De tanto alzar banderines tenía las palmas de las manos llenas de ampollas, pero no le importaba. Cambiaba de opinión tan a capricho como varían los vientos.
Supongamos que el personaje de esta historia, por aquello de los premios, se llamaba Oscar y de apellido pongámosle... Enarbolado. Estimemos también que se dedicaba a izar todas las banderas que encontraba a su paso. Podríamos añadir que, cuando era necesario, procuraba no dar la cara, aunque sí tenía rostro, mucho rostro.
Ya que a este protagonista, ficticio al cien por cien, le hemos puesto nombre y algunas características, digamos, para continuar con la ilustración de su persona, que solía ir de aquí para allá vendiéndose al mejor postor. Cuando se le presentaba la ocasión, quemaba el emblema de turno y se agarraba, como a un clavo ardiendo, a la nueva propuesta que se le presentaba ante sus narices.
De tanto alzar banderines tenía las palmas de las manos llenas de ampollas, pero no le importaba. Cambiaba de opinión tan a capricho como varían los vientos.
Oscar Enarbolado era, unas veces, causa de risa, otras de vergüenza y la mayoría producía decepción para los que luchaban a favor de la luz, la verdad y, por tanto, de la justicia.
Así mismo, su actitud implicaba defraudar a muchos. Donde Oscar Enarbolado decía “digo”, luego decía “Diego” y continuaba con la impunidad de confundir y molestar enjambres haciéndose notar, poniendo a las obreras unas en contra de otras.
Para continuar con la metáfora de los enjambres, digamos que en una ocasión hubo una reina que, al darse cuenta de que Oscar había venido a por todas y no pensaba marcharse hasta conseguirlo, temiendo que le echara a perder el panal, atrajo al Enarbolado hacia sí con vistas de calmarle las ansias. Lo pensó porque las reinas de los panales no son tontas. Cavilan. Tienen, además, consejeros expertos que no duermen, que les dicen cómo actuar mejor. Llegó a la conclusión final de que lo mejor sería hacerle formar parte de su entorno más cercano e ilustre, le daría un puesto de responsabilidad. Así no molestaría más, regresaría la paz. Si no puedes con tu enemigo, únete a él.
Oscar Enarbolado no se lo pensó dos veces y aceptó contentísimo. Por fin había logrado lo que tanto soñó, meter la cabeza bien metida en un cargo.
El Enarbolado Oscar debía convertirse en abeja pero parecía, más bien, una mosca de esas que se te instalan detrás la oreja y no para de cuchichear y cuchichear lo que las otras hacían y cómo había que actuar con ellas.
El amigo Oscar no era puro. Su buena voluntad estaba por comprobar. Buscaba provecho propio. Quería destacar y le importaba un pimiento el funcionamiento del grupo. Y ya vemos que la reina le dio lo que buscaba, pero...
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