Hace cien años hubo una “guerra para acabar todas las guerras”. El resultado fue una carnicería, como no se ha visto antes, ni después en la Historia. Más de diez millones de personas murieron en el conflicto. Sólo en un día, cayeron en la batalla de Somme, 57.470 británicos, muriendo 19.240 de ellos. En veinticuatro horas murieron más franceses que estadounidenses en toda la guerra del Pacífico, o el Vietnam. Y eso que no ha habido otra conflagración en la Historia en la que hayan muerto más norteamericanos. Las cifras son espeluznantes para cualquiera de los países que participó. No en vano, fue llamada La Gran Guerra.
He aprovechado estos días de vacaciones para recorrer los lugares del frente occidental, que estaba al noroeste de Francia y Bélgica. Creo que no he visto tantos cementerios de guerra en mi vida. He recorrido algunas de las trincheras que han reconstruido y he visitado varias exposiciones. Como siempre que estoy de viaje, los libros me acompañan y también las películas. Este es un recorrido por las imágenes que ha dejado este conflicto en la Historia, la huella emocional que me han producido y mis reflexiones sobre la humanidad al respecto.
La guerra no sólo acabó con una generación, sino que rompió los sueños de paz y progreso que había traído el optimismo de cambio de siglo. Estas batallas destrozaron las esperanzas y sueños de un mundo que llegaba así a su final, para despertar a una realidad todavía más cruel. La violencia es siempre atroz, pero morir joven en una guerra es espantoso: cuerpos sanos, quemados vivos, desmembrados por el estallido de una bomba, o el efecto de la metralla…
En la guerra se puede morir de muchas formas. Muchos cayeron bajo mortíferas descargas químicas, gases letales, o acribillados por las balas, pero también víctimas del hambre, o las enfermedades. Civiles fueron saqueados y atropellados con detenciones arbitrarias y violaciones. Tantos perdieron seres queridos, vieron sus ciudades asoladas y sus campos destruidos con el fin de una civilización, que el arte no pudo ennoblecer. El cine captó el horror de un conflicto, que lejos de exaltar los grandes ideales, mostró la podredumbre humana.
ARMAS AL HOMBRO
La Primera Guerra Mundial fue una guerra de trincheras. A escasos metros, uno del otro, ocupaban una posición durante años, para pasar a la del enemigo y volver luego, atrás. Mientras, construían túneles para colocar explosivos, o hacían alguna que otra ofensiva, que acababa con la mayor parte de los soldados, que caían como moscas, bajo el fuego de la artillería, o las balas que silbaban por uno u otro lado. Sin embargo, pasaban mucho tiempo en espera. Lo que crea toda una rutina.
Una de las imágenes más conocidas de Chaplin es la que le muestra vestido de soldado en una trinchera, con el fusil al hombro. De ese fotograma se hicieron pósters que colgaban de muchas paredes en los años setenta. “Armas al hombro” (1918) fue de hecho, una de sus películas más populares.
Se estrenó tres semanas antes del armisticio. Sus gags más deslumbrantes transcurren en las trincheras. La vida entre explosiones y disparos parece haber erradicado el miedo, la tensión, incluso las veleidades heroicas. Un monótono aburrimiento, marcado por la repetición y el tedio, caracteriza la rutina del frente, que genera su propia mecánica cotidiana.
La guerra en las trincheras es como una metáfora de la vida. Nos pasamos la mayor parte del tiempo esperando. En ocasiones parece que hay algún avance, pero viene un retroceso a continuación. Algo hace estallar a veces, nuestra vida en pedazos.
Así en el temido frente belga de Ypers, lograron cavar un túnel con explosivos, que produjo un inmenso cráter, donde
murieron 9.922 ingleses y canadienses.
Al recorrer el cementerio donde están enterradas las victimas, después de atravesar algunas trincheras, observo que
hay 3.500 soldados que no pudieron identificar. Sobre sus lápidas dice: “conocido por Dios”.
SIN NOVEDAD EN EL FRENTE
La primera película que vi sobre la primera guerra mundial era “Sin novedad en el frente” (1930). Veo en Internet que la emitieron en Televisión Española en 1978. Como hasta ese año la televisión era en blanco y negro, no me dí cuenta lo antigua que era. Me produjo tal impresión, que desde la adolescencia tuve una profunda aversión a la guerra. Quería ser objetor de conciencia, antes incluso de que hubiera servicio sustitutorio –que por cierto, no llegué a hacer, por razones familiares–. No soy estrictamente pacifista, pero nunca he sentido que podía participar del ejército.
En aquella época leía todo lo que encontraba en la biblioteca, incluido “Sin novedad en el frente” –que tiene un título más sugerente en inglés, “All Quiet On The Eastern Front”, aunque el original es alemán–. Lo escribió un autor germano con el seudónimo de Erich Maria Remarque. Hitler pretendía que era judío, diciendo que en realidad se llamaba Kramer. No era así. Fue un excombatiente de infantería llamado Remark, que reunió aquí sus recuerdos de la experiencia bélica en una descarnada obra realista, descrita con implacable sinceridad y compasión.
La película es de Lewis Milestone, que ganó un Oscar por ella. Tiene unos diálogos de un lirismo sobrecogedor –“nuestros cuerpos son tierra y nuestros pensamientos arcilla… comemos y dormimos con la muerte”–. No cae, sin embargo, en el sentimentalismo. La cámara escruta los campos de batalla sin ningún acompañamiento musical. Hay planos impresionantes. Una viuda contempla con la mirada perdida a su hijo, jugar a los soldados en la puerta de la casa. Y sobre todo, la impactante imagen de unas manos amputadas, agarradas a una alambrada.
ADIÓS A LAS ARMAS
“Adiós a las armas” es la
primera novela de Hemingway adaptada al cine. Es una historia de amor que me conmovió desde la primera vez que la leí, siendo adolescente. En ella está
la clave del desengaño vital de Hemingway, tanto en sus relaciones sentimentales como en su falta de fe. El escritor llevaba ambulancias en la Primera Guerra Mundial. Llegó a Milán, el día que destruyeron una enorme fábrica de municiones. Inmediatamente, tuvo que ayudar a buscar cadáveres.
Es entonces cuando hace amistad con un joven cura de Florencia, llamado Giuseppe Bianchi. Nos lo presenta al principio del libro, cuando un grupo de soldados se está metiendo con él y un comandante dice: “todos los hombres que piensan son ateos”. En el verano de 1918, Hemingway es herido al estallar un obús. Es llevado a un hospital de Milán, para ser intervenido. Allí le atendió una enfermera que había sido bibliotecaria de Washington. Su nombre era Agnes von Kurowsky.
Ag no sólo era mayor que él, sino que estaba comprometida con un médico de Nueva York. El escritor se enamoró de tal modo de ella, que no tardó en proponerle matrimonio. Ella no se lo tomaba muy en serio. Le llamaba Niño. Un día Ag le dice que había escrito a su prometido, para romper con él.
Hemingway estaba tan convencido de que se iba a casar con ella, que se convierte en Catherine Barkley, el gran amor del teniente Henry en “Adiós a las armas” –interpretados por Helen Hayes y Gary Cooper en la versión de Frank Borzage en 1932–.
Fue en un hospital militar americano que Ernie vio a Ag por última vez. Al volver a casa, le escribe luego desde Venecia, donde la trasladan finalmente. En una carta de 1919 le confiesa que esta con otro hombre, ya que “no es tan perfecta como él se cree”. Su hermana dice que la decepción de su hermano fue tan grande, que enfermó. No podía pensar en otra cosa. Los recuerdos de la guerra, dice que le impiden dormir. Tiene miedo a perder la cabeza. Alberga fantasías de suicidio, pero considera la autodestrucción como una cobardía. La historia la cuenta Attenborough con Chris O´Donnell y Sandra Bullock en “En el amor y en la guerra” (1996).
En 1957, Charles Vidor – que no hay que confundir con King Vidor, el autor de la mejor película muda sobre la primera guerra mundial, “El gran desfile” (1925) – hizo una mediocre versión en color de la novela de Hemingway. La iba a dirigir John Huston, pero se enfrentó con el productor Selznick. La acabaron protagonizando Rock Hudson y Jennifer Jones. La perspectiva mística de Borzage refleja mejor la relación que hay en la novela entre el amor y la dependencia de Dios. La presenta como una continua travesía entre el cielo y el infierno.
EL AMOR QUE VENCE A LA MUERTE
Ante la perspectiva de la muerte, el ser humano siempre busca seguridad, consuelo y felicidad, en el amor, o en la religión. Cuando una persona experimenta verdadero amor, está dispuesto a sacrificarse por la persona que ama. En un sentido, la adora. Por eso Catherine le dice a Henry: “tú eres mi religión, lo único que tengo”. Hemingway observa eso mismo, cuando se da cuenta que “olvida todo sobre la religión, porque tenía a Ag, para adorar”.
El escritor tuvo que tener muchas conversaciones con aquel joven cura italiano, que conoce en el frente. Es bien conocida la confianza que logran ciertos capellanes del ejército en tiempo de guerra. La cercanía de la muerte hace que los soldados expresen sus temores y remordimientos de una forma que nunca harían en tiempo de paz. En la novela, el capellán le dice a Henry:
"– Comprendes, pero no amas a Dios.
– No.
– ¿Nada?
– Algunas veces por la noche le temo.
– Deberías amarle...
– Yo no amo.
– Amarás. Sé que amarás. Y entonces serás feliz.
– Soy feliz. Siempre lo he sido.
– No es lo mismo. No puedes saberlo hasta que lo hayas sentido."
En la vida hay cosas que uno cree conocer, pero hasta que no las experimenta, no entiende realmente nada. Así ocurre con el amor. Uno oye siempre de él, pero se pregunta incluso si existe. No nos dice nada, hasta que lo experimentamos.
Esa es la lógica de Primera de Juan. Para poder amar a Dios, tenemos que haber sentido primero amor (1 Jn. 4:19). Es por eso que resulta inútil discutir con ciertas personas sobre la fe. La gente pide pruebas, pero si uno no está dispuesto a ponerla en práctica, ¿de qué sirve hablar de ella?
¿JUICIO DE DIOS?
El desengaño de Hemingway marcó toda su vida, pero también su visión de Dios, no como Alguien a quien amar, sino como un Juez castigador. Es lo que Pablo Martínez llama la teología del garrote. Por ella imaginamos a Dios con un palo, esperando el momento en que fallemos. Henry, por eso le teme, durante la noche.
Muchos viven dominados por el terror. Tienen miedo de que les ocurra cualquier calamidad, como juicio a sus pecados, o sufran incluso una retribución, por su escaso progreso en una vida santa. Si, cuando algo malo nos pasa, pensamos que es por un castigo de Dios, es porque no hemos descubierto todavía la inmensidad de su amor.
Es así cómo ora Henry, cuando Catherine va a morir, después de la cesárea. Es un problema de corazón. Aunque pensamos que tenemos un corazón de oro, la Biblia nos enseña que, naturalmente, no estamos capacitados para amar. Si podemos amar, es porque Dios está en nosotros (Gálatas 5:22-23). Si no, el resentimiento y la desconfianza nos dominan. No podemos amar, tal como somos.
El hombre natural rechaza la idea del Juicio, como una superstición primitiva, pero se consuela pensando que si hay finalmente un Dios, será un Dios de amor. ¿Cómo lo sabe? ¡Ese es el problema! Muchos dicen que no tienen miedo a la muerte, pero en realidad no saben lo que ocurrirá. El temor a la muerte es el miedo a lo desconocido, que esclaviza a la humanidad, por la obra del maligno (Hebreos 2:15). Intentar deshacerse de eso, diciendo que son sentimientos que nos reprimen por causa de nuestra educación, es como silbar en la oscuridad para convencerse que uno no tiene miedo.
“El temor al más allá”, dice Shakespeare en “Hamlet”, viene de que es “la tierra inexplorada, de cuyas fronteras ningún viajero vuelve”. Bueno, uno sí, ¡ese es el Evangelio! El Príncipe de Paz ha ganado con su muerte, “la guerra que acabará todas las guerras”. Su regreso a la vida anuncia el día cuando “ya no habrá muerte ni dolor” (Apocalipsis 21:4). Mientras “oiréis de guerras y rumores de guerras, pero aun no es el fin” (Mateo 24:6). La semana que viene seguiremos atravesando este valle de sombras que reflejan las películas de la primera guerra mundial, a la Luz que un día disipará todas las tinieblas...
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