Texto escrito originalmente en enero de 2006.
Fui seguidor de los artículos que escribía su padre, Vicente Verdú, y de algunos de sus libros. Ahora le leo a usted. Aunque le reconozco méritos suficientes para estar en el lugar que ocupa, quiero suponer que la influencia de su padre tendría algo que ver con su entrada en el grupo Prisa. Ahora, con 31 años, está usted afianzado en Canal Plus y en el periódico cabecera de la casa. Además, ha escrito usted tres libros y ganado un premio de poesía. Buen currículo para un hombre de su edad.
El martes 27 de diciembre escribió usted un artículo en el diario El País sobre el tema de la Navidad. El título, Nos gusta ¿y qué?, me indujo a creer que a usted le gustaba la Navidad cristiana, la de Cristo, y que defendía el derecho a expresar su deleite.
Me equivoqué, señor Verdú.
Lo que a usted gusta de la Navidad, según su escrito, es como a tantos millones de españoles, el carnaval a que ha quedado reducido el más glorioso acontecimiento que han presenciado los siglos.
Su mirada sólo ve un lado de las cosas: el brillo humano. Su escrito reduce la Navidad –cito sus propias frases- a los adornos de la Castellana, los anuncios de perfume, las ofertas de El Corte Inglés, Papá Noel y el marisco, las cenas de trabajo y otras satisfacciones materiales, los chistes del cuñado de Palencia, comer bien, consumir en los centros comerciales, intentar el beso imposible jaleado por la barra libre. Su vecino de página, Moncho Alpuente, añade a todo esto la operación Gran Belén, auspiciada por la presidenta de la comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y por el alcalde de la capital, Alberto Ruiz Gallardón. Otro colega suyo y mío –también yo soy periodista-, Ricardo Cantalapiedra, en la nómina del mismo periódico, agranda su lista y la de Moncho Alpuente. Denuncia la burra cargada de chocolates, la felicidad fingida, los abrazos traperos entre individuos que se odian de corazón. Cantalapiedra dispara su disgusto interior y regaña a la sociedad advirtiéndole que esa Navidad española es una fiesta obscena, pagana. Dice que si esto es el portal de Belén que venga Dios y lo vea.
Es claro que Dios lo ve. Pero ¿por qué no lo ven ustedes como lo ve Dios? En su caso, señor Verdú, usted se detiene en el adorno de la Navidad mundana y pagana. ¿Cree usted que la Navidad es eso? ¿Por qué no se toma el tiempo debido y profundiza en el sentido auténtico de la Navidad?
La Navidad tiene otras lecturas. Cuando después de una larga introducción Ernesto Renán escribe el primer capítulo de su veinte veces famoso libro Vida de Jesús, él, que dio un tremendo salto de la fe sacerdotal al racionalismo materialista, confiesa que entre los acontecimientos más importantes de la historia del mundo destaca la Encarnación del Hijo de Dios. La Navidad.
Pero este acontecimiento no ocurre de forma repentina, es el resultado de un proceso que se desarrolla en el tiempo. La primera profecía sobre la Encarnación del Hijo la encontramos en el capítulo tres del Génesis, unos 1.700 años antes de que tuviera lugar. La descendencia de la mujer, Cristo, aplastaría la cabeza de la serpiente, el Diablo.
Pasan los siglos. Mil años antes de la Encarnación, el tercer rey de Israel, Salomón, intuye el acontecimiento y exclama atónito: “¿Es verdad que Dios habitará con el hombre en la tierra?” Lo que Salomón vislumbra, el profeta Isaías lo desea ardientemente cuatrocientos años después, en un grito de impaciencia: “¡Oh si rompieras los cielos y descendieras!”.
Este encadenamiento profético culmina en dos declaraciones del Nuevo Testamento. Una de san Pablo: “Venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer”.
San Pablo se refiere al tiempo profético, hecho que apoya el autor de la Epístola a los Hebreos: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros tiempos nos ha hablado por el Hijo”.
Sé bien, señor Verdú, que un periodista, en una columna más veleidosa que trascendente, no puede escribir como un teólogo ni comentar la Biblia de arriba abajo, pero bueno sería tener en cuenta esta lectura profética de la Navidad para encuadrar correctamente el tema.
La Navidad tiene una segunda lectura, la histórica, la más conocida, la más profanada, la más adulterada: El anuncio del ángel a la Virgen María, el embarazo, las dudas de José, el viaje a Belén, el nacimiento del Niño, los pastores, la estrella, la visita de los magos, la orden de Herodes, el destierro a Egipto y demás. Esta Navidad que describen dos de los cuatro evangelistas está hoy totalmente desvirtuada. Y parte de culpa corresponde a los medios de comunicación, que no denuncian la farsa, antes bien, la arropan.
Una tercera lectura de la Navidad, la más profunda, la que menos se considera, es la teológica. La expone San Juan en el primer capítulo del Evangelio que escribe. Dice que “en el principio era el Verbo, –la Palabra- aquél Verbo se hizo carne, habitó entre nosotros y vimos su gloria”.
Aquí encaramos el primero y el más grande misterio de la fe cristiana. El Verbo era Dios, explica San Juan. Pero ¿quién es Dios? ¿Dónde estaba antes de los tiempos? ¿De dónde salió? ¿Qué había antes de Dios? ¿Cuándo principió el principio? Si le contemplamos por vez primera en su acción creadora y poco después hablando con Adán y Eva ¿en qué idioma se expresaba? ¿Por qué decidió encarnarse en figura humana y adoptar cuerpo de hombre?
¿Cree usted, Eduardo Verdú, que al celebrar la Navidad la gente se hace estas preguntas? ¡Demasiado profundas! Cuesta menos llenar el vientre de algarrobas. Sin embargo, la unión de la Divinidad y la humanidad en la persona del Niño que nace en el pesebre es el eje central del Cristianismo, la única llave que abre las puertas de la Historia.
Todavía hay una cuarta lectura de la Navidad, los motivos de la Encarnación. Cristo no vino al mundo para que todos los años por las mismas fechas celebremos una fiesta obscena, pagana, hedonista, como acertadamente denuncian Cantalapiedra, Alpuente y usted mismo. Cristo vino, como apunta el escritor valenciano afincado en Cataluña, Roberto Velert, para sanar las heridas del corazón, para apagar el fuego del odio y del rencor, para mostrarnos el camino del amor. Vino para tender un puente de comunicación entre Dios y nosotros, para abrirnos las puertas de la eternidad y señalarnos la senda que conduce a la presencia del Padre.
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