Texto publicado por primera vez en enero de 2006.
Cuando a través de este medio me dirijo a un personaje más o menos popular, suelo identificarlo con unas breves pinceladas biográficas. Si yo escribiera sólo para España, en su caso no haría falta tal introducción, porque es usted una figura nacional. Pero mis libros llegan también a países de Hispanoamérica.
Su actividad política se inició en 1970 como militante del Partido Socialista de Liberación Nacional.
En 1987 comenzó su carrera dentro de las filas de Esquerra Republicana de Catalunya. En noviembre de 1996 fue usted elegido secretario general de dicho partido, que nunca tuvo muchos seguidores. Pero en las elecciones generales de marzo de 2004 la situación cambió. Su formación política obtuvo 636.810 votos, nada comparable, claro está, con los diez millones de votos, pocos más o menos, que beneficiaron a cada uno de los dos grandes partidos nacionales, el Socialista y el Popular. Estos votos aseguraron a su partido ocho escaños en el Congreso de los Diputados.
En mayo de 2005 visitó usted Jerusalén en compañía de otros líderes políticos catalanes, entre ellos el presidente de la Generalitat de Cataluña, el socialista Pascual Margall. En uno de esos puestos callejeros que comercian con símbolos del Cristianismo, magistralmente descritos y denunciados por José María Gironella en su libro sobre la llamada Tierra Santa, compró usted una burda corona y se la estampó sobre la cabeza, a imitación de la que clavaron en la del Hijo de Dios hace más de dos mil años. La imagen debió resultar de tanta gracia, que Maragall corrió a la tienda más cercana, compró una máquina de fotografiar barata, de las de usar y tirar, e inmortalizó la farsa.
Días después la desdichada fotografía fue publicada en casi todos los diarios de España. Si el grupo de turistas constaba sólo de tres personas, Maragall, Antonio Castells y usted, ¿quién reveló los negativos? ¿Quién mandó la fotografía a los periódicos? ¿Con qué objeto?
En la fecha indicada yo estaba fuera de España. Tuve conocimiento del incidente, pero no vi el daguerrotipo. En estos días los periódicos han vuelto a publicarlo.
Lo tengo ante mí cuando escribo. A la vista del retrato pienso si Mariano Rajoy no se equivocó de personaje cuando llamó al presidente "bobo solemne". Aquí está usted, camisa blanca sin corbata, chaqueta negra, boca abierta y sonriente bajo el bigote blancuzco, sujetando con una mano la burlesca corona sobre la calva que anuncia un pronto pase a la reserva.
¡Qué imagen, señor Rovira! Usted sabe bien dónde termina lo sublime y dónde empieza lo ridículo. ¿Cree usted que esa estampa es propia de un hombre de 54 años? Ese simulacro blasfemo, ¿se ajusta a una persona como usted, licenciado en filología, miembro del Parlamento de Cataluña, secretario general de la cuarta formación política en España? Decía Azorín que la dignidad humana no reside en lo que somos, sino en lo que hacemos. Hoy mismo (22 de enero de 2006) leo en El País el artículo semanal de Manuel Vicent. Afirma el periodista valenciano que es preciso "realizar cada momento un gran esfuerzo para no deslizarse por esa suave pendiente que lleva de forma natural hacia la estupidez y la ignominia".
A raíz del escándalo de la fotografía, la Asociación Duran y Bas, Juristas Cristianos, presentó una denuncia contra usted ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. La Fiscalía dictaminó que ni dicho Tribunal era competente para juzgar el caso ni los hechos eran constitutivos de infracción penal. Ahora, el Tribunal Supremo ha determinado que la escena de la corona es "Potencialmente relevante" como delito y cree que el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña debe reabrir el caso.
La parte acusadora, la Asociación de Juristas Cristianos, atribuía a usted y a sus acompañantes un delito tipificado en el artículo 525.1 del Código Penal, que sanciona con pena de multa a los que "para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente (.) escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes la profesan o la practican."
Y eso es lo que ha hecho usted, señor Rovira, con su juego absurdo: ofender a quienes profesamos la fe cristiana y adoramos a Jesús de Nazaret.
¿Qué ocurriría si una mujer musulmana de visita en la abadía de Monserrat colocara el velo típico de su religión sobre la cabeza de la imagen de la Virgen Moreneta? ¿O si un hebreo coronara al Cristo de Balaguer con el Kipá con el que suele cubrirse durante la ceremonia en la sinagoga? Tal vez usted ni se inmutaría, porque más de una vez se ha declarado agnóstico, pero Cataluña herviría de indignación. Y con razón. Pues sepa usted, Josép-Lluís Carod-Rovira, que su payasada resulta insultante para nosotros los cristianos. Y que se ha mofado del Ser divino ante quien se han inclinado los grandes conductores del pensamiento a lo largo de veinte siglos.
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