Texto publicado por primera vez en la revista Restauración, en mayo de 1978.
En mi estimación, don Adolfo, usted es una de las mentes más claras que tiene el teatro español y un actor completo. Es usted un intelectual en la escena y en la vida. No ha habido representación suya en Madrid a la que yo no haya asistido y me he trasladado dos veces a Barcelona con el exclusivo propósito de verle actuar porque a mí me fascina el teatro. O sea, soy un "fans" suyo desde la distancia y el anonimato. También leo sus artículos. Todos los que alcanzo. Recuerdo con especial deleite un reportaje suyo sobre un festival hippy en la isla inglesa de Wight, aparecido en A.B.C. de los domingos hace algunos años. Yo he leído a Huxley, a Marcuse, a Timoteo Leary; he hablado con "hippies" en Nueva York, en Los Ángeles, en Londres, en Paris. Sus conclusiones en aquél artículo las hice mías casi en su totalidad. Porque conozco el tema.
Pero su cambio en los últimos años ha sido excesivamente brusco. Usted ha pasado en poco tiempo de la flor al estiércol, del gorrión al murciélago. Compro la revista Interviú principalmente por leerle a usted. Cuando salgo de España pido a mis amigos que me la reserven. No quiero perder un solo número. Ahora regreso de un viaje por los Balcanes y me encuentro con el número 95 de esta revista, que corresponde al 15 de marzo último. He pasado páginas en busca de su colaboración y mis ojos han tropezado desagradablemente con este título: A la mierda. Lo he leído, claro. Para usted, “la mierda es una gozada maravillosa”. Según usted, de la mierda venimos, a la mierda vamos y todo cuanto nos rodea, mundo, hombre, familia, religión, amigos, poder, ambición, arte, historia, valores, sociedad, intelecto, sentimiento, progreso, altruismo, todo, todo es una mierda. Somos, cito sus palabras, “una mierda grande como las pirámides de Egipto, larga como la muralla de China”.
Pues no, señor Marsillach. No lleva usted razón. Y quiero decírselo. Tengo que decírselo. Conozco su gran capacidad para ironizar sobre escritos ajenos y sé que puede contestarme con una diatriba implacable. Además le sobran plataformas para hacerlo. No me importa. Es una violenta necesidad, casi física la que tengo de decir a usted y a otros escritores españoles de su misma óptica tales como Cela, Umbral, etc., que ni la vida ni el hombre son lo que ustedes reflejan en sus escritos. Ustedes se han declarado más de una vez agnósticos, pero no son fieles ni siquiera a esta filosofía. Ustedes escriben desde el hedonismo más bajo; y añadiría que también desde el hediondismo, porque sólo describen el excremento y la fetidez de la vida.
Agnósticos eran Larra, y Ganivet, y García Lorca, y Miguel Hernández, y Ortega, y toda la generación del 98 exceptuando algunos nombres, como el de Unamuno, Maeztu, etc. Agnóstico es el profesor Tierno Galván. Pero lea, lea usted a éstos hombres, descubrirá en ellos una gran compasión por el ser humano y una hambre callada de Dios.
Ustedes lo ven todo negro, todo sucio; ustedes ven mierda hasta en los ojos azules del niño, hasta en la mirada limpia de la muchacha. Que no preocupe a ustedes el misterio de Dios, que traía de cabeza a Camús, a Huxley, incluso a Gide, es cosa suya. Pero al menos háblennos de la esperanza humana, como Malraux y Sholojov; exalten los grandes amores del hombre, como hicieron Valery, y Brecht, y tantos otros. Ya está bien de tanta basura.
Los que tenemos otra visión de la vida, ¿estamos obligados a callar? El hecho de que nuestra protesta no sea comercial, ¿significa que hemos de tragarnos la rabia y el dolor?
Voy a contar a usted un cuento de niños, pero no precisamente para niños. Permítame que descienda del Areópago al Agora. En el pueblo llano se encuentra a veces mayor contenido de sabiduría que en los profesionales del intelecto. A usted le gusta ser pueblo. Lo sé. Lo ha proclamado muchas veces. Ello le hará aceptar sin ofensa intelectual el cuentecillo y su moraleja.
Se trata, don Adolfo, de un niño que caminaba junto a su abuelo, manos apretadas, por la orilla de una playa muerta, utilizada como vertedero de escombros. El abuelo, mire usted, quería dar una lección al niño. Y le preguntó qué veía.
-Basura, abuelo, escombros; y además huele mal.
Calló el abuelo. Siguieron playa arriba, y de nuevo la misma pregunta del viejo.
-¿Otra vez, abuelo?, contrapreguntó el niño molesto. Ya te lo he dicho, basura, malos olores.
Evidentemente, nieto y abuelo partían de objetivos ópticos distintos. E insistió el viejo.
-Y allí, ¿qué ves?
-¿Dónde?
-Al fondo, allá lejos.
-Allí veo el mar y el cielo que se unen, que se besan. Veo el horizonte despejado, abuelo.
¡Le voilá! Aranguren dice que nuestro estado de ánimo, más aún, todo nuestro mundo interior, colorea y condiciona nuestra perspectiva vital. Es lo mismo que quiso decir Campoamor con aquello del color del cristal que cada cual elige para mirar.
Usted las coge al vuelo, señor Marsillach. Las moscas, las personas y las ideas. No necesita de explicaciones. Pero sí que me aventuro al consejo, aunque me mande a hacer puñetas. En la vida no ve usted más que eso. Y no repito el substantivo porque ya huele hasta el bolígrafo con que escribo. Esto es así porque sólo mira la basura que le rodea, el olor de la cercanía, la fiera humana capaz de avergonzar hasta al lobo del fraile italiano.
¿Cree usted, de verdad, que la vida es sólo excremento? ¡Levante la mirada hacia más puros horizontes! ¿No hay niños que ríen? ¿No reverdecen los campos cada primavera?¿No brotan flores que colorean y perfuman la materia? ¿No quedan ya mares azules? ¿Han ennegrecido todos los cielos? Usted, que es también poeta, sabe que la poesía amarga y trágica de la llamada Beat Generation, tanto americana como europea, se lee hoy bastante menos que la poesía elevadora de Tagore, con cien rayos de esperanzas en cada verso. Será por algo, señor Marsillach. Será porque de los ocho mil millones de ojos vivos en la tierra hay una gran mayoría que prefiere el jardín al estercolero.
Tampoco el hombre es tan mala bestia como usted lo intuye. Porque le considero fundamentalmente un intelectual del teatro es por lo que le cito a Shakespeare. Si en la escena segunda, acto tercero de Hamlet dice el dramaturgo inglés que el hombre es un engendro pervertido de la naturaleza, que imita abominablemente la humanidad, en el primer acto de Julio César, escena segunda, aclara que “la culpa no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos ser inferiores”.
Si el hombre se comporta en la vida como esa nula materia excremental a que usted lo reduce, es porque no ha llegado a descubrir sus auténticos valores ni sus reales objetivos humanos, no porque sea pura maldad contaminadora. Al nacer, las estrellas le marcaron un destino que no ha logrado realizar. No es cuestión de vilipendiarlo por ello, sino de ayudarle. El desprecio y el insulto le degradará más; y la tarea de personas como usted debe ser otra: luchar para mejorar su condición, tender un puente de amor entre todos los corazones por el que podamos cruzar sin odiarnos al paso.
¿Cree usted que no hay gente que lo hace? ¿No existen entre nosotros hombres que arriesgan sus vidas por la libertad de otros? ¿No hay sabios que consumen su existencia en anónimos laboratorios con la única intención de combatir las enfermedades que disminuyen físicamente a los hombres? ¿No contamos con miles de organizaciones dedicadas al aniquilamiento de todas las miserias humanas?
Y aunque el mundo fuera un gigantesco pañuelo de luto y sangre; aunque el hombre olvidara por entero su condición humana y devorara a dentelladas a su hermano; aunque se plegaran los cielos, y se hundieran los montes, y desaparecieran los mares y la noche y el día se transformaran en columnas de fuego arrasador, todavía, señor Marsillach, nos quedaría Dios.
Ese Dios que está por encima de todas las definiciones en las que se le ha querido encajar; el Dios que desde las alturas se ríe de los desvaríos humanos: el Dios que continúa siendo el mismo ayer, hoy y por los siglos, no obstante, el empeño de las religiones por desfigurar su imagen.
Sin Dios, don Adolfo, continuamos esperando a Godot en un paréntesis desesperante. Con Dios, admirado Marsillach, hallará usted lo que yo, lo que hemos hallado todos los creyentes, eso que Camús denominó la religión de la dicha y que nos lleva a ver el mundo no como una mierda despreciable, sino como un jardín de flores marchitas al que todavía es posible regar en espera de la resurrección de las conciencias.
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