La guerra no sólo se gana en el frente. Para vencer al enemigo, hace falta información. El espionaje era considerado hasta el siglo XIX una actividad vergonzosa, pero a comienzos del siglo XX se empieza a ver como algo fascinante. Las historias sobre los servicios secretos celebran el engaño, la simulación y la astucia. En el mundo de los espías, nada es lo que aparenta. Esa doble vida se convierte en una especie de metáfora de la verdad oculta de la condición humana.
Pocas figuras de la primera guerra mundial han despertado tantas pasiones y han sembrado tanto misterio como Mata-Hari (1876-1917). Su vida está llena de mentiras. Decía haberse criado en un templo de la India, cuando en realidad nació en Leeuwarden, la capital de la región del norte de Holanda –que se conoce como Frisia–, donde he estado este verano. Vive allí un cuñado mío, recientemente jubilado. Ha sido mucho tiempo anciano de una iglesia, donde se bautizó una tía de Mata-Hari, a la vez que uno de mis sobrinos hizo profesión de fe. Era una anciana soltera muy extravagante, hermana de un pastor, que iba en bicicleta por toda la provincia, predicando.
El padre de Mata-Hari tenía una sombrerería al lado de un canal de la ciudad. Vivían encima de la tienda, que se quemó el año pasado. Todavía queda su casa anterior y la estatua que pusieron delante del establecimiento. Sus padres se divorciaron, como ella, que estuvo casada con un oficial de origen escocés –de ahí el nombre de Lady Macleod– en las colonias holandesas que forman la actual Indonesia. Le conoció por un anuncio de prensa, cuando dejó el jardín de infancia donde trabajaba, al intentar el director abusar de ella. El matrimonio fue un fracaso, pero ella aprendió en Java las danzas exóticas con que se hizo famosa en París. Mata-Hari recorrió toda Europa, bailando medio desnuda.
En los papeles todavía era Margreet Zelle. Por lo que al declararse la primera guerra mundial y Holanda ser un país neutral, podía moverse como agente secreta de un país a otro, donde tenía relaciones con militares y políticos.
Mata-Hari fue acusada de contraespionaje por los ingleses, que la detuvieron viniendo en un barco de España. En Madrid se solía quedar en el hotel Ritz, donde un oficial alemán transmitió mensajes a Berlín, que la describían como espía. Al ser interceptada la comunicación, por los franceses, fue juzgada y fusilada en París en 1917. Su familia no reclamó el cuerpo, que quedó para uso médico, desapareciendo su cabeza en los años cincuenta. Mi cuñado dice que su tía no quería saber nada de ella, ¡claro!
LA ESPIA COMO MUJER FATAL
La verdad es que a mí,
la historia de Mata-Hari me da más pena, que morbo. Fue llevada tres veces al cine en Alemania, en los años veinte, pero no conozco esas versiones mudas. La que tengo es la americana de 1931, protagonizada por una poco inspirada Greta Garbo y Ramón Novarro –el mexicano que sucedió a Valentino en Hollywood, como “latin lover”, elegante, pero con poco talento–. Tiene una buena fotografía de Bill Daniels y correctas actuaciones de Lewis Stone y Lionel Barrymore, pero recibió duras críticas. La pobre interpretación de la Garbo, la atribuye Antoni Gronowicz en su biografía novelada, a su “confusión espiritual”.
El año que yo nací, 1964, la llevaron los franceses al cine con un guión de François Truffaut. Presenta un romance entre Jeanne Moreau y Jean-Louis Trintignant. La han puesto alguna vez en el canal cultural de la televisión gala, pero casi nadie la conoce. No es precisamente Gracita Morales haciendo de Mata-Hari –como en la versión de Ozores con José Luis López Vázquez del año 68–, pero parece que no es ninguna maravilla.
La que vi en el cine es la versión de Curtis Harrington en 1985. El director de esas dos inquietantes historias de terror con una enloquecida Shelley Winter, a principios de los setenta, que son “¿Quién mató a tía Roo?” y “¿Qué le pasa a Helen?” –publicadas ahora conjuntamente, en DVD–, se dedicó sobre todo, a la televisión. Al ser la protagonista, la recientemente fallecida Sylvia Kristel de “Emmanuelle”, aunque sea holandesa – ¡como Mata-Hari! –, es más un producto dedicado a explotar su potencial erótico, que otra cosa. Más interesante será tal vez, la que acaba de hacer David y Calista Carradine –padre e hija–, sobre los orígenes de la espía en Frisia.
ENTRE LA ILUSIÓN Y EL HORROR
Para muchos, la mayor película contra la guerra es “La Gran ilusión” (1937) de Renoir. Inspirada en los recuerdos de un compañero de armas del director, la acción se desarrolla en tres actos: el encuentro de unos oficiales en un campo de prisioneros, su fuga de una fortaleza y huida por la campiña alemana. Admirada por John Ford y odiada por Goebbels, no sólo fue prohibida por los nazis, sino también por las autoridades francesas, al comenzar la segunda guerra mundial, para no minar la moral de las tropas.
¿Por qué despierta tantas pasiones? Según el filósofo Stanley Cavell, es porque derrumba “la ilusión de las fronteras”. Tanto nacionales, como sociales, o entre los mismos sexos. A pesar del discurso de Jean Gabin, exaltando lo francés, no es nada chovinista. El aristócrata capitán da su vida por unos soldados de origen proletario. Y es en el refugio del amor, donde encuentran su humanidad, lejos de las trincheras.
En mi caso, sin embargo, los sentimientos antibelicistas están relacionados con un film que marcó mi generación: “Johnny tomó su fusil” (1971). Es el drama de un joven soldado americano, Joe, herido en el frente por el impacto de un proyectil de artillería, el último día de la guerra. Su cuerpo está tan mutilado, que ha perdido brazos, piernas, ojos, orejas, boca y nariz. Totalmente consciente, recuerda su vida entre extraños sueños, creando su propia forma de comunicarse con la enfermera Kareen.
Basada en una novela de Dalton Trumbo, está inspirada en un caso real, sobre el que escribió este libro en 1938, antes de ser víctima de la “caza de brujas” anticomunista del senador McCarthy. El autor quería al principio, que la hiciera Buñuel, pero finalmente, la dirigió él mismo, aunque el director aragonés colaboró en algunas escenas oníricas. El protagonista es Timothy Bottons, justo antes de hacer “La última película” de Bognadovich, otra de las historias que ha marcado mi vida.
Como a muchos adolescentes, esta película me hizo pacifista. Los actuales la conocen hoy sólo por un video de Metallica. Es una historia prodigiosa, casi toda ella narrada con una voz en off. Se desarrolla casi todo el tiempo en una habitación con una figura sepultada entre sabanas. No hay explosiones, ni ríos de sangre. Sólo la guerra desnuda, despojada de toda honra, heroísmo e incluso cobardía.
Donald Sutherland interpreta un Cristo fascinante, que nos enfrenta a las últimas preguntas. Una obra tenebrista, lleno de compasión y emoción, que no olvidas nunca.
HERIDAS EMOCIONALES
A principios de los años ochenta todavía había esos grandes cines de barrio, que unían una enorme pantalla a un ambiente suntuoso, ya venido a menos. En esos sábados solitarios de programa doble, recuerdo haber visto la película
“Gallipolli” (1981), cuando todavía Peter Weir no era más que un interesante director australiano. Mel Gibson es uno de los dos corredores alistados en la campaña que ideó Churchill para sacar a Turquía de la guerra. A algunos les parece la mejor película de Weir. Yo prefiero la que hizo un año después con Gibson y Sigourney Weaver, “El año que vivimos peligrosamente”. Aunque sé que los cristianos prefieren la siguiente, “Único testigo”.
Una película británica que recuerdo haber comentado en el primer número de la revista Kalos, es
“Un mes en el campo” (1987). Hace poco encontré el libro en que se basó, en la Cuesta de Moyano. El film lo protagonizan Colin Firth y Kenneth Branagh, mucho antes de ser conocidos. Es una miniatura sutil, llena de silencios y miradas, que nos presenta a un joven que regresa de la primera guerra mundial a un pequeño pueblo de la campiña inglesa, para restaurar los frescos de una antigua iglesia, donde conoce a un arqueólogo que ha desertado del combate.
Los personajes se mueven en una atmósfera rural de entreguerras, entre la iglesia anglicana y una asamblea de hermanos, los sermones del asfixiante reverendo Keach y el pietismo de la capilla, donde el herrero y el jefe de estación advierten de los horrores del infierno.
Es un ambiente ya decadente, donde mermadas congregaciones se debaten entre la hipocresía social anglicana y la superespiritualidad evangélica. Ante semejante disyuntiva, uno se queda con el encanto de la esposa del pastor, que interpreta la recientemente fallecida Natasha Richardson.
Las pesadillas del restaurador se alternan con la solemnidad del Cristo reinante, que reaparece en las paredes de la antigua iglesia, mientras el arqueólogo nos recuerda una y otra vez, las palabras de Apocalipsis. Son personajes heridos, como los que encontramos en la novela de Pat Barker, que se llevó al cine en 1997, “Regeneration”. Entre los soldados que mandan a este asilo, por sus problemas emocionales, están los poetas Wilfred Owen y Siegried Sassoon. Jonathan Pryce interpreta a un compasivo doctor, que podría ser un paciente, él mismo.
Me interesa mucho el cine de Tavernier, pero tanto
“La vida y nada más” (1989), como
“Capitán Conan” (1996) me dejan algo indiferente. Las dos transcurren al final de la primera guerra mundial. La primera trata de un oficial que dirige una división que se dedica a la búsqueda e identificación de muertos en acto de servicio. Y la segunda nos muestra el frente búlgaro poco antes del armisticio, cuando un puñado de soldados franceses está tan desmotivado, que no piensa más que en volver a casa. La historia acaba con la guerra civil en Rusia en 1919.
Son películas contemplativas, que ganan con el siguiente visionado, pero todavía no les he dado una siguiente oportunidad.
BUENOS SENTIMIENTOS
“El pabellón de los oficiales” (2001) se basa en una novela que nos lleva a los primeros día de la guerra, pero que para el jóven Adrien, parecen el final de todo, porque le estalla una bomba en pleno rostro. Se pasa cinco años en un hospital de París, donde los médicos intentan reconstruir su cara, mientras él se centra en sus pensamientos, experiencias y relaciones con otros pacientes, intentando ser aceptado por su familia y sociedad. Es una película que anuncia un siglo donde imperan los buenos sentimientos.
Casi cien años después, el conflicto se ve de forma muy diferente. La verdad es que no hay muchas películas actuales que me hayan emocionado, sobre la primera guerra mundial.
“Largo domingo de noviazgo” (2005) presenta una Audrey Tautou que se niega a aceptar la muerte de su prometido. Enviado a tierra de nadie, tras un consejo de guerra, deambula entre las trincheras francesas y alemanas.
El director de “Amelie” hace una adaptación espectacular de una novela, donde lo que prima es el aspecto estético y la ambientación. Tautou representa su habitual papel de fragilidad y dulzura, pero la narración es demasiado confusa. Se acumulan las referencias a nombres de personajes y lugares, en una historia que llega ser difícil de seguir. El guión tiene los golpes de humor extraño de Jeunet, que resultan algo truculentos, pero acaba con un desenlace decepcionante.
Todavía más popular es
“Feliz Navidad” (2006), el relato de una tregua, donde para celebrar las fiestas, escuchan en medio de las trincheras del frente francés, a una cantante de ópera sueca, que interpreta Diane Kruger. El alto al fuego hace que soldados que estaban hasta ahora enfrentados, empiecen a cantar villancicos y celebren un partido de fútbol en un ambiente de solidaridad y fraternidad. Aunque esté basado en una anécdota real, todo me resulta algo inverosímil. Lo que es peor, me deja bastante frío. Aunque a los amantes del “cine de valores”, seguro que les encanta.
La única excepción, la encuentro en
una película llamada “Deathwatch” (2002), un curioso film de terror, ambientado en las trincheras del frente occidental. Un pelotón británico se ve atrapado en las alambradas enemigas, sorprendido por lo que parece un ataque de gas venenoso. Una posición alemana abandonada se ve habitada por un enemigo invisible. El barro, la niebla y los cadáveres se perciben con un realismo y tensión, que no se había visto antes en el cine. Es por lo menos, original.
Acabamos este rápido repaso al cine de la primera guerra mundial – donde nos dejamos muchas películas sin comentar, ¡claro! –, con la película de Spielberg, “Caballo de batalla”. Es una adaptación de un relato infantil, que se ha adaptado al teatro en el 2007, antes de ser llevado a la pantalla en el 2011, ¡aunque su protagonista sea un caballo! –el mismo de “Seabiscuit”, por cierto–. El autor del libro publicado en 1982, aparece de hecho, en la escena de la subasta, al lado del actor David Thewlis. Así como la nieta del capitán que inspiró esta historia.
Es la primera película editada digitalmente por Spielberg, pero tiene aire de cine de otra época. Muy inglesa, la primera parte. Deslumbrante, en sus aspectos formales. La verdad es que
nunca se habían reconstruido tan fielmente, las trincheras del frente occidental. Aunque hay muchos estereotipos, no cae en el maniqueísmo, ya que se presenta a los alemanes con sensibilidad, incluso sentido del humor.
Es una historia amable, llena de buenos sentimientos, apta para todos los públicos, que nos recuerda que para los humildes, lo mejor está por venir…
BIENAVENTURADOS LOS MANSOS
Jesús dice: “bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad” (Mateo 5:5). Si el mundo desprecia la debilidad, es porque cree que los poderosos tienen la última palabra. ¿No es eso lo que nosotros también pensamos? Siempre estamos dispuestos a defender nuestros derechos. Lo que nos importa es nuestra reputación.
Para ser realmente mansos, o humildes, tenemos que darnos cuenta lo que somos. Cuando reconocemos que no tenemos recursos (v. 3) y hemos fracasado (v. 4), descubrimos que no hay bondad, ni poder en nosotros, tan sólo miseria y debilidad. Dejamos de ponernos a la defensiva y aceptamos la crítica de otros.
La humildad es saber que somos grandes pecadores, pero somos amados por un Dios mayor que toda nuestra maldad. Y aunque hay más malicia en nuestro corazón de lo que nunca pudiéramos imaginar, Él nos ama más de lo que nunca habríamos podido esperar.
Jesús nos enseña lo que es ser manso. No defendió sus derechos. Oprimido y afligido, no abrió la boca, sino que tal y como anunció Isaías (53:7), como cordero fue llevado al matadero. Los soldados abusaron de Él, que sufrió un juicio injusto, pero permaneció callado. No por falta de carácter. ¡Echó con violencia a los mercaderes del templo! (Juan 2:13-14). Luchaba con pasión por la justicia, pero el honor y los derechos que protegía, no eran los suyos… ¡justo al revés de lo que hacemos, nosotros!
La tierra que prometió Dios a Abraham y a su descendencia, que Moisés no pudo dar a Israel, Josué no pudo poseer totalmente, ni David o Salomón proteger de los imperios del momento, no es más que una parte de la herencia que el Hijo quiere compartir con nosotros. Esta tierra es un regalo, algo que no podemos conquistar, ni dominar, ya que no es fruto de nuestros esfuerzos. “No temáis –dice, Jesús–, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el Reino” (Lucas 12:32).
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