Texto compartido con motivo del Día de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.
La libertad es la madre de la virtud y si por su misma constitución las mujeres son esclavas y no se les permite respirar el aire vigoroso de la libertad, deben languidecer por siempre y ser consideradas como exóticas y hermosas imperfecciones de la naturaleza.
Mary Wollstonecraft (Vindicación de los derechos de la mujer)
Yo fui un maltratador y un sinvergüenza, lo confieso. Lo fui durante años hasta que conocía a Elisaveta, la mujer con la que tengo una hija de apenas tres años. Cuando miro a mi pequeña, cuando la contemplo, veo en ella la perfección más absoluta que trae consigo la magia de la vida y me arrepiento de haber sido el hombre que fui.
Sé que me enseñaron mal una lección que yo aprendí muy bien. Mis maestros fueron torpemente instruidos por los hombres y mujeres que les precedieron. Digo bien al admitir que hay mujeres que viven y transmiten esta condena hacia ellas mismas. La herencia recibida es muy dura. El machismo habita en mí desde mis más lejanos recuerdos.
Todo a mi alrededor se enfocaba en la preeminencia del hombre. Lo que no entiendo, y esto lo digo ahora que he cambiado, es la atroz sumisión de las mujeres que me rodean. Cuando cumplí los doce años, por razones económicas mis abuelos maternos vinieron a vivir a casa con nosotros. Mi abuela estaba completamente sometida a él. Ni rechistar podía, y no rechistaba. Mi madre, criada a los pechos de sus métodos, seguía su mismo ejemplo. A aguantar toca, decía cuando mi padre se portaba mal con ella. Si tenía que llorar lo hacía a escondidas sin quejarse. Lo asumía igual que se asume un día de tormenta que se hace presente y contra la que no se puede hacer nada, solo conformarse y esperar a que pase, arreglar después los desperfectos y dejarlo todo lo más parecido a como estaba.
Entre mi hermana y yo existía un gran abismo. Ella era la servidora de todos, junto con mi madre y mi abuela. Ellas a un lado. En el otro lado estábamos mi abuelo, mi padre y yo. Los tres reyes magos que habitaban la casa todo el año sin tener que esperar a ejercer la magia de la Navidad. Éramos los mandamases, los que se aprovechaban de la esclavitud de las mujeres que nos querían, nos cuidaban y que, dadas las circunstancias, darían su vida por salvar las nuestras.
A veces hablo con Elisaveta de este tema que, aunque pertenece al pasado, no está muerto del todo, pues considero que el maltrato es una adicción que se rebela cada vez que nota que va a ser extinguida. La experiencia de mi esposa es distinta a la que han tenido las mujeres de mi entorno. Ella ha reconducido mis enseñanzas. Le agradezco la paciencia que tiene y la fuerza para decirme que no cuando no está de acuerdo en algo.
Cuando hablo del machismo incluyo en él el maltrato, claro está. Van siempre de la mano. He visto mucho malo, no sólo en casa sino en todo lo que me rodeaba. Y lo peor es que lo que ocurría lo veía como algo tan normal que ni reparaba en ello. No quiero excusarme con esto, es que el desconocimiento por mi parte era total. Pensaba que todo daño estaba justificado, que tenía un por qué. La verdad es que me avergüenzo. Me avergüenzo de mí y de todos los que no tratan a las mujeres con la misma dignidad y respeto con la que quieren ser tratados.
Hay veces que cambio de canal para no ver los sucesos, todavía siento cobardía para afrontar la realidad que sigue flotando en muchos hogares aunque ya sea fuera del mío.
Jamás permitiría que a mi niña la trataran mal, ya sea alguien de la familia o de fuera. Ella y Elisaveta son las benditas culpables de que se me hayan abierto los ojos. Lo son todo para mí. Gracias a ellas mi vida ha dado un giro positivo.
Trato de no castigarme más por las cosas que hice y no tienen remedio. Para seguir por buen camino necesito perdonarme. Quiero centrarme en el alivio que siento cada vez que aprendo a avanzar en la igualdad, aunque sea hoy un poco, quizá mañana será mucho. La satisfacción que me produce no tiene nombre. Es algo indescriptible.
Los que me conocen de antes me tachan de calzonazos. Me dicen que mi mujer me tiene dominado. Pues mire usted, la igualdad no tiene nada que ver con los calzones ni con las faldas. La igualdad consiste en el respeto, desde mi sexo, hacia la otra persona que es tan diferente a mí y al mismo tiempo tan igual, y mi vida no la cambio por la de nadie. Esto es lo que les contesto
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