Los padres tienen que librar batallas por sus hijos en un momento en el que ellos aún no conocen la profundidad e implicaciones de las mismas.
Por Pablo Losa Uría.
Hace más de 40 años yo estaba cursando los primeros años de EGB. Un día, no recuerdo exactamente el curso, pero probablemente fue 2º ó 3º, escuché de mi maestro por primera vez que los humanos “descendemos del mono”. Aquelló no me dejó indiferente y entonces llegué a casa y se lo dije a mi madre. Hoy más que nunca esto es algo que todos los niños deberían hacer con sus padres, y todos los padres cristianos deberían hacer: buscar el tiempo para hablar de lo enseñado a su hijo en clase en cualquier materia, contrastarlo con la Escritura y en caso necesario inculcar la verdad bíblica al respecto (Génesis 18:19; Deuteronomio 6)
El caso es que aquello impulsó a mi madre a hacer algo que yo no esperaba, y creo que ni yo deseaba. Pero mi madre, a pesar de que era una mujer sin muchas letras y apenas sabría desmentir el concepto de evolución, pero diez veces más valiente que yo, no se lo pensó y fue al día siguiente a citarse con el maestro y decirle que jamás volviera a enseñarle a su hijo que el ser humano “viene del mono” y que en cualquier caso su hijo sería educado en el hogar en la idea de que el ser humano ha sido creado personalmente por Dios. El profesor rechazó de plano la petición, como era previsible, pero ello causó mayor indignación en mi madre, que acabó apelando a la libertad individual de los padres igual a la del profesor para identificarse con quien quisiera al verse en el espejo (lucía una espesa barba).
Mi madre estaba librando en aquel momento una batalla espiritual por su hijo que yo no comprendía en aquel momento y eso lo hizo aún sin que ella pudiera imaginar de ninguna manera que su hijo llegaría a ser biólogo. Partió con su Señor en mi último año de EGB, pero lo que ella le dijo aquel día a aquel profesor, aunque no sirvió mucho para el profesor, sí fue extraordinariamente útil para mí. Eso unido a la causa de su muerte, una leucemia apenas conocida, fue lo que realmente me impulsó definitivamente aquel año de su muerte a decidir estudiar en lo que finalmente me gradué, biología fundamental / bioquímica y a trabajar varios años en un laboratorio de investigación de ese área del conocimiento. Aunque ella hubiera llegado a mi edad adulta, no me imagino a mi madre yendo a hablar del tema de la evolución con cada profesor de instituto y universidad: tampoco hubiera hecho falta. La semilla que plantó aquel día de mi temprana EGB ya había crecido en mí llegado el momento necesario y me hizo inmune, aunque no irracional, sobre todo lo que me enseñarían del tema. La convicción de mi madre pesaba para mí más que la de 1000 biólogos evolucionistas, antes de que yo llegara a comprender por mi mismo en la facultad la falacia de la teoría de la evolución manifestada en sus múltiples lagunas explicativas en varias disciplinas biológicas.
Hoy sé que mi madre era una gran teóloga, aunque ella no sabía lo que era la teología, porque, ya que como publicaba hace poco el teólogo José Hutter, “Teólogo no sólo es el que lleva un título más o menos académico sino cualquier persona que enseña (la Biblia), aunque sea a sus propios hijos” (¿Qué pasó con la teología?, en Protestante Digital). Gracias a aquello supe que su teología, y la mía cuando la adquiriera, tenía que ser más importante para mí que toda la biología que llegara a aprender. Y hoy donde mi biología y mi teología bíblica chocan, la teología prevalece, y es lo que trato de enseñarle a mi hija.
Y antes de que llegara el pin parental a ninguna región en España, hace ya unos años, este hijo de esa mujer valiente, cuando fue la nieta de la primera la que llegó al instituto de educación secundaria en plena aparición del fenómeno LGTBI, al decir esta un día en casa que les iba a venir a clase alguien de ese colectivo a enseñar algo sobre diversidad sexual, sus padres escribieron al director del centro diciéndole que su hija se ausentaría sistemáticamente de cualquier clase sobre el tema, no porque no tuvieran interés en que su hija no conociera el tema, y no por ninguna animadversión hacia las personas de ese colectivo, sino porque su interés es que conociera esa realidad desde la perspectiva de sus padres, y que estarían encantados de explicarle en una entrevista el motivo de esa decisión. No recibimos contestación pero mi hija se ausentó de esas clases sin que se nos pidieran más explicaciones. Como me enseñó un amigo hace tiempo “no hay peor gestión que la que no se hace”.
[destacate]La batalla de la que hablamos viene de lejos, y no es política o ideológica, sino espiritual[/destacate] Mientras la ideología de género enseña la diversidad sexual desde la L a la I (LGTBI), aunque las letras del acróstico no dejan de añadirse cada poco, en casa se enseña la antropología en todas sus manifestaciones desde la G hasta la A (Génesis - Apocalipsis). Eso no impide que mi hija no sienta ningún rechazo por sus profesores o compañeros cualquiera que sea su identidad o atracción sexual, porque ha sido enseñada a amar a todos, y no rechazar a nadie, como Dios lo hace, y tal como ella ya ha experimentado personalmente. No, no asistir a determinadas clases no le convierte a un niño necesariamente en un individuo intolerante, racista u homofóbico, como algunos tratan de argumentar.
Es mi convicción que los padres tienen que librar batallas por sus hijos en un momento en el que ellos aún no conocen la profundidad e implicaciones de las mismas. La batalla de la que hablamos estos días ya viene de lejos, y no es política, o ideológica de derecha o izquierda, sino espiritual.
Gracias a Dios porque siempre hubo madres y padres valientes, dispuestos a pelear y porque siempre Él ha tenido a personas dispuestas a no doblar sus rodillas como en tiempos de Elías y personas como los hijos de Isacar (1º Crónicas 12.32 BTX: “doscientos principales, duchos en discernir los tiempos, y que sabían lo que Israel debía hacer, cuyo dicho seguían todos sus hermanos”).
A Dios sea toda la gloria, que ya la tiene con Él desde hace 35 años. De otra manera se hubiera afligido mucho como Lot viendo cómo está el mundo (2 Pedro 2:7). Pronto le daré las gracias por tantas cosas que hizo antes de irse pero que aprendí a valorar después de que se fuera.
Pablo Losa Uría (Oviedo) es biólogo y bioquímico.
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