Los cristianos creemos que nuestro lenguaje espiritual puede ocultar la realidad de lo que somos, cuando la Palabra de Verdad descubre nuestra impostura.
Las apariencias engañan. Uno cree conocer a alguien, hasta que de repente, descubre una doble vida, que nunca había imaginado. Todos tenemos secretos, cosas que mantenemos ocultas. Un día saldrán a la luz, pero mientras tanto, permanecen cubiertas por un manto de falsedad y simulaciones. Las últimas novelas de Javier Marías –Berta Isla y Así empieza lo malo, que aparecen ahora en edición DeBolsillo– se preguntan si será mejor vivir bajo la mentira, que enfrentarse a la incapacidad del ser humano para perdonar.
¿Qué pasaría si dijéramos todo? Francamente, la vida sería un infierno. La literatura tiene esa capacidad para introducirse en nuestra mente y desvelar nuestros pensamientos. Lo que la mayoría encuentra reiterativo en autores como Javier Marías, hace que algunos nos reconozcamos en las vueltas y revueltas que da nuestra cabeza, lo que no decimos y callamos.
La mayor parte de la gente que conozco no aguanta una obra de Marías. Les resultan incomprensibles sus obsesiones e insufrible la reiteración de los pensamientos de sus personajes. Yo no sé por qué, pero tengo una extraña debilidad por él. Basta que abra la primera página de un libro como Berta Isla y no puedo dejar de leerlo.
Esta historia de amor y espionaje habla de los secretos, como suele ser habitual en Marías, aquello que no decimos y callamos. En esta ocasión trasladado a la vivencia interior de un matrimonio donde los esposos resultan unos extraños, el uno para el otro. Muestra la opacidad por la que nunca podemos estar seguros de lo que el otro piensa y quién realmente es.
AQUELLOS AÑOS 80
Hay autores con los que uno tiene una relación especial. Ya no lee sus libros por su valor literario, sino que hay un vínculo afectivo, por el que ya no puede analizar sus obras, por su valor específico, sino que te sirven de entrada a un mundo tan personal, como el de tu propia memoria. Ese es mi caso, con la que ahora llaman la generación de los 80, que incluye escritores como Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, o Javier Cercas, cuyos últimos títulos nos llevan a la época que en España llamamos de la Transición.
Aquellos años veía a Javier Marías en el autobús que me llevaba por la tarde a la Facultad de Filología de la Universidad Complutense, donde él enseñaba teoría de la traducción, al venir de Venecia y volver a vivir con su padre, el filósofo Julián Marías. Yo hacía entonces, un curso de neerlandés por las tardes, después de intentar compatibilizar el alemán con mis estudios de Periodismo. Como ninguno de los dos hemos aprendido a conducir –siguiendo la tradición familiar, supongo, ya que tampoco lo hacían nuestros padres–, íbamos en un autobús que salía cerca de nuestra calle –él vivía en la parte que se llama Vallehermoso, yo en la de Amaniel–.
Es imposible concebir al narrador de esta historia, sin pensar en “el joven Marías”, como le llamaba Juan Benet, cuando Javier empezó a escribir a los 17 años. La relación del protagonista (Juan De Vere) con el matrimonio de un director de cine (Eduardo Muriel y Beatriz Noguera), recuerda, por una parte, al ingeniero anglófilo que cambió la literatura española del siglo XX –Benet, según Marías–, como al tiempo que pasó con su tío Jess en París –el hermano de su madre, que se dedicaba a hacer películas pornográficas y de terror, junto a su compañera, Lina Romay–. Esta es una novela de iniciación, lo que los alemanes llaman bildungsroman, un relato de formación y aprendizaje en la vida.
LA ESPAÑA DE LA TRANSICIÓN
A principios de los años 80, España estaba todavía en transición a la democracia. Se renuncia a la memoria de la guerra y se inician una serie de cambios que traerán leyes como la del divorcio –promovida por la UCD de Fernández Ordóñez–. La historia de este desdichado matrimonio, es incomprensible sin saber que antes, uno se casaba para siempre. Esto lo cuenta, además, un soltero como Javier Marías, pero hijo de un matrimonio muy unido, como era el de sus padres –aunque ella muriera tan joven–.
La Transición fue una época de “chaqueteo”, cuando franquistas de toda la vida, se presentaban como demócratas. Hasta el punto de que algunos que habían delatado a otros, por no ser suficientemente afectos al régimen, se congratulaban por el final de la dictadura, presumiendo de ideas liberales –caso de Cela–. Mientras que el padre de Javier era despreciado como alguien de derechas, cuando Franco lo había metido en la cárcel, por una falsa acusación, que hizo que fuera represaliado como republicano. Por eso, cuando rechazó el Premio Nacional de Narrativa en 2012, el autor de “Los enamoramientos” dijo: “Si mi padre no había merecido un Premio Nacional, yo tampoco”.
El pediatra Van Vechten oculta así, su ominosa conducta durante el franquismo, pretendiendo haber ayudado a las víctimas de la dictadura. La reconversión acelerada de múltiples biografías no sólo logra ocultar la historia pasada, ante el dictado peaje del silencio, sino que reinventa supuestas heroicidades antifranquistas. Así Javier Cercas se pregunta en El Impostor, cómo Enric Marco no sólo pretendió ser superviviente de un campo de concentración nazi, sino que llegó a ser secretario general del sindicato anarquista de la CNT, a finales de los 70, cuando no movió un dedo contra la dictadura. El país entero, parecía haberse instalado en la impostura.
¿MENTIMOS, MÁS QUE HABLAMOS?
Si la Transición se basa en la ocultación y la mentira, es porque nuestras vidas se sustentan sobre al autoengaño de una falsedad tantas veces repetida, que nos acaba pareciendo cierta. Lo que un escritor como Cercas descubre, es que “la ficción salva, pero la realidad condena”. Es como si “necesitáramos la ficción para seguir viviendo”. Puesto que “aquí todo el mundo se inventó un pasado antifranquista”, como Marco, “para soportarse”. Ya que “él es de algún modo lo que somos todos”.
Historias como la de El impostor, nos hablan de “nuestra insaciable y humillante necesidad de ser queridos, aceptados, admirados”, dice Cercas. “Habla de que todos somos un poco actores”, puesto que “todos somos novelistas de nosotros mismos”. Mentimos, más que hablamos, como dice el dicho popular. “Y ofrecemos a los demás una imagen que no siempre es la verdadera”. El problema es que “al final, hay que afrontar la verdad”.
Cuando Muñoz Molina intenta entender al asesino de Martin Luther King, vuelve a la Lisboa de los años 80, donde no sólo estuvo el criminal que protagoniza su novela Como la sombra que se va, sino también él, cuando escribía el libro de Invierno en Lisboa. Y lo que descubre es su propia culpa, las mentiras a su mujer y la distancia de su hijo recién nacido, buscando huir de una realidad que le resultaba anodina, el peso de una carga familiar, que le lleva a desear una vida distinta.
Se identifica así, Molina con el propio King y su amante furtiva, Georgia Davis, que le sigue de ciudad en ciudad y está también con él, la última noche, en el Lorraine Motel. Algo que los cristianos preferimos no escuchar, porque la honestidad de estos libros contrasta con nuestras pretensiones de creernos mejores que los demás, libres de toda infidelidad. Creemos que nuestro lenguaje espiritual puede ocultar la realidad de lo que somos, cuando la Palabra de Verdad descubre nuestra impostura.
¿A QUIEN PRETENDEMOS ENGAÑAR?
La ley de Dios es como un espejo (Santiago 1:23), que pone en evidencia lo que somos. La tentación es rehuir la mirada y pretender que no somos tan malos como otros, pero ante los ojos de Dios, todos somos declarados faltos (Romanos 3:20). A Él, no le podemos engañar. Sabe la realidad de lo que hacemos, pensamos y decimos…
La desgraciada pareja de la novela de Marías oculta un pasado que no puede borrarse, aunque no haya llegado a emerger públicamente. Como en la vida misma, todo comienza con un interés que inmediatamente te atrapa, para entrar en una monotonía reiterativa, pero como en la literatura de Cercas, el final está lleno de sorpresas.
Cuando el relato se ha vuelto predecible, lleno de diálogos vacíos y cuestiones intrascendentes, aparece la verdad. La verdad que está secuestrada por intereses espurios, la oculta por razones legítimas de protección, pero también la callada por la prudencia de los efectos que supondría revelarla. Y el rencor que desata no haberla sabido antes.
Dice Jesús que “no hay nada oculto que no haya de ser manifiesto, ni secreto que no haya de ser conocido y salga a la luz” (Lucas 8:17). Estas son novelas sobre la verdad y la mentira, los secretos y sus desvelos, el dilema entre saberlos y descubrirlos, o saberlos y callarlos. Tratan sobre el temor de que nuestra vida sea destrozada por esos secretos, que a la mínima oportunidad se pueden convertir en seísmos devastadores.
EL QUE TODO LO VE
¿Somos lo que decimos? ¿Por qué hacemos lo que hacemos? La Biblia dice que “Dios traerá toda obra a juicio, junto con todo lo oculto, sea bueno o sea malo, dice el Predicador (Eclesiastés 12:14). El sabe lo que hay en nuestros corazones (1 Samuel 16:7) y escucha todas nuestras palabras (Mateo 12:36). Oye y ve todo. No estamos solos con nuestros secretos.
El Autor de la vida nos conoce mejor que nos conocemos a nosotros mismos. A Él no le podemos engañar. Sabe la realidad de nuestra vida. Y es por eso por lo que sólo Él puede juzgarnos justamente. Algunos creyentes, sin embargo, piensan que tienen el absurdo cometido de discernir quiénes podrán pasar ese juicio, según los frutos y evidencias que ellos creen poder ver por su mera apariencia externa. Ciertamente la ignorancia es atrevida. Necesitamos ser más humildes y reconocer que “el Señor conoce a los suyos” (2 Timoteo 2:19).
“Hay muchas cosas en la vida que no quiero poner bajo los ojos de Cristo –dice Sproul–. Aunque sé que, para Él, nada está oculto. Él me conoce mejor que mi mujer. Y, sin embargo, me ama. Es lo más maravilloso de la gracia de Dios. Una cosa sería que nos amara, si le podemos hacer creer que somos mejores de lo que somos, pero a Él no le podemos engañar. Sabe todo lo que se puede saber de nosotros, incluso aquello que destruiría nuestra reputación. Conoce en detalle y al momento, cada esqueleto que guardamos en el armario. Y, sin embargo, nos ama.”
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