Los humanos sí son responsables de sus actos, al ser criaturas morales, de ahí que cae por su propio peso que ha de haber un momento en el que cada persona responda de los mismos.
En estos días en los que asistimos en España a la celebración de un importante juicio que se lleva a cabo en el Tribunal Supremo, me vino a la mente la escena descrita en el último libro de la Biblia, Apocalipsis 20:11-15, donde se cierra una era y se abre otra totalmente distinta, siendo el punto de inflexión la celebración de un juicio, al que se ha denominado muy apropiadamente juicio final y también juicio universal. Es final, porque su sentencia es determinante y no transitoria, al no caber apelación alguna a otro tribunal. Y es universal, porque no hay ningún ser humano que esté exento de comparecer.
La escena es de una solemnidad y grandeza sobrecogedora, hasta el punto de que cielos y tierra desaparecen, al no poder soportar la gloria del Juez que está sentado en el trono de juicio. Ya el Salmo 104:32 deja constancia de la trascendencia abrumadora de Dios: ‘Él mira a la tierra y ella tiembla’, pero la diferencia es que en la escena del juicio final ya no sólo es que la tierra tiemble ante su presencia, sino que se desvanece, juntamente con el cielo, lo que muestra que no hay más que una Realidad, frente a la cual toda otra realidad, por más impresionante que pueda ser, es insignificante y hueca.
Una de las cualidades que tenemos los seres humanos es que somos seres responsables, lo cual indica que hemos de responder de nuestros actos. La diferencia abismal que hay entre animales y seres humanos radica precisamente en esa cualidad, dado que los primeros no son responsables de sus actos y los segundos sí, al ser criaturas morales, de ahí que cae por su propio peso que ha de haber un momento en el que cada ser humano responda de los mismos, momento que es precisamente el de su comparecencia ante este Tribunal Supremo. Tal vez alguien diga que ese ejercicio de responsabilidad ya lo efectúa el individuo mismo ante su propia conciencia, pero esa clase de ejercicio no puede considerarse válido ante terceros, porque nadie puede ser juez y parte. Por eso es imprescindible que haya un juez objetivo, como es el caso con este juicio final.
La imparcialidad de este alto Tribunal está garantizada, no existiendo la más mínima grieta por la que pueda colarse la arbitrariedad, prejuicio o ilegalidad. No hay tendenciosidad ni acepción de personas. Todo es hecho conforme a la norma de justicia, norma que el mismo trono muestra, por el color blanco que tiene.
Que esta comparecencia es inescapable se subraya al afirmar que todos los muertos, grandes y pequeños, se presentan, siendo entregados por quienes los retenían, ya sean la muerte, el Hades o el mar. Nada ni nadie podrá impedirla, ni siquiera esas poderosas fuerzas mencionadas, que parecen ser dueñas de los muertos. En realidad no son dueñas sino guardianes temporales, de ahí la inutilidad de pensar que puede haber escapatoria de esta comparecencia.
Una comparecencia que es necesaria, al ser la manera en que la justicia prevalecerá de forma definitiva frente a lo malo, que recibe justa retribución. La experiencia en esta vida es la que describe Eclesiastés 3:16, con su crudo realismo: ‘Vi más debajo del sol: En lugar del juicio, allí impiedad; y en lugar de la justicia, allí iniquidad.’ Pero ante este gran trono blanco no hay lugar para tal alteración, al ser definitivamente la justicia puesta en su sitio.
Que los libros sean abiertos en este juicio significa que todo lo reservado, privado y secreto, juntamente con lo público y notorio, será expuesto a la luz. Nada quedará sin ser conocido. Si ahora que vivimos en la era digital no es difícil para la tecnología mantener un registro de la huella que dejamos, ¿cómo no va a poder hacerlo el Creador del universo, en una manera exhaustiva y profunda?
El procedimiento del juicio se lleva a cabo con todas las garantías, porque la sentencia será según hayan sido las obras. Son esas obras las pruebas concluyentes e irrefutables por las que cada uno es juzgado, de manera que son ellas en última instancia el factor determinante. La sentencia del Juez se basa en esas obras.
¿Quién podrá pasar indemne este juicio? ¿Quién reunirá los requisitos morales suficientes para ser declarado justo?
Pero en el procedimiento de este Tribunal hay un registro insólito, otro libro, que es el libro de la vida. El libro de las obras es obra nuestra, pero el libro de la vida tiene otro autor. Y a ese autor se le menciona en Apocalipsis 22:17: ‘…los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero.’ El libro de la vida es un libro de salvación, salvación hecha posible por el Cordero. ¿Quiénes son los que están inscritos en tal libro? Los que se han acogido a la sangre redentora derramada por ese Cordero, que es Jesucristo. La sangre del cordero que protegió a los israelitas de la sentencia de muerte en Egipto, fue una figura de la sangre que libra de la sentencia de condenación. Una condenación que consiste en una cadena perpetua irrevocable, en las peores condiciones y con la peor compañía. Pero la salvación fraguada por el Cordero es una salvación para vida, en las condiciones más gloriosas y con la compañía más maravillosa.
Por todo ello es preciso reflexionar y tomar medidas urgentes y profundas, en vista de esta comparecencia, porque no habrá después una segunda oportunidad. La oportunidad es ahora.
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