Cuando sabemos que algo no está bien, nos escondemos.
Ya han pasado muchos años, pero nadie puede olvidar el impacto que significó para la historia del atletismo mundial el positivo de Ben Johnson en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Aquel problema de dopaje del corredor canadiense marcó un antes y un después en la memoria de los aficionados. Lo que siempre me impresionó fue la manera en la que el propio Ben Johnson reaccionó a su victoria antes de que se hubiese descubierto absolutamente nada ilegal. Después de la final de los cien metros, el segundo clasificado (y su gran rival) Carl Lewis vino a felicitarle, pero Ben no quiso corresponderle. Solo cuando los fotógrafos «obligaron» a tomar la instantánea de los dos dándose la mano, Ben asintió. Más tarde se supo que Ben Johnson había tardado mucho tiempo en orinar para obtener la muestra que le condenaría por dopaje. A pesar de la victoria, algo andaba mal en su conciencia.
No podemos juzgar al atleta, porque todos hacemos lo mismo: cuando sabemos que algo no está bien, nos escondemos. No nos gusta ser descubiertos, tampoco que nos corrijan, y mucho menos cargar con la culpa de que hemos hecho algo mal. Ese es uno de nuestros mayores errores. Deberíamos recordar que absolutamente nada en esta vida puede ir mejor si no se corrige lo que va mal. Así de sencillo.
La Biblia dice: «Bienaventurado el hombre a quien corriges, Señor, y lo instruyes en tu ley» (Salmo 94:12). Puede que a muchos no les guste que les señalen sus faltas, pero si siguen por ese camino jamás podrán avanzar y jamás podrán ser felices. El que no se equivoca nunca, además de vivir en otro mundo (el de los imposibles) a la larga recibirá el castigo a su necedad. ¡Y su conciencia siempre le acusará!
A veces pasamos por circunstancias en nuestra vida que nos duelen. Nos equivocamos y somos descubiertos. Hacemos algo errado y sufrimos las consecuencias. Oramos y le decimos a Dios que no es justo, y que él debería cuidarnos... sin darnos cuenta de que ya lo está haciendo, porque permite algunas situaciones difíciles para enseñarnos y que no volvamos a caer.
De la misma manera que nosotros corregimos a nuestros hijos, ¡precisamente porque los amamos!, Dios nos corrige y busca lo mejor para nosotros. En la base de todo está su amor. En las consecuencias de la corrección, nuestra felicidad. Porque cuando Dios nos disciplina reconocemos que le importamos, que vive pendiente de nosotros. Aprendemos que él nos ama no solo con su amor universal (Dios es amor) sino con el cariño particular del Padre que se preocupa por cada uno de sus hijos. Por eso somos felices. No tenemos nada que esconder ni necesitamos vivir aparentando; sabemos que Dios nos ama y nos enseña.
A nadie le gusta equivocarse, aun así, todos lo hacemos de vez en cuando. ¡Deja de pensar que eres perfecto! A nadie le gusta que lo corrijan. Pero si las circunstancias que hemos pasado nos enseñan a rectificar y a vivir de una forma diferente en el futuro, ¡vale la pena! Si nuestros errores han servido para venir a la presencia de nuestro Padre para buscar perdón y sabiduría... estamos aprendiendo a ser felices.
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