Uno descubre que la persecución de esa ballena blanca no es sino un símbolo y espejo de esa fatiga universal que asola el espíritu del hombre.
Aunque pocos han leído el libro, el nombre de Moby Dick suena a la historia de una ballena. Lo que muchos no saben, es que para su autor era una parábola sobre la lucha del hombre con Dios. La obra de Herman Melville (1819-1891) –que se celebra ahora el bicentenario de su nacimiento– refleja el conflicto espiritual que vivió el escritor norteamericano con su herencia puritana.
Esta historia trágica, sombría y apocalíptica, enfrenta al diabólico capitán Ahab con la no menos infernal Ballena Blanca. Este no es un simple libro para adolescentes. Moby Dick es una parábola cruel en la que no hay lugar para la esperanza.
Para celebrar los doscientos años de nacimiento del autor, Alianza ha publicado una excelente edición encuadernada en tela con una nueva traducción de Maylee Yábar Dávila e ilustraciones de Octavi Segarra. La obra incluye también un completo glosario de términos marineros. Y los que no tengan tanto dinero, pueden comprar también una edición especial de bolsillo, que han hecho en tapa blanda, por el bicentenario.
APASIONANTE AVENTURERO
Muchos han oído hablar de este libro –inmortalizado en el cine por John Huston en 1956–, pero pocos saben algo de su autor. La figura de Melville sigue siendo bastante enigmática, ya que ni siquiera en su época fue alguien precisamente popular. Su carrera está marcada por la decepción y las ilusiones frustradas. Es un escritor apaleado y fugitivo, cuyo oscuro carácter ha quedado oculto por la silueta de una ballena. Su monumental obra demuestra sin embargo un genio literario tal, que uno no puede menos que admirarse del titánico esfuerzo que supuso para Melville una vida cotidiana agobiada por las deudas y los desastres familiares. Su lucha contra viento y marea no sólo le enfrentó a la indiferencia de sus contemporáneos, sino también contra sus propias borrascas interiores, de las que Moby Dick es un fiel reflejo.
Este escritor de Nueva York era un apasionante aventurero. Ya a los quince años viaja a Inglaterra, para emprender en 1841 una travesía a los Mares del Sur, donde fue capturado por los salvajes en Taipí. El mar es para él una región oscura, regida por el instinto y las pasiones, que representa el mal. La historia humana no se basa por lo tanto para él en sus realizaciones, sino en una agonía permanente. Sus libros mezclan por eso escenarios exóticos con una búsqueda metafísica, que hace de sus aventuras marítimas una verdadera alegoría de la complejidad humana. Los últimos años de su vida escribe de hecho un largo y ambicioso poema narrativo llamado Clarel, donde un estudiante de teología americano explora Palestina con la esperanza de encontrar una fe firme.
Será en el invierno de 1851 cuando Melville publica Moby Dick, “un relato que se agranda página tras página, hasta usurpar el tamaño del cosmos”, como dijo Borges en su famoso prólogo a Bartleby, el escribiente. Al principio uno supone que Moby Dick es una historia sobre la miserable vida de los arponeros de ballenas, luego uno piensa que el tema es la locura del capitán Ahab, pero finalmente uno descubre que la persecución de esa ballena blanca no es sino un símbolo y espejo de esa fatiga universal que asola el espíritu del hombre. Aunque ha habido interpretaciones de todas las clases, incluida la marxista que ve en la ballena al capitalismo y a Ahab el revolucionario, la verdad es que Melville no deja lugar a dudas sobre la idea de que su novela trata en realidad sobre el vano intento de la criatura por acabar con el Creador.
ACABAR CON DIOS
Para el director de cine John Huston, “Ahab es el hombre que odia a Dios y ve en la ballena blanca la máscara pérfida del Creador”, ya que el capitán “considera al Creador un asesino, y se encuentra en la obligación de matarlo”. Lo primero que conocemos de Ahab es el siniestro sonido de sus pasos, ya que una pata de mandíbula de ballena sustituye a la que le fue arrebatada por Moby Dick. En la posada los marineros interrumpen sus canciones al oír sus pisadas, mirando hacía la ventana con un temor casi reverente. Hay tormenta, y el capitán es visto a la luz de un relámpago, acompañado por un trueno. Cuando los marineros suben al ballenero, nadie ve a Ahab. Tampoco es visto los primeros días de navegación, aunque el sonido de sus pasos es insistente y obsesivo, incluso en alta mar. Es como una presencia intuida. Así de evanescente y siniestra es la sombra de la realidad humana para Melville.
Cuando por fin Ahab decide salir a cubierta, sus primeras palabras son para explicar a sus hombres la finalidad de su viaje: “Destruir una ballena grande y blanca como una montaña de nieve”. El capitán obliga a sus marineros a hacer un juramento: “¡Que Dios acabe con nosotros, si nosotros no acabamos con Moby Dick!, ¡muerte a Moby Dick!, ¡que Dios nos dé caza a todos, si no damos caza a Moby Dick!”. Ahab ofrece entonces una moneda de oro a aquel que sea el primero en avistar la ballena, despertando la codicia e idolatría del corazón humano. Él y sus hombres beben ron en un ritual que recuerda a la ceremonia de la comunión cristiana, y los tres oficiales de a bordo cruzan sus lanzas a petición de Ahab, quien las agarra con gesto solemne en forma de cruz.
UNA LUCHA INÚTIL
La influencia del capitán se va mostrando cada vez más autoritaria a medida que avanza la obra. “Yo no doy razones, doy órdenes”, dice Ahab para hacer que sus marineros se olviden de las otras ballenas, y se dediquen en cuerpo y alma a la captura de Moby Dick. Su misión abarca hombres de todas las razas, pero con un sólo propósito: acabar con Dios. Pero Ahab se siente viejo, “como si fuese Adán”. Ese antiguo anhelo de la humanidad se contrapone a dos personajes: el narrador, Ismael, y el primer oficial Starbuck –cuyo nombre parece ser el origen de la famosa cadena de cafeterías–. El primero es un hipocondríaco en cuya alma hay a menudo “un noviembre húmedo y lloviznoso”, que se hace a la mar “como sustitutivo de la pistola y la bala”. Y el oficial representa el orden institucional, que mantiene un firme rechazo a la conducta de Ahab. Pero, para él, la utilidad de la ballena se limita a poder extraer de ella el aceite para los candiles de los hogares. Es la religión tradicional.
Starbuck se enfrenta a un Ahab insomne y desesperado. Para el atormentado capitán, el lecho “es como un ataúd y las sábanas como un sudario”. Mientras que para Starbuck, la cama sólo sirve para descansar o acostarse con tu esposa. El oficial considera esta travesía “un viaje maldito”, no porque tenga miedo de Moby Dick, sino de “la ira de Dios”. En la lucha final contra la ballena blanca vemos la tragedia de una humanidad que se enfrenta a Dios inútilmente. Así, del “Dios ha muerto” de Nietzsche no queda más que el “Nietzsche ha muerto” de Dios. Porque, como decía el apóstol Pablo en Atenas, “en Él vivimos, nos movemos, y somos” (Hechos 17:28).
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