Es caprichosa, nos divierte, nos engaña, juega cuando le apetece, nos riñe, nos enseña, nos encauza, nos maltrata.
La vida manda, con sus leyes y costumbres trata con nosotros. A veces nos hace héroes, otras víctimas. Somos el objeto de su deseo. Nos atrapa al amanecer y cuando el sol se oculta se acentúan sus garras sin remedio. Ante su poder no tenemos opción alguna, se impone sin dar razones. Es caprichosa, nos divierte, nos engaña, juega cuando le apetece, nos riñe, nos enseña, nos encauza, nos maltrata. En ocasiones nos ensalza para humillarnos después, pero estamos en sus manos. Contra esta ley de vida nos rebelamos siempre y en realidad poco podemos hacer, salvo aceptar con más o menos benevolencia lo que cada día nos entrega.
"Es ley de vida", frase hecha o respuesta recurrente que se da a la persona que está sufriendo por causas que se juzgan como naturales, incluso sin ser el percance algo común se suele responder con ella. Pasa, además, que esta expresión es egoísta y cómoda para quienes consideran que tu pena es de menor calibre que la suya, lo que ellas padecen se supone mucho peor que tu sufrimiento. Lo que a ellas les acontece es algo tan sobrenatural que el consuelo no tiene cabida, pero lo tuyo sí, lo tuyo es normal y tienes la obligación de aceptarlo sin quejarte.
El término, al mismo tiempo de manido, no consuela, parece colmado de empatía, pero está vacío, la pronuncian al tuntún porque no saben qué otra cosa mejor decir. Se acogen a ella quienes carecen de la capacidad de ponerse en el lugar del otro y están pensando en el fondo "qué sabrás tú del dolor, mírame a mí y te enterarás de lo que es sufrir". Cierto es que los pesares hay que compartirlos, pero nunca usarlos como armas de lucha intentando desacreditar los del otro.
Es sumamente crucial cuidar nuestro acompañamiento en el dolor. Hoy día, la citada certificación sirve de poca o ninguna ayuda para el receptor. A cada cual le duele lo suyo, eso es naturalmente legítimo, pero no justifica menospreciar el sufrimiento ajeno. Por naturaleza, unos somos más fuertes que otros, pero el refuerzo mental se requiere siempre y resulta penoso oír cómo se comparan las dolencias. El aliento que queremos transmitir suele ser peor que si guardamos un silencio digno acompañado de una caricia en el hombro, un beso, un abrazo.
Como cristianos estamos llamados a consolar, aliviar los pesares, el dolor o el disgusto del otro. Es necesario dejar hablar, permitir el desahogo y no meter la cuña acostumbrada por parte de algunos de "¡A mí me lo vas a decir!". No se trata de competir con el padecimiento ajeno.
Sí, lo que nos sobreviene es ley de vida que podemos suavizarnos unos a otros antes de que la desgracia termine condenándonos a la infelicidad.
A cada uno de nosotros le falta el cuidado, la mirada comprensiva del otro, el acercamiento de corazón a corazón. Es algo que se nos presenta con urgencia, sentir que nuestra pena, y no sólo la del otro, también es dolorosa.
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