Mi ilusión está en agradarte

Feliz el hombre y la mujer

que no siguen el consejo de los malvados,

ni van por el camino de los pecadores,

ni hacen causa común con los que se burlan de Dios,

sino que ponen su amor en la ley del Señor,

y en ella meditan noche y día.

Son como un árbol

plantado a la orilla de un río,

que da su fruto a su tiempo

y jamás se marchitan sus hojas.

¡Todo lo que hacen les sale bien!

Salmo 1, 1-3

Señor, una vez más abro mi corazón para decirte que, aunque no tengo las fuerzas suficientes, mi ilusión está en agradarte.

Cuánto me gustaría ser la mujer perfecta, consciente en todo momento de lo que a mi alrededor sucede y huir cuando se tramen oscuros asuntos. 

Quisiera saber afrontar con gracia y valentía los conflictos. Eludir con arte los corrillos donde se critiquen a los inocentes. Desoír con entereza a los que hablen mal de tu nombre.

Cuánto me gustaría, Señor, saber de antemano si la persona con la que voy a tratar o voy a compartir alguna cosa es perniciosa para poder así apartarme. ¡Tengo tantas carencias! ¡Te necesito tanto!

Deseo que en ti esté mi alegría siempre. 

Si de noche me despierto, Señor, que seas tú lo primero que se me venga a la mente y a la boca, y de día no te olvide.

Quiero ser la mujer bienaventurada que tiene sus raíces bien sumergidas en el caudaloso río de tus sabias enseñanzas. 

Quiero esponjarme de ti. 

Aunque tu sabiduría fluya y corra río abajo y no pueda abarcarla de tanta y de tan grande, al menos retener un poco. Sólo con esa pequeña porción, el árbol de mi ser, sabría rebosar con los frutos de tu gracia en todas mis ramas. Frutos que tú protegerías entre mis hojas con esmero hasta que madurasen.

Señor, ¡cuánto daría porque todo me saliese bien!