Somos profesionales en detectar defectos ajenos. En cambio, carecemos de pericia para detectar virtudes.
Toma una piedra en su mano. La agarra con fuerza.
La rugosidad del pedrusco, su porosidad, queda grabada en la piel. Toda la ira acumulada se transmite con ímpetu en la forma en la cual se agarra la piedra. Un mineral inerte que va a ser lanzado con fuerza, con arrogancia, con rabia hacia quien es merecedor; bajo una supuesta subjetividad, de tal castigo.
La mano que sostiene la piedra es la misma que acaricia el rostro del hijo, que riega las flores del balcón, que se bate en palmas o se alza en adoración.
La mano que sostiene la piedra es la mano que ayuda al anciano a levantarse de la silla, que atusa el cabello ser amado, que pasa las páginas de la biblia.
Una mano que sabe hacer el bien pero que es muy proclive a caer en el insano prejuicio.
Con mucha facilidad observamos errores en los demás. Somos profesionales en detectar defectos ajenos, alumnos aventajados en la labor de ver arrugas y manchas desplegadas en los atavíos de otros. En cambio, carecemos de pericia para detectar virtudes, esparcir halagos o mostrar admiración ante un atributo que merece nuestra aprobación.
Si nos arriesgásemos a mirar los corazones de las personas que nos rodean puede que las virtudes que pasan desapercibidas nos saliesen al paso asombrándonos con un ramalazo de humildad. Procedemos a censurar con indulgencia imitando el comportamiento fariseo y así creernos más sabios, más justos, más... Y cuanto más y más crece nuestro afán por mirar las faltas en otros, mucho más se empequeñece nuestro corazón.
¿Quiénes somos para emitir juicio contra nadie? Aun sabiendo que no estamos autorizados a hacerlo encontramos implícitas razones para juzgar, zarandeando con palabras o acciones a quienes, a nuestro parecer, son merecedores de tales sacudidas.
Observemos la cantera de la cual fuimos rescatados, el hueco inmenso que allí quedó. Si actuamos justamente veremos que la piedra que sostenemos en nuestra mano lista para ser lanzada, ha de caer a nuestros pies reconociendo su derrota y asimilando que es mucho más sensato servir para edificar que para condenar.
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