fue entregada al mismo Urías para que la diera a Joab. El buen hombre, el guerrero fiel, deshonrado por el rey, llevó en las manos su propia muerte. Tan vil como su señor fue el general Joab, quien actuó como David le ordenaba y Urías murió a manos de los amonitas.
David llevaría sobre su conciencia, si es que como rey la tenía, la sangre de aquel inocente. Biógrafos que escriben en lenguaje sensiblero sobre la persona y la obra de David dicen que su arrepentimiento por el asesinato en frío de Urías le llevó a escribir el salmo 51. No lo creo. El salmo no menciona el nombre del militar. Y David había protagonizado en vida suficientes hechos crueles por los que sentir arrepentimiento. Era la guerra, cierto. Pero no siempre. La espada nunca se apartó de su casa, como le dijo el profeta Natán.
Sigue la Biblia: “Oyendo la mujer de Urías que su marido era muerto, hizo duelo. Y pasado el luto, envío David y la trajo a su casa; y fue ella su mujer y le dió a luz un hijo. Mas esto que David había hecho, fue desagradable ante los ojos de Jehová” (2º de Samuel 11:26-27)
Este niño murió pronto. Parece que hay una referencia a la vida tras la muerte en estas palabras de David cuando le comunicaron la muerte del hijo: “Yo voy a él, más el no volverá a mi”. Pasado el dolor por la muerte del niño Betsabé volvió a quedar embarazada y nació Salomón, “al cual amó Jehová”. Con el tiempo Salomón heredó el trono, fue el tercer rey de Israel. Además de un talento organizador y político, Salomón fue hombre de una cultura extraordinaria y pasó a la posteridad por su sabiduría. Reinó en Israel durante cuarenta años.
A pesar de tantos desastres en la vida de Betsabé, el Nuevo Testamento afirma que de ella arrancan dos genealogías de Jesús el Salvador. La primera a través de uno de sus hijos llamado Natán, como el profeta que reprendió a David (Lucas 3:31), y otra a través del mismo Salomón (Mateo 1:6).
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