Un texto publicado por primera vez en la resvista Restauración, en enero de 1982.
Sabes, Francisco, que me gustan los tangos desde mis años frescos. ¿Recuerdas nuestras conversaciones en torno a este tema? Sí, lo sé: Cuando empezó la boga europea del tango argentino en los restaurantes bohemios del viejo Montmatre parisino, aquel baile parecido a la Habanera, con música atrevida y letra de llanto, fue considerado como propio de gente vulgar y sin gusto. Pero a no tardar mucho el tango se convirtió en música preferida de la sociedad sibarita, refinada y bailona.
Resulta que hace pocos días hice un viaje por carretera de Madrid a Lérida. Unos 450 kilómetros. Me gusta viajar sólo en automóvil. Cuando se trata de viajes largos, claro. Uno relaja la tensión que las grandes ciudades acumulan en el organismo. Se concentra uno en sí mismo y con la mirada fija en la carretera deja la mente vagar por sus propios manantiales, sin poner fronteras ni límites al pensamiento. Y sin que nadie trate de penetrar en nuestra intimidad preguntándonos indiscretamente en qué estamos pensando. La gente, Francisco, curiosa e impertinente, nos robaría si pudiera hasta los más íntimos secretos del alma. Y no para colocarlos en un florero, aunque digan que sí, sino para regodearse en ellos y cubrirlos de barro después.
Bien: Antes de abandonar Madrid adquirí dos cintas (ahora las llaman “cassettes”), con tangos de Carlos Gardel. En cuanto me distancié algunos kilómetros de la capital y superé la exuberancia del tráfico coloqué una de las cintas en el aparato que hice instalar en mi Talbot 150 SX. ¡Qué sencillo, Francisco, pero qué misterioso! Presioné suavemente la cinta y se dejó oír, con perfecta sonoridad y con una dicción respetable, la voz envasada de un señor que falleció en accidente de aviación el 24 de junio de 1935, allá en la ciudad colombiana de Medellín. ¡Malas puñaladas le den a aquel alemán que chocó contra el trimotor que llevaba en su interior los 32 años en flor de Carlos Gardel!
La voz del genio rebosó completamente el reducido interior de mi automóvil. Otro milagro de los amplificadores, Francisco. Y el primer tango era justo el indicado para aquel momento: Volver. ¡Qué letra, Francisco! ¡Cuánta melancolía, cuánta nostalgia, cuánta añoranza, cuántos recuerdos en aquella letra!
“Aunque no quise el regreso,
Siempre se vuelve al primer amor”.
Exacto. Siempre se vuelve al primer amor. El ser humano siempre vuelve a sus recuerdos, como el criminal acaba volviendo tarde o temprano al lugar del crimen, según dicen los que entienden.
“La vieja calle donde me cobijo”.
¿Puedes creer que al oír esta estrofa mi mente se transformó en una pantalla de televisión? No me preguntes por qué; no tengo una explicación. Tal vez por eso, por la natural tendencia humana de volver al pasado. En cuestión de segundos, Francisco, vinieron a mi mente los cuatro meses que viví en tu casa cuando yo estudiaba en Barcelona, allá por el año 1953. Tenía 24 años.
Reviví: volví a vivir días deliciosos. Así. Como dice el tango:
“Con el alma aferrada
a un dulce recuerdo
que lloro otra vez”.
¡Y qué recuerdos! Aquella vieja casa en la zona vieja del Paralelo barcelonés; el calor humano de Cecilia, tu mujer, de tu hija Cecilia y el tuyo, que exteriorizabas por medio de una risa fuerte, sonora; las prolongadas conversaciones después de la cena; el chocolate con nata los domingos por la mañana, antes de salir hacia el culto en la Iglesia. El viejo tranvía que yo tomaba cada mañana para dirigirme a mis estudios, con aquel recorrido que parecía interminable por la calle Consejo de Ciento; los viajes que hacíamos a Israel desde el mapa que estudiábamos sobre la mesa del comedor. Y las tertulias interminables sobre el presente y el futuro del movimiento evangélico en España. Hacía solamente dos años y medio que yo me había convertido. Y por aquella época ya era el orador favorito de las Iglesias en Barcelona. ¿Lo recuerdas? ¡Qué mal rato hice pasar a tu Cecilia en una reunión de mujeres en Hospitalet, aquel día que me pidieron que las hablara! Hoy vuelvo a aquellos recuerdos como dice el tango:
“Con la frente marchita,
las nieves del tiempo
platearon mi sien”.
Con Gardel siento “que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en la sombra, se busca y se nombra”.
Haciendo balance de mi vida y de mi trabajo, creo, Francisco, que no he defraudado a Dios, ni a vosotros, a quienes prometía hacer grandes cosas; tampoco me he defraudado excesivamente a mí mismo.
El balance va unido inevitablemente al recuerdo, como el calor al fuego. Se me ocurre hacer recuento de lo hecho en estos veintiocho años que han transcurrido desde aquel inolvidable verano de 1953. Y si cuento, puedes creerme, no es para vanagloriarme; sólo para hacer inventario. Hay un momento en la vida del hombre de acción en que los elogios, aún halagando, le dejan indiferente. Entre otras razones porque sabe que las críticas mordaces siempre son superiores a los elogios. ¿Se alaba el burro cuando habla de las cargas que ha llevado a cuestas por los caminos de la vida? ¿Se envanece porque recuerde las caricias y los palos recibidos en su peregrinar por el ancho mundo? Pues yo he sido toda mi vida, antes y después de convertido, un burro de carga, Francisco.
Mi primera satisfacción estriba en haber creado en España un nuevo movimiento religioso que hoy cuenta con 30 Iglesias y 27 dirigentes. Este movimiento será, en el futuro, lo que quieran sus continuadores. Y la Iglesia de Madrid, con sus 250 miembros, comenzada desde cero, es para mí la corona del movimiento. Pero hay más. Bastante más: llevo unos 10 años hablando por radio varias veces a la semana desde 28 emisoras instaladas en las principales ciudades españolas. He viajado por 54 países y por 28 estados de los 50 que tienen los Estados Unidos. He establecido en Madrid una librería y una Editorial. He fundado dos revistas que han adquirido prestigio y circulan por muchos países del mundo. Una acaba de cumplir 16 años y la otra 10. He traducido 12 libros y he escrito y publicado otros 16. Ahora me voy a dedicar a recoger y ordenar todo el material que tengo escrito sobre una gran variedad de temas. Calculo que podré formar unos diez libros más. Luego me pondré a escribir otros libros que desde hace tiempo me bullen en el cerebro.
Nada de esto, Francisco, ha pasado inadvertido por los imparciales, los que no envidian ni halagan, simplemente hacen justicia. No me refiero, claro, al de Arriba, que cuenta hasta los cabellos de mi cabeza, por fortuna abundante aún. Hablo de gente de la Tierra. Me han premiado el esfuerzo con un doctorado en Puerto Rico y con dos distinciones honorificas en Universidades de California y de Texas. Mi nombre como escritor y periodista figura en el Quién es quién en las letras españolas, editado por el Instituto Nacional del Libro Español; en el Who´s who in Western Europe (Quién es quién en la Europa Occidental) y en el Dictionary of International Biography (Diccionario de Biografía Internacional”), publicaciones ambas que se editan en Inglaterra.
Verás, te lo anticipo, las ampollas que estos dos últimos párrafos de mi artículo van a levantar en los pensamientos y en las lenguas de algunos dirigentes evangélicos de España. Sólo de España, país de envidias sin remedio. Hasta te puedo enumerar algunos de los adjetivos que van a emplear para definirme: pedante, fatuo, pomposo, inflado, jactancioso, estirado, cargante, desdeñoso, afectado, engolado…
Allá ellos. Con su pan se lo coman. Que cada uno moje su pepinillo en su vinagrillo. No entenderán que este artículo es un recuento del pasado y un programa de futuro que hago para ti y para mí. Los que nada tienen que recordar; los que no añoran ni sueñan; los que son incapaces de escribir la nostalgia, se encenderán. ¡Pues que se enciendan!
Esta es otra, Francisco. ¿Crees tú que Carlos Gardel pensaba en los dirigentes religiosos cuando cantó en Yira, Yira aquello de:
“Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda el dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor”?
No he conocido a gente tan deshumanizada como los dirigentes religiosos. Son terribles y temibles. Los líderes políticos discuten entre ellos, se ponen como trapos en público, pero llegado el caso se abrazan, se perdonan y allí no ha pasado nada. Los profesionales de la religión, en cambio, ni perdonan ni olvidan, aunque te abracen. Guardan rencores hasta la tumba. Vigilan al que está arriba, anhelan su caída con macabro regocijo y si pueden la precipitan. Cuando han derrumbado la estatua se complacen en el pataleo. Y todos, todos son iguales: católicos y protestantes, moros y judíos. Tienes como ejemplo a los fariseos del Evangelio. Además, Francisco, ¿no te dice la Historia que las guerras más crueles y más duraderas han sido aquellas que se iniciaron por motivos religiosos? ¿No está el mundo, ahora mismo, al borde del sobresalto a causa de un Jomeini y de un Gadafi, de un Pasley y de un Juan Pablo II, de un Beguin y de un Lama del Tibet?
Dios nos guarde de quienes dicen profetizar en Su Nombre.
Tú, como yo, tranquilo. Pasar de todo, como Pablo, que fue el ideólogo del Pasotismo con aquella frase de que a ninguna cosa hacía caso; que nadie le fuera a él con historias, porque llevaba en su cuerpo las marcas del Señor Jesús. A seguir oyendo tangos y a continuar enalteciendo el trabajo y elevando al hombre. A los críticos hay que compadecerlos y decirles con Gardel:
“Cuando seas descolado
un mueble viejo,
y no tengas esperanzas
en el pobre corazón,
si precisás una ayuda,
si te hace falta un consejo,
acordáte de este amigo
que ha de jugarse el pellejo
pa´ayudarte en lo que pueda
cuando llegue la ocasión”.
Puesto que iniciamos un nuevo año, Francisco, es hora ya de enterrar el pasado biológico y recitar:
“Adiós, muchachos,
compañeros de mi vida,
farra querida
de aquellos tiempos.
Me toca hoy a mí
emprender la retirada.
debo alejarme de
Mi buena muchacha.
Pero sólo de esto, ¿eh?, de la muchacha. De la vida no se retira uno nunca. Simplemente, porque uno no la ha iniciado. Que le retire a uno quien le puso aquí. Seguir sin claudicaciones, sin temores, con las ventanas del alma abiertas al futuro y a la esperanza. En esto no andaba muy optimista Gardel cuando dijo aquello de:
“Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
Tengo miedo de las noches
que pobladas de recuerdos
encadenan mi soñar”.
No. Miedo, no. Ni de las noches, ni de los sueños, ni del pasado. El miedo es una energía y el cristiano ha de utilizar la energía para la creación, no para el desfallecimiento. Si acaso, si el miedo llega a acosarnos, que sea por una pequeña etapa. Hay gente, Francisco, que los tropezones le hunden en el miedo. Y no debe ser así. Yo te he hablado aquí de mis logros, de mis conquistas. Pero si te hablara de mis fallos, de mis errores, de mis angustias, de mis desfallecimientos, de mis caídas hasta el abismo, estarías leyendo, te lo aseguro, semanas enteras. Pero lo negativo en mi personalidad no me asusta, ni me detiene. Forma parte de mí mismo. ¿O no? Mira, Francisco, que no he nacido en el cielo, sino en la tierra. ¿Y crees tú que puedo desprenderme de la tierra? ¿Puede desprenderse alguien? ¡Vamos!
Al final de la jornada invocaremos la misericordia y nos dirigiremos a Dios con letra de Gardel. Dame un abrazo, Francisco. Incluye en él a Cecilia y cantemos los tres pensando en el momento final:
“La noche silenciosa
tendió su negro manto.
El templo solitario
parece ya quedar.
Como una triste queja
se escucha en el espacio,
que dice sollozando:
¡Piedad, Señor, piedad!”
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