El reino de los cielos viene a nosotros hoy porque ya somos de los resucitados.
—No os asustéis —les dijo—. Buscáis a Jesús el nazareno, el que fue crucificado. ¡Ha resucitado! No está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron.
Marcos 16:6
Qué petición tan extraña: “Mirad el lugar donde lo pusieron”. Solo se me ocurre un instante de asombro, de incredulidad, de felicidad extrema en ese joven tan raro vestido de blanco (un ángel en toda regla, pero en ese momento solo era un tipo raro en la tumba vacía de Jesús). Mirad, mirad, es increíble, ¿verdad? Ya no está aquí.
Hace años me ponía el final de la película de La Pasión de Cristo de Mel Gibson, los últimos minutos, solo por sentir una vez más ese instante glorioso de la resurrección. La película me ponía nerviosa con todo su festival de sangre (por muy realista que fuera, y su mérito tiene), pero siempre me parecía que se detenía poco en el verdadero momento importante. La muerte de Jesús fue horrible, pero la resurrección fue tan impactante y trascendental que sus ecos siguen llegando directamente hasta hoy, hasta cada una de nuestras vidas. Somos lo que somos por esa tumba vacía.
[destacate] La resurrección afecta cómo gestionamos la angustia que genera nuestra sociedad.[/destacate]Y, sin embargo, hasta hace poco tiempo no he terminado de comprender que la resurrección de Cristo, y la nuestra propia que se nos ha anunciado, no es un hecho futuro borroso, sino una cualidad presente que cambia nuestro modo de ver la vida.
El reino de los cielos viene a nosotros hoy porque ya somos de los resucitados. “En él también fuisteis resucitados mediante la fe en el poder de Dios” (Colosenses 2:12), y es un hecho que se nos narra en pasado. No es simbólico, creo. Sencillamente, se nos escapa. Ya somos de los resucitados, aunque estemos en un momento de nuestra línea temporal en el que no hayamos resucitado aún. El modo en que todas estas realidades se solapan en el texto bíblico sin oponerse, complementándose y presentándonos un mosaico de riqueza eterna, creo que no podremos entenderlo de este lado de la eternidad.
Mi resurrección afecta a mi día a día. Mientras escribo esto los vecinos de enfrente, justo al otro lado del patio interior, se están gritando, insultando y rompiendo cosas por la casa. Me cuesta concentrarme (no es la primera vez) y siempre ando con la duda de cuándo sería el momento adecuado para llamar a la policía. Pero me ha sorprendido que lo primero que se me ha ocurrido es orar por ellos. No estoy segura de hasta qué punto se dejarán permear por mi oración, pero sí sé que en ese instante a mí se me ha quitado el miedo. Sé que nada de esto sería posible si el reino no viniera a nosotros cada día, en cada oración, esa realidad superpuesta donde Cristo gobierna y donde lo espiritual no es un concepto abstracto sino una constante con la que vivir diariamente. Mi resurrección afecta al modo en que enfrento los dilemas escolares de mi hijo, la subida del precio de los alimentos, los cambios laborales, las expectativas en nuestras relaciones. Nos llena de esperanza a pesar de la pérdida de los que amamos, y no es una esperanza hueca, sino profundamente viva. Porque aquellos que ya no están con nosotros, lo sabemos, están absoluta y literalmente vivos ahora mismo. Aunque no podamos entenderlo bien.
La resurrección afecta al modo en que gestionamos la angustia que genera vivir en nuestra sociedad. Nos hace más peregrinos que nunca, y solo a través de eso entendemos cómo somos ahora partícipes de la herencia divina, cuando a menudo nuestras vidas se diluyen en las nimiedades cotidianas y en los constantes conflictos domésticos. Pues, aun así, nuestra resurrección es una realidad. Nos podemos engañar pensando que somos tan iguales al resto de la gente, tan idénticos, que al igual que ellos no tenemos acceso a ninguna esperanza posible, ni a ningún alivio en los problemas. Pero, entonces, la realidad de nuestra resurrección llega para alumbrarnos. No es una idea, es un estado. Tenemos vida en Cristo, de todas las maneras posibles; las simbólicas, pero sobre todo las literales.
Cuando he vuelto a leer la Biblia (sobre todo el Nuevo Testamento) desde la realidad de que comparto con sus personajes y protagonistas esta resurrección, la vida ha empezado a parecerme muy diferente. Los problemas se han vuelto menos persistentes, y el amor tiene otra textura. La ansiedad, la angustia, la tristeza, ya no perduran, y tienden a diluirse.
Aunque solo sea de primeras como un juego, o un ejercicio mental, os invito a todos a intentarlo: a observar vuestro día a día bajo la promesa bíblica de que no solo resucitaremos algún día con Cristo, sino que ya somos de los resucitados.
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