A medida que las relaciones simuladas tecnológicamente se vuelven cada vez más realistas y superficialmente convincentes, debemos ser conscientes del riesgo que corremos de que el simulacro ejerza un atractivo seductor en nuestros corazones. Por John Wyatt.
Esta es la tercera parte de un Artículo de Cambridge publicado por el Profesor John Wyatt en el Jubilee Centre. Pueden leer la primera parte aquí y la segunda parte aquí.
Los seres humanos son creados para ser personas relacionales encarnadas.
En el pensamiento bíblico los seres humanos son creados como personas encarnadas, compartiendo una herencia biológica con los animales, pero erigidos de manera única como portadores de la imagen de Dios.
Somos creados para representar el amoroso cuidado de Dios para con el mundo y para las relaciones con Dios mismo, con los demás y con el mundo no humano.
Así que somos seres concebidos de un tipo particular, encarnados, frágiles y dependientes. Somos mortales y limitados, pero diseñados para la unión y la comunión con los demás y, en última instancia, con el mismo Dios.
Somos personas creadas por un Dios relacional para la vinculación con los demás. Y nuestra humanidad personificada en la carne es central para nuestras relaciones (Génesis 2:23, 24). En lugar de ser reemplazada, nuestra encarnación carnal se reivindica en la Encarnación y la Resurrección cuando el Verbo se hizo carne (Juan 1:14; Lucas 24:39).
Las máquinas, por otro lado, no pueden compartir nuestra encarnación carnal. Son artefactos de la creatividad humana, con el potencial de apoyar nuestra vocación humana única, pero nunca pueden entrar en las relaciones humanas genuinas.
Como ya hemos visto, detrás de la compasión simulada de los bots de la AI y los robots compañeros es posible identificar una comprensión superficial e instrumentalizada de las relaciones, que más bien se ve como orientada a la satisfacción de mis necesidades emocionales internas.
Pero la fe cristiana proporciona una perspectiva más rica y profunda del perfil del trato humano. En su forma más exaltada, las relaciones humanas pueden reflejar y participar en la unión y la comunión y el amor ágape de las Personas del Dios Trino.
En los Evangelios, el propio Cristo modela el amor voluntario y libremente elegido de sacrificio por los demás. “El que quiera ser grande entre vosotros debe ser vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros debe ser el esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:43-45).
La naturaleza paradójica del amor cristiano, cuya preocupación no es la satisfacción de las propias necesidades, sino que se olvida de uno mismo porque se centra en el otro, está bellamente expresada en la oración de San Francisco de Asís:
Oh Divino Maestro, haz que no busque tanto ser consolado como consolar;
ser comprendido como entender;
ser amado como amar.
Porque es dando como se recibe;
es perdonando como somos perdonados;
y es muriendo como se nace a la vida eterna.
La auténtica compasión, similar a la de Cristo, depende de la libertad, la libertad de elegir servir y dar al otro. Y se deriva de la solidaridad humana, de nuestra humanidad común y de nuestra experiencia compartida.
Una máquina no puede saber lo que significa sufrir, estar ansiosa o temer a la muerte, y su compasión simulada (aunque bien intencionada por sus creadores y usuarios) es en última instancia inauténtica.
Sin embargo, no basta con concentrarse en la diferencia ontológica fundamental entre los humanos y las máquinas. La máquina no es más que un artefacto sofisticado, pero si llega a ser capaz de simular muchos de los aspectos más profundos de las personas y las relaciones humanas, y desde aquí evocar en otros seres humanos respuestas de amor, cuidado, compromiso y respeto, esto plantea nuevas y preocupantes cuestiones.
La simulación de una persona plantea la cuestión de si puedo estar seguro de que la entidad con la que me relaciono es una máquina o un humano. Un posible enfoque regulador es el de la ‘Bandera Roja de Turing’, propuesto por primera vez por un profesor de computación, Toby Walsh, en 2015.[1]
Una ley de Bandera Roja de Turing requeriría que cada sistema autónomo fuera diseñado para evitar que se confundiera con uno controlado por un humano. En el caso de un chatbot, por ejemplo, podría haber una ley que estableciera que en cada interacción se debe recordar que se está hablando con una simulación inteligente y no con una persona humana real.
Es sorprendente reflexionar sobre las prioridades de la robótica social desde la perspectiva de la narrativa bíblica. El enfoque en el rostro y los ojos refleja el uso hebreo del semblante de Dios para representar su presencia personal, como en las palabras de la bendición aarónica: “El Señor te bendiga y te guarde; el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y tenga piedad de ti; el Señor alce su rostro sobre ti y te dé paz” (Números 6:22-27).
El rostro de Moisés resplandecía porque había estado en la presencia del Señor, y el Apóstol Pablo utiliza la misma metáfora: “Todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando la gloria del Señor, nos transformamos en la misma imagen de un grado de gloria a otro” (2 Corintios 3:18).
Jesús enseñó que el ojo es la lámpara del cuerpo (Mateo 6:22), señalando el significado moral de lo que elegimos para enfocar nuestra visión.
La centralidad del discurso en la narrativa bíblica es igual de sorprendente. La palabra hablada de Dios es el medio mismo de la creación, la palabra expresa los pensamientos y propósitos ocultos de la mente divina, y el mismo Cristo es el Logos, la última expresión y la revelación de Dios.
Así que el significado espiritual del rostro y de las palabras habladas, y su papel fundamental en las relaciones divinas y humanas no puede ser evitado. La simulación de estos preciosos y teológicamente ricos medios de comunicación divina y humana por motivos comerciales parece apuntar a un elemento espiritualmente maligno que es facilitado por los actuales desarrollos tecnológicos.
El Apóstol Pablo describe a Satanás disfrazándose de ángel de luz (2 Corintios 11:14). La palabra griega que Pablo empleó significa ‘cambiar de una forma a otra’ y tal vez no sea demasiado fantasioso ver la posibilidad del mal espiritual que puede acompañar a la simulación de los aspectos más preciados de las relaciones humanas.
Los eruditos bíblicos han señalado el vínculo entre la descripción del Génesis de los seres humanos como creados a la imagen (selem) de Dios, y el posterior uso de la misma palabra selem para referirse a los ídolos o 'imágenes grabadas' más adelante en el Antiguo Testamento.[2]
La consecuencia parece ser que nuestra creación a imagen y semejanza de Dios refleja la profunda dependencia de las criaturas hacia él, pero esto se subvierte cuando transferimos la imagen divina a un artefacto humano.
Como dice Richard Lints, “la identidad humana está enraizada en lo que refleja”.[3] El ídolo puede ser ontológicamente vacío, pero su falsa imagen es capaz de ejercer una influencia maligna y destructiva en sus adoradores.
Parece haber un extraño paralelismo entre las consecuencias malignas de crear un artefacto humano como una imagen de Dios y crear un artefacto robótico como una imagen de la humanidad.
A medida que las relaciones simuladas tecnológicamente se vuelven cada vez más realistas y superficialmente convincentes, debemos ser conscientes del riesgo que corremos de que el simulacro ejerza un atractivo seductor en nuestros corazones.
¿Cómo viviremos entonces en una sociedad que parece promover cada vez más las relaciones simuladas por la AI en diversos aspectos de la atención, la terapia, la educación y el entretenimiento?
Estos desafíos son complejos y multifacéticos, pero una respuesta inicial es preguntarse cuáles son las interpelaciones y necesidades subyacentes a las que las relaciones simuladas por la AI parecen dar una solución tecnológica.
Como vimos anteriormente, una narración común es que las necesidades de atención en todo el planeta son demasiado grandes y que tenemos que encontrar una solución técnica a la falta de cuidadores humanos, terapeutas y profesores.
Pero la actual escasez de cuidadores es, por supuesto y en parte, un reflejo del bajo estatus y la poca valoración económica que nuestra sociedad da a las funciones de asistencia. Hay más que suficientes seres humanos que podrían realizar el trabajo de cuidar, tanto en los roles asalariados como en el cuidado voluntario no remunerado dentro de las familias y las comunidades.
Seguramente es mejor como sociedad que nos esforcemos por facilitar y alentar a los cuidadores humanos, en lugar de recurrir a los reemplazos tecnológicos para las personas.
En el mundo de la asistencia sanitaria, aunque la tecnología de la AI puede proporcionar notables beneficios con un mejor diagnóstico, análisis de imágenes y planificación del tratamiento, no puede sustituir la centralidad del encuentro entre humanos.
Las realidades de la enfermedad, el envejecimiento, la angustia psicológica y la demencia amenazan nuestra personalidad a un nivel profundo. En respuesta, el encuentro terapéutico y solidario entre dos seres humanos ofrece una oportunidad para la solidaridad humana que comprende, empatiza y protege la fragilidad del otro.
En mi experiencia como pediatra, con el privilegio de cuidar a los niños y a los padres que se enfrentan a pérdidas trágicas y devastadoras, he aprendido de nuevo que la esencia de la atención es decir tanto con nuestras palabras como con nuestros actos: “Soy un ser humano como vosotros; yo también entiendo lo que significa temer, sufrir y estar expuesto a una pérdida terrible. Estoy aquí para recorrer este camino con vosotros, para ofreceros mi sabiduría, conocimientos y experiencia, y para comprometerme a no abandonaros pase lo que pase”.
Así pues, en conclusión, si bien podemos ver amplios beneficios económicos y prácticos en el avance de la tecnología de la AI, como cristianos bíblicos estamos llamados a salvaguardar y a celebrar la centralidad de las relaciones personificadas entre los seres humanos, en particular en las funciones esenciales de atención y terapéuticas, y en nuestras familias y comunidades cristianas.
No hay sustituto para la empatía, la solidaridad y el amor humanos expresados en la mirada cara a cara de los seres humanos encarnados y en las palabras compasivas y reflexivas pronunciadas por las bocas humanas.
John Wyatt es Profesor Emérito de pediatría neonatal, ética y perinatología en el University College de Londres, e investigador superior en el Instituto Faraday de Ciencia y Religión de Cambridge.
Este documento fue publicado por primera vez por el Jubilee Centre.
Notas
[1] Toby Walsh, ‘Turing’s Red Flag’, 2015
[2] Richard Lints, “Identity and Idolatry”, IVP, 2015.
[3] Ibíd.
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