¿Soy realmente el reflejo de Dios o simplemente un insinuante brillo que se camufla entre los fuegos de artificio de este mundo?
Puse mi esperanza en el Señor,
y él se inclinó para escuchar mis gritos;
me salvó de la fosa mortal,
me libró de hundirme en el pantano.
Afirmó mis pies sobre una roca;
dio firmeza a mis pisadas.
Hizo brotar de mis labios un nuevo canto,
un canto de alabanza a nuestro Dios.
Muchos, al ver esto, se sintieron conmovidos
y pusieron su confianza en el Señor.
¡Feliz el hombre que confía en el Señor
y no busca a los insolentes
ni a los que adoran a dioses falsos!
Salmo 40:1-4 (DHH)
El silencio queda rasgado. Las voces se alzan en tono de alabanza.
Se quiebran las notas emanando de los labios frases que ensalzan su nombre.
Cierro los ojos y ahí me veo, cantando, levantando mis manos y diciendo en alta voz que todos mis pensamientos son suyos, que en mí todo lo es Él.
Sin embargo en el día a día se diluyen las frases creando en mí un cierto descontento.
Es fácil emitir palabras, expresar frases hechas que denotan la capacidad humana para aprender y repetir. Pero: ¿vivo en realidad aquello que profeso?
¿Soy realmente el reflejo de Dios o simplemente un insinuante brillo que se camufla entre los fuegos de artificio de este mundo?
Arropo el deseo de proclamar al Dios eterno, al omnipresente, al todopoderoso. Pero…
A veces ese vuelo es demasiado corto, con estrépito me precipito y caigo en el suelo de lo cotidiano, una realidad abrumadora que intenta abstraerme de lo que Él desea mostrarme.
Quiero que la alabanza sea una actitud, una forma en la que pueda expresarme diariamente y que esta no solo se atavíe en forma de cántico. Quiero alabar a Dios a través de mis acciones más triviales. Ser el reflejo de su amor y hacerme eco de su voz y proclamar ante el mundo que Él es el motivo de mi existencia. Quiero que la alabanza no sea un fruto inmaduro, flor de un día, quiero que sea un continuado goteo de piropos al Padre, único digno de todos los halagos que macero en mi alma.
Entreabro los visillos del corazón para que su luz ilumine lo carente de vida, aquello que mustio quedó tras el paso del frío invierno.
Alzo mis manos, entorno mis ojos y expreso con el aire más puro de mis pulmones un cántico agradecido, un improvisado himno en el que intento fundir mi amor con las inmensas ganas por elogiar al Dios vivo y real, misericordioso y fiel, amigo, Padre, único merecedor de todos mis halagos, de todas mis canciones.
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