No es más que el ejercicio del derecho que Dios tiene como soberano para gobernar todas las cosas, conforme a su voluntad.
Cuando se menciona la palabra teocracia saltan todas las alarmas, porque está asociada con los diversos intentos que a lo largo de la historia ha habido para imponer un régimen que luego ha resultado ser un espanto. Precisamente el arrinconamiento que todo lo religioso experimenta en los países occidentales procede del cruento enfrentamiento en que Europa se vio inmersa, cuando en los siglos XVI y XVII quedó asolada por las que se han denominado Guerras de Religión. Lo que en principio era solamente un enfrentamiento teológico, terminó siendo político y finalmente militar. Las atrocidades que se cometieron, por uno y otro bando, quitaron todo crédito a lo que pretendía ser la respuesta definitiva sobre el gobierno humano. Los experimentos realizados aquí y allá para configurar una sociedad de acuerdo a la voluntad de Dios, desembocaron en una sociedad totalmente alejada de lo que era la voluntad de Dios.
Pero en realidad las guerras de religión no comenzaron dentro de la cristiandad en el siglo XVI, porque los siglos VIII y IX fueron testigos de la dura contienda que tuvo lugar en la Iglesia ortodoxa, cuando se desató la controversia iconoclasta, en cuanto al uso o prohibición de imágenes, que sobrepasó la frontera del recinto eclesiástico y acabó introduciéndose en el recinto del palacio imperial. Realmente no podía ser de otra manera, habida cuenta de que no existía entonces una delimitación entre lo eclesiástico y lo político, ya que lo eclesiástico saturaba lo político y lo político lo eclesiástico. Las conspiraciones, persecuciones y matanzas que la larga controversia iconoclasta produjo, dejaron ver cómo las más bajas pasiones se ponían al servicio de los ideales más elevados, a fin de aniquilar al adversario.
Como en el tiempo de la Reforma esa misma amalgama de lo eclesiástico y lo político seguía existiendo, es por lo que era imposible aislar lo estrictamente doctrinal de lo que competía a la política. De hecho, los protagonistas de la Reforma compartían con los católicos la mentalidad medieval de que la Iglesia debe ser estatal, de ahí que fuera impensable una separación de Iglesia y Estado. Por eso, Calvino en Ginebra instituyó una regulación de la vida de los ciudadanos basada en la moral cristiana. Lo mismo, pero llevado al extremo, ocurrió en Münster, cuando los fanáticos dentro de los anabaptistas, se propusieron instaurar por la fuerza el Reino de Dios en la tierra, terminando el experimento en un baño de sangre. También fue la intención de la Iglesia católica, al crear la Inquisición, establecer una uniformidad religiosa que abarcara todas las estructuras sociales, de acuerdo a sus principios eclesiásticos. Demás está decir que el intento no logró sus objetivos, convirtiéndose en una pesada losa que hasta el día de hoy arrastra esa Iglesia.
Ante todos estos fracasos teocráticos, fue así como el secularismo se constituyó en la única solución, al efectuar una separación de lo religioso y lo político. Pero esta solución no era equitativa, en el sentido de que los contendientes quedaran en igualdad de condiciones, ya que era evidente que la antigua idea teocrática, de predominio de la Iglesia sobre el Estado, había salido derrotada, siendo el Estado secularizado el vencedor en esta contienda y quien imponía las condiciones.
A partir de entonces toda mención, directa o indirecta, a una teocracia fue considerada una noción oscurantista, represora y reaccionaria. Hasta a la Iglesia católica no le quedó más remedio que terminar plegándose a la realidad dominante, acabando por cambiar su tono beligerante en el Concilio Vaticano II.
Mirando a otros campos fuera del cristiano, es posible constatar en el islam la idea teocrática en toda su fuerza, al tener todas sus leyes religiosas valor civil.
Pero a pesar de todos los espantos y fracasos que las distintas teocracias humanas han originado ¿significa que no hay cabida para una verdadera teocracia? ¿Debemos contentarnos con el actual estado de cosas, en el que Dios queda relegado para siempre a la mínima expresión? Aunque nosotros nos contentáramos, el aludido, esto es, Dios, no se contenta. Porque su propósito, eterno e inmutable, es el establecimiento de la teocracia, no sólo en el cielo sino también en la tierra.
Llama la atención que en esa teocracia él ha establecido que sea un hombre quien esté a la cabeza de la misma. Lo lógico sería que si es una teocracia fuera Dios y solo Dios quien ejerciera el mando. Sin embargo, resulta asombroso que a quien ha puesto como jefe y cabeza de todas las cosas sea un hombre, que también es Dios. Eso significa que un representante del género humano ha sido promovido por Dios a la posición suprema. Teniendo en cuenta que fue un representante del género humano el que lo arruinó todo, es admirable constatar que el propósito de Dios, de poner a un hombre al frente de todo, no ha sido malogrado por aquel fracaso. Tampoco por los fracasos posteriores que las fallidas teocracias han provocado. Y tampoco por la negadora solución que es el secularismo.
Y es que, en definitiva, la teocracia no es más que el ejercicio del derecho que Dios tiene como soberano para gobernar todas las cosas, conforme a su voluntad. Un derecho que le ha placido ejercer mediante el Hombre al que ha sentado a su mano derecha. Esa es la teocracia que viene, tal como anuncia el toque de la séptima trompeta: ‘Los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y él reinará por los siglos de los siglos.’ (Apocalipsis 11:15).
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