Todos tenemos siempre la posibilidad de escoger lo que tenemos dentro de nosotros, lo que permitimos que salga de nuestro corazón.
Una de las películas sobre baloncesto más conocidas es Hoosiers, que narra la historia de cómo el Instituto Milan, de una pequeña localidad, ganó el campeonato estatal de baloncesto de Indiana, en Estados Unidos. Para ellos, haber llegado a la final era algo casi impensable, así que cuando pisaron el gran palacio de deportes todos los jugadores se sintieron bastante asustados. El entrenador llevó consigo una cinta métrica e hizo que sus jugadores midieran la distancia desde el suelo hasta la canasta. «Tres metros y cinco centímetros», le dijeron. Él les contestó: «Exactamente igual que en la cancha de nuestra Universidad». Lo mismo hizo con las áreas, las líneas, etc., para que sus jugadores se dieran cuenta que todo era igual que en el campo donde competían todos los años; así que podían jugar como siempre y ganar. Y ganaron.
Los sentimientos se contagian. Es una ley humana universal: lo que tenemos a nuestro alrededor acaba entrando dentro de nuestro corazón. Una persona pacífica hace más pacíficos a los que tiene cerca, una persona enfadada acaba por sacar de quicio a todos.
El que se queja siempre convierte a sus amigos en un coro de quejosos. Una persona que agradece enseña a los demás a ser felices. Un solo cobarde puede bastar para arruinar el buen día de los demás. Un «desanimador» hace caer derrotados a los que tiene consigo, aun antes de comenzar el día. Es curioso que en la Biblia Dios no dejara que los desanimados formasen parte del ejército de Israel; cuando alguien tenía un carácter decaído lo mandaban a casa. Era muy peligroso que contagiase a los demás.
Lo que estoy tratando de decir es que todos tenemos siempre la posibilidad de escoger lo que tenemos dentro de nosotros, lo que permitimos que salga de nuestro corazón. Siempre podemos decidir si vamos a ayudar o a estorbar. Nuestras palabras hacen mucho más de lo que pensamos en la vida de nuestros amigos.
Si hoy no es uno de nuestros mejores días, es mejor que nos quedemos callados; puede que otros nos ayuden a seguir adelante. Si somos nosotros los elegidos para animar y alentar, debemos hacerlo con todo nuestro entusiasmo. Merece la pena luchar por lo que anhela nuestro corazón: en cierto modo, no importan los resultados, o si muchas personas nos han hecho caso, porque la ilusión con la que compartimos y la fe que derrochamos habrá valido la pena. Seguro.
No cabe ninguna duda de que siempre es mejor vivir con entusiasmo, aunque pueda llegar el fracaso, que morir en el aburrimiento del cínico realismo. Es mejor poner todo nuestro corazón en lo que creemos que debemos hacer que estar midiendo cada paso que da nuestra alma ilusionada porque haya algunos que piensen que somos un poco tontos. Todo el mundo sabe que solo los que luchan pueden conseguir la victoria, aunque para ello tengan que fracasar muchas veces.
Y cuando el ánimo falta, hay que recordar aquello de que «Espero al Señor, lo espero con toda el alma; en su palabra he puesto mi esperanza» (Salmo 130:5 NVI). Con él renovando nuestro interior, los momentos de gloria aparecen cuando menos lo esperas.
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