Hemos de convertir los tiempos de espera en tiempos de esperanza y de paciencia. Entonces descubriremos que Dios puede transformar nuestras adversidades en oportunidades.
«Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca.» (Stg. 5:7-8)
A día de hoy millones de personas se encuentran confinadas en sus casas aprendiendo a esperar. Y, por desgracia, no pocos lloran la pérdida de seres queridos de los que ni siquiera han podido despedirse. El camino del sufrimiento, ya de por sí largo y difícil, se hace muy duro en estas circunstancias. “Necesito aferrarme a una buena noticia”, me decía un joven abrumado por la situación. ¿Dónde encontrarla?
La palabra de Dios es ungüento que alivia las heridas y fuente de fortaleza en el dolor. Responde de forma iluminadora a dos preguntas clave en el tiempo de espera:
La paciencia y la esperanza son el equipaje imprescindible para transitar por este camino arduo. Hemos de convertir los tiempos de espera en tiempos de esperanza y de paciencia. Entonces descubriremos que Dios puede transformar nuestras adversidades en oportunidades.
La Biblia describe la paciencia con dos palabras. Son complementarias y vienen a ser como los brazos de una persona:
- Perseverancia: persistir
- Fortaleza de ánimo: resistir
«Por tanto, nosotros también... corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús.» (Heb. 12:1-2)
El primer brazo de la paciencia nos hace perseverar. Es la actitud que nos lleva a persistir hasta el final en una situación o en un proyecto. Por supuesto, cuanto más difícil la situación, mayor necesidad de perseverancia.
[destacate]Aprender a contentarse es lograr cierto grado de independencia de los acontecimientos vitales.[/destacate]Esta virtud, propia de una persona madura, permite afrontar las adversidades con el ánimo del corredor de maratón. Es en este sentido que el autor de Hebreos nos exhorta a correr con paciencia la carrera «para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar» (Heb. 12:3).
Esta paciencia fue un rasgo distintivo del carácter de Cristo. Por ello el autor añade: «puestos los ojos en Jesús...» (Heb. 12:2). La paciencia le llevó a «afirmar su rostro como el pedernal» (Lc. 9:51, Is. 50:7) y le permitió llegar a la meta propuesta, la Cruz, aún en medio del sufrimiento más extremo. ¡Qué gran consuelo recibir el «oportuno socorro» (Heb. 4:16) de Aquel «que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado!» (Heb. 4:15)
Perseverar ya es vencer. Como Pablo a los tesalonicenses, oramos que «el Señor encamine nuestros corazones al amor de Dios, y a la paciencia de Cristo» (2 Ts. 3:5).
«El fruto del Espíritu Santo es... paciencia» (Gá. 5:22)
El segundo brazo de la paciencia es claramente sobrenatural, una parte del fruto del Espíritu. No es humano, es divino. La palabra usada en el original es activa y positiva, muy lejos de la idea estoica de paciencia. Literalmente significa “ánimo grande”. Alude a un espíritu fuerte, resistente, que permanece firme en las adversidades. Esta paciencia no se rinde, no claudica ante circunstancias difíciles. Es lo contrario de una persona cobarde, pusilánime, que “se ahoga en un vaso de agua”.
La idea bíblica se aleja mucho del concepto popular de paciencia: “¿Qué le vamos a hacer? No podemos hacer nada, pues paciencia”. Es una actitud de resignación ante la impotencia, un conformismo que nace del fatalismo. Por el contrario, la paciencia, fruto del Espíritu, no dimite sino que lucha, no se arruga sino que se afirma ante la adversidad, no es pasiva, sino que inquiere activamente en busca de salidas.
Ahora bien ¿cómo se expresa esto en la práctica, cuáles son las evidencias de paciencia en la prueba?
«He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado... Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:11-13)
Cuando el apóstol Pablo escribió estas palabras estaba confinado en la cárcel de Roma. Una reclusión involuntaria en circunstancias muy duras. No se dirigía a sus lectores desde una posición de comodidad, sino desde una situación profundamente turbadora y en peligro franco de muerte. Su vida había cambiado por completo de un día para otro. ¿De dónde le venía la fortaleza para enviar un mensaje tan sereno en medio de la angustia?
Él mismo nos da la respuesta: «He aprendido a contentarme» (Fil. 4:11). Una de las evidencias más importantes de paciencia es el contentamiento. La palabra original implica no depender de las circunstancias, no quedar ligado a los problemas. Aprender contentamiento, por tanto, es lograr cierto grado de independencia de los acontecimientos vitales.
El contentamiento nos lleva a ver, pensar y vivir de forma diferente ante una situación inesperada o cambiante. En nuestros días hablaríamos de adaptación y de aceptación, de flexibilidad y resiliencia. Todo ello quedaría englobado dentro del contentamiento. Es la convicción de que Dios obra sus propósitos en mi vida no a pesar de las circunstancias, sino a través de ellas.
[destacate]Los destellos de eternidad iluminan nuestra oscuridad y nutren nuestra paciencia.[/destacate]Pablo concluye el texto con una frase que ha inspirado a millones de personas: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Fil. 4:13). Es decir, puedo ser más fuerte que cualquier adversidad, sobreponerme a cualquier circunstancia cuando estoy en Cristo, “conectado” a Cristo. Ahí radica el elemento sobrenatural de la paciencia y el secreto de nuestra fortaleza en el camino.
«Afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca.» (Stg. 5:8)
La paciencia es inseparable de la esperanza. De hecho, se alimenta de esperanza y a su vez genera esperanza en un glorioso círculo (feedback) divino (Ro. 5:4-5). Podríamos decir que la paciencia y la esperanza se funden en un abrazo.
¿Qué esperamos? Nuestra esperanza tiene, por supuesto, una dimensión presente, Esperamos ansiosos el final de una epidemia. Pero esta esperanza no es suficiente y puede acabar en frustración si no se cumple nuestra expectativa.
La esperanza no se detiene en el aquí y ahora, vuela más alto y se remonta a la eternidad. La vida en la tierra es un bien precioso, pero no es el bien supremo. El bien supremo es la vida eterna. Por ello el Señor advirtió: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar» (Mt. 10:28). Nos impresiona que este texto precede a la consoladora promesa del cuidado de Dios «pues aun vuestros cabellos están todos contados» (Mt. 10:30).
Santiago menciona dos veces la venida del Señor al hablar de la paciencia. No es casualidad. La visión de la segunda venida de Cristo es la visión de la eternidad y «afirma nuestro corazón» (Stg. 5:8). Mirar la gloria de la eternidad con Cristo relativiza nuestro dolor de modo que la tribulación presente se nos hace “leve y breve” (2 Co. 4:17-18). Anticipamos que en el cielo terminará no una epidemia, sino la Gran Epidemia que es el Pecado y su cortejo de dolor y muerte (Ap. 21:4, Ro. 8:23-25).
Por tanto, «pelea la buena batalla de la fe, echa mano de la vida eterna» (1 Ti. 6:12). Agárrate, aférrate a la vida eterna. Este consejo de Pablo a Timoteo es la respuesta que le di al joven que me pedía “una buena noticia a la que aferrarse”. Hemos de asirnos de la esperanza de la eternidad en las fuertes sacudidas de la vida aquí. Estos destellos de eternidad iluminan nuestra oscuridad y nutren nuestra paciencia.
El Jesús resucitado declara con imponente autoridad: «Estuve muerto, más he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte» (Ap. 1:18).
Sí, Dios es quien marca las horas en el reloj de nuestra vida, no un virus. Por ello, en medio de la gran prueba, descansamos confiados en Aquel que prometió: «No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados.» (Is. 60:20)
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