La sed física de Jesús pierde parte de su valor si no lleva a sus hijos a la sed de justicia.
Se aproxima la Semana Santa. Muy pronto, en las iglesias se hablará de la tortura de la sed del crucificado. Siempre se habla de su sed de agua. ¿Tendría también sed de justicia? La tortura de la sed se hizo presente en la cruz, ese púlpito que, en breve, será el símbolo de toda una semana. Lo habían clavado allí después de muchas horas de pasión. Silencios. No se oían quejas del crucificado. La sangre fluía, se derramaba. Por segundos, cada vez menos hidratación. Horas sin beber.
Deberíamos pensar mucho en la sed del Señor. Qué significa el hecho de que su cuerpo se fuera quedando seco como el desierto en el que Él tanto meditó y oró. Labios resecos y agrietados por la sequedad, la angustia y el dolor insoportable. La sed es una tortura. Difícilmente se pueden abrir los labios para dar un mensaje desde ese púlpito de la cruz que, en ese momento, todos consideraban maldito o, para algunos, cátedra divina que, en realidad, en ese momento, solamente era un instrumento de tortura. Terrible cuadro, dura imagen, escena inolvidable por la tragedia allí vivida. Yo, en mi mente, doy un paso más. Jesús habló de sed de justicia. ¿Puede llegar esta sed también una tortura tan fuerte para el alma como la sed física para el cuerpo?
La Biblia presenta quejas derivadas de la sed de justicia. Jesús habló de esta sed uniéndose a los profetas. Sin embargo, en la cruz, en la pasión que vamos a celebrar ya en breve, Jesús parecía no quejarse por sentir su cuerpo seco. Estaba contenida. ¿Durante cuánto tiempo? No es fácil aguantar la tortura de su cuerpo seco por la pérdida de sangre y por la falta de líquidos. Seguía sin beber. El silencio seguía haciéndose pesado como si fuera plomizo y se apoyara sobre los cuerpos de los presentes que se sentían como más encogidos, encorvados por la fuerza de la imagen del Dios sediento. Parecía que en ese silencio no era posible queja alguna. También, parecía que esa boca seca con los labios sellados por falta de hidratación, era incapaz ya de lanzar al viento queja alguna. No fue así. La queja, la petición de auxilio, llegó. ¿Qué tarda más en llegar, la queja por la sed física o la denuncia por la sed de justicia? Los dos tipos de sed necesitan explosionar. No es posible aguantar esas torturas.
La queja por la sed física llegó rasgando el silencio con unas cuerdas vocales resecas que parecían romper el espacio silente como si rasgaran un negro manto para que llegara algo de luz y sonido. Fue un grito o lamento no estridente que, quizás, debó sonar a hueco, un sonido seco y opaco como si el viento frotara un montón de tejas resecas por el sol y el viento de años y años. Era la lengua del Señor que, pegada al paladar, se soltó para lanzar su grito seco, su lamento, su sonora queja, su petición de auxilio en su sufrimiento. Quizás también fue como un golpe seco en la sensibilidad de todos los presentes a los que le llegó azuzando el miedo de sus corazones. Creían no poder hacer nada.
El grito casi sordo, el alarido opaco, la voz seca que clamaba por auxilio, fue así: “¡Tengo sed!”. La queja del Hijo de Dios, del Dios sediento que clamaba ante la tortura de la sed. Terrible imagen, horrible sonido para los que le amaban. Quizás para llorar o comenzar también a gritar pidiendo auxilio para el Hijo de Dios que sufría sus últimos minutos en la cruz, herramienta que para los cristianos puede ser púlpito, cátedra o tribuna en contacto con el mundo, y para otros, simplemente un negro instrumento para causar dolor y muerte. Quizás esta escena, esta imagen, este grito opaco, sea lo que mejor representa la cumbre del sufrimiento humano que el Dios hombre tuvo que pasar. ¡Quién hubiera grabado esas imágenes para que los cristianos entendieran mejor la pasión del Maestro! Su cuerpo seco le ardía.
Eso es la tortura de la sed física. Sed inaguantable, pero que, quizás, para el Maestro, no era la sed más cruel, pues tenía también otros tipos de sed. ¿Cómo expresó Jesús esta nueva sed? La expresó de una forma suave, en positivo. Era la sed de una bienaventuranza a la que los hombres, desgraciadamente, no le hacían mucho caso, empobreciendo tanto el cristianismo como la vivencia de la espiritualidad cristiana. Era la sed de justicia. La sed física de Jesús pierde parte de su valor si no lleva a sus hijos a este otro tipo de sed que, siguiendo al Maestro, la deberían sentir como una tortura hasta que, en obediencia, se intenta apagar esa sed con el amor, con la práctica de la justicia.
Algunos, cuando leemos a los profetas, nos espanta la pertinaz petición a aquellos que se llaman hijos de Dios de que hay que buscar justicia, que hay que tener esa sed que solamente algunos conocen, pero que se transforma en una sed seca y áspera que, difícilmente, puede ser saciada en un mundo desigual y opresor, donde se mueven los acumuladores y necios que, con sus almacenes injustos, desequilibran la tierra. Eso también se transforma en una sed especial para muchos que es tan inaguantable como la propia sed física. Los profetas sufrieron la tortura de la sed por justicia. Jesús les llama bienaventurados. Quizás en Jesús, en el momento de su pasión, se unía también esta sed. Dos tipos de sequedad angustiando su cuerpo: la sed física y la sed de justicia. No en vano Él clamaría ante tanta injusticia en el mundo: “Bienaventurados los que tienen sed de justicia”. Lo hace en positivo. Felices aquellos que llegan a tener esta sed.
Dios quiera que, en el mundo, recordando el episodio triste de la sed de Dios, la sed que tuvo que sufrir como una tortura hasta la muerte, podamos, al menos, trabajar por la sed de justicia por la que también clamaba el Maestro. ¿Qué fue más enfático en el Maestro, la sed física o la sed de justicia por la que clama entroncando con los profetas del Antiguo Testamento? En su pasión, pudo comprobar claramente esa otra sed que, quizás, se potenció, al verse rodeado en su pasión por personas injustas, por un juicio injusto, por unos escupitajos, risas y corona de espinas en la cabeza del mismo Hijo de Dios. Gentes injustas en medio de un juicio injusto que hace que su grito: “¡Sed tengo!”, pueda estar en relación también con la sed del que Él y los profetas hablaron: Sed de justicia ante una crucifixión injusta.
Quizás, su sed física, era otra tentación de Satanás para hundirle. Le tentó con el hambre. Quizás, en la cruz le tentó con la sed… a Él, el agua de vida. Pero es posible que su voz, ante la tentación satánica, sirviera para afirmarse en esa sed que no era exclusivamente física: sed de amor, sed de justicia, sed de práctica de misericordia, sed de servicio, sed de vida abundante. Ante esta sed, Satanás salió derrotado al reconocer la grandeza de su cuerpo sediento.
Y creo que Jesús quiere que sus seguidores participen también de esta sed no física, sino espiritual, esa sed de extensión del Reino de Dios y sus valores en un mundo injusto y cruel en donde muchos seres humanos, nuestros prójimos, son injustamente tratados y tirados al lado del camino de la vida. Así, el hombre debe tener también sed de servicio, de práctica de la misericordia. Si no, es posible que su queja vuelva a resonar en esta línea: “Tuve sed, y no me disteis de beber”. Esta frase potencia esa su otra sed que ya no es simplemente la sed física, sino la sed de justicia.
Así, espero que, en estos días de Semana Santa que se aproximan, aprendamos algo de la frase de Jesús, de su grito, de su queja: “¡Tengo sed!”. El mundo necesita que los seguidores del Maestro sediento, tengan también esta sed tan especial de que nos habló. Que este grito resuene en nuestros corazones como recordándonos siempre la necesidad de que el creyente tenga la sed de justicia. Si no, seremos simplemente voces que suenan en forma de molestia a los oídos de Dios, como “metal que resuena o címbalo que retiñe”, pues estaremos vacíos del amor de Dios.
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