Lo que generaciones enteras construyeron con gran esfuerzo, para beneficio de muchos, queda pulverizado en poco tiempo.
Una de las peores pesadillas que vive la gente del mundo rural son los incendios. Cada año somos testigos de la devastación que producen en valiosos entornos y vitales terrenos, contándose en millones las pérdidas materiales ocasionadas, aparte de los daños que tardarán décadas en remediarse. Un voraz incendio puede acabar en cuestión de minutos con lo que ha costado toda una vida levantar. Lo más triste resulta constatar que, en muchos casos, está la mano del hombre detrás.
Pero algunos de los incendios más tristemente famosos han tenido como escenario no el mundo rural sino el urbano. En ese sentido, el incendio de Londres de 1666 devoró gran parte de la ciudad, incluida la catedral de San Pablo. La ciudad de Chicago hubo de ser reconstruida totalmente, después de que en 1871 fuera arrasada por las llamas. Mucho antes, Alejandría vio cómo su magnífica biblioteca, sede del saber del mundo antiguo, ardía en el año 48 antes de Cristo.
Pero además de los incendios físicos urbanos hay otra clase de incendios destructores, atizados por los que tienen como propósito reducir a cenizas todo lo bueno y valioso. Estos incendios también son urbanos, porque son desatados en la urbe, es decir, en la ciudad o sociedad, cuando perversas ideas sembradas en la escena pública son la mecha que va a encender una peligrosa llama, que terminará siendo una hoguera incontrolable. Los daños ocasionados son inmensos, porque el delicado equilibrio que sostiene la estructura social, al venirse abajo, acaba aplastando a los que allí se cobijaban. Lo que generaciones enteras construyeron con gran esfuerzo, para beneficio de muchos, queda pulverizado en poco tiempo, por la acción maligna de los que se deleitan en provocar el desastre.
Quienes así hacen son una peste, una calamidad, porque tensan la cuerda al máximo y con sus palabras cargadas de conflagración, encienden la contienda y buscan exacerbarla por todos los medios. No se detienen ante nada, ni les importan las consecuencias que pueda acarrear su discurso. Si están en puestos de influencia y poder, entonces su acción se convierte en una amenaza para todo el conjunto de la sociedad, porque la proyección de su demoledora labor se multiplica.
Hay un tweet de Dios sobre los incendiarios sociales y es el que dice: ‘Los hombres escarnecedores ponen la ciudad en llamas; mas los sabios apartan la ira.’ (Proverbios 29:8). La palabra que se ha traducido como escarnecedores es la misma que burladores. Pretenciosos y soberbios, tienen como divisa ir por la vida arrasando, especialmente lo más inviolable. Desafiantes y obstinados, habiendo ya desechado toda ponderación y moderación, no tienen freno ni límite, jactándose de hacer caso omiso de los semáforos en rojo que les advierten del peligroso terreno en el que se han adentrado. Los incendiarios sociales se propagan incesantemente, porque tienen una asombrosa capacidad de reproducción, pues su ejemplo es fácilmente imitable, de modo que engendran otros incendiarios sociales, los cuales, a su vez, generarán otros.
Si en una ciudad, comunidad o nación, abundan los incendiarios sociales, es fácilmente predecible lo que ocurrirá con ella. No hace falta ser profeta ni hijo de profeta para saberlo. Entre las peores maldiciones que pueden sobrevenir a cualquier colectividad, está la de tener en su seno a esta clase de personas, que son un peligro social, una desgracia pública. Hoy hay una enorme cantidad de los tales. Están en los parlamentos, en los gobiernos, en las redes sociales, en los partidos políticos, en los medios de comunicación, en las organizaciones de presión y en la calle, siendo su propósito agitarlo todo, sembrando la provocación, hasta hacer la atmósfera irrespirable, por el denso humo de la quema a discreción.
Pero este tweet de Dios tiene una segunda parte y es la que habla de los sabios. Frente a la labor de los incendiarios, la de los sabios es preservadora y libradora. Esta clase de personas, con su benéfica actuación, extinguen las arrasadoras llamas de la ira que los escarnecedores han provocado, siendo así de inmenso valor para la comunidad a la que pertenecen. Sus esfuerzos van en la buena dirección, constituyendo un factor de sustentación y cohesión, siendo la sensatez, la prudencia y el equilibrio los remedios que salvan a una sociedad de la espiral incendiaria de los pirómanos enloquecidos.
Jerusalén puede servir como prototipo de ciudad que, a lo largo de su historia, fue escenario de la acción de los incendiarios sociales y de los sabios. De muchos de sus gobernantes, que caen en la primera categoría, el resumen de su vida son las palabras: ‘Hizo lo malo ante los ojos del Señor’. De algunos de sus gobernantes, que entran en la segunda categoría, el resumen de su vida son las palabras: ‘Hizo lo recto ante los ojos del Señor.’ Los primeros pusieron la ciudad en llamas. Los segundos apartaron la ira. Que Dios nos libre de aquéllos y nos conceda éstos.
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