Era un proyecto inacabado, lleno de las mejores intenciones, pero también de la torpeza y necedad que acompaña incluso los actos más desinteresados.
Hace cuarenta años de la masacre de Jonestown. El Templo del Pueblo fue una iglesia evangélica que se hizo conocida en San Francisco por unir la espiritualidad pentecostal con la integración racial y el compromiso social con los menos favorecidos. La pregunta de cómo Jim Jones (1931-1978) la logró convertir en una secta tan peligrosa ha intrigado a muchos desde entonces.
Este verano hice la serie más larga que recuerdo en la convalecencia de una operación, al cumplir medio siglo los Niños de Dios y su Familia del Amor. Al tener que volver a ser intervenido hace poco con otros resultados de los que esperaba, pensé en combatir el desánimo con otro desafío que me entretenga estos días de dolor y malestar.
Saqué de la estantería una docena de libros sobre el Templo del Pueblo, entre ellos la monumental biografía de Jim Jones que publicó Planeta en los años 80. Y he empezado a leer lo mucho que se ha hecho en el campo académico por el aniversario en los Estados Unidos, donde ha aparecido una serie documental en la televisión de Sundance sobre este momento de Terror en la Jungla y una larga serie de podcasts con las grabaciones originales de las Transmisiones de Jonestown.
Volveré a ver las películas que tengo en DVD e intentaré ponerme en el lugar de este predicador, para comprender los dilemas a los que se enfrentó. Quiero entender su locura, pero sobre todo aprender de sus errores. Sé que muchos no apreciarán el esfuerzo de empatizar con alguien así, pero no sé otra manera de acercarme al misterio del mal, que identificarme con el problema y darme cuenta de que no hay otra solución que la que Dios nos da en Cristo Jesús.
¿UN FINAL ANUNCIADO?
Sé que no es difícil, sino imposible, pensar en Jim Jones sin tener en cuenta que es el principal responsable de la mayor pérdida civil americana de vidas humanas en un acto deliberado, hasta los ataques del 11 de septiembre del 2001. A pesar de ello, quiero que hagan el esfuerzo de ir al principio de esta historia, cuando este chico era un joven predicador que buscaba la justicia social y la obra del Espíritu Santo en un ministerio que unía la reconciliación racial con las señales milagrosas de la obra sobrenatural de Dios por la humanidad que sufre.
Ahora todos sospechan de sus motivaciones, porque conocemos cómo acaba la historia, pero su vida entonces –como la nuestra ahora– era un proyecto inacabado, lleno de las mejores intenciones, pero también de la torpeza y necedad que acompaña incluso los actos más desinteresados. Sabemos cómo acabó todo. No hace falta que nos lo recuerden sus comentarios. Lo que les propongo al principio de este viaje es conocer a alguien del que no sabemos mucho realmente. Su vida –como la de todos nosotros– es un enigma, incluso para los que nos rodean. Sólo hay Alguien que nos conoce como realmente somos.
Al leer extensamente sobre la vida de alguien como Jim Jones, uno se da cuenta la cantidad de errores que hay en los datos que manejamos. Algunos son falsedades, pero generalmente son mal entendidos que responden a la idea preconcebida que tenemos de esa persona. La realidad es siempre mucho más compleja de lo que imaginamos. Para entender Jonestown, no basta leer un artículo de Wikipedia o un capítulo de un libro sobre sectas. Hay que asomarse a la oscuridad de tu propio interior, algo que da vértigo sólo de pensarlo…
LA TRADICIÓN EVANGÉLICA DE SANTIDAD
Jones nació en plena Depresión. Tras la crisis del 29, la vida en un pequeño pueblo de Indiana en 1931 era bastante dura. Crete no tenía más que media docena de casas. En el porche de una vivienda blanca de dos pisos sobre una loma, había una mujer menuda y morena que acababa de tener su primer hijo a los 28 años. El pelo oscuro y lacio del niño contrastaba con la mayoría de la gente que vivía allí, rubia y de origen germano. Por eso le llamaban El Cuervo. Él decía que tenía sangre india. A veces la atribuía al padre, otras a la madre. Como tantas cosas que se dicen de él, no hay evidencia de ello.
El padre se alejó de su educación cuáquera –estrictamente pacifista– cuando fue a la primera guerra mundial. Vino de Francia con los pulmones dañados por el gas mostaza y a causa de la Depresión, tuvo que vender sus tierras, para trasladarse con su familia a su tierra natal en Hossier. Era dieciséis años mayor que su mujer, que tampoco era muy religiosa. Lynetta era una madre trabajadora, empleada en una fábrica, que se comprometió en la lucha sindical. Tenía cierta educación, pero sobre todo un carácter independiente. Sus ambiciones habían quedado frustradas por un matrimonio, que acabó separándose pronto. Bebía cerveza y fumaba, pero no le importaba que su vecina nazarena llevara al pequeño Jimmy a la iglesia, donde recibió una formación bíblica en la tradición evangélica de santidad.
Niño solitario, amaba los animales, pero no tenía más compañía que la señora Kennedy, su única vecina, que hacía de sustituta de su madre, mientras ella trabajaba. La mujer se propuso salvar su alma. Le hablaba de Dios todo el tiempo, mientras su padre se aleja del niño, inmerso en la amargura de la autocompasión que nace de su enfermedad, pero aumenta con el suicidio de su hermano y la separación de su mujer. La madre se sacrifica por dar una educación a su hijo, que estudiara enfermería en Richmond, donde conoce a su mujer, Marceline.
Al hacerse Jimmy pentecostal, su madre temía que se convirtiera en predicador, ya que su pasión evangelizadora le llevó a recorrer las calles con una gran biblia negra apretada contra el pecho. Al principio era tan excéntrico que iba envuelto en una sábana, ofreciendo salvación a los transeúntes y advirtiendo del infierno a los jugadores. Su púlpito era el cruce de dos calles con una taberna en cada esquina. Iba con la Biblia a todas partes, parafraseando la Escritura e implorando con el que quisiera, la entrada del Espíritu Santo en su corazón. No se juntaba con otros adolescentes, porque para él, beber, bailar y jugar a las cartas era pecaminoso. Jones, en ese sentido, era el típico producto de la tradición evangélica de santidad del Medio Oeste americano.
CONCIENCIA SOCIAL
Lo que nos resulta ahora extraño de un evangélico como Jones es que tuviera ideas socialistas y una gran conciencia de la discriminación racial. La explicación es que los evangélicos no eran entonces sinónimo del “partido republicano en oración”, como son hoy. Hasta la Mayoría Moral de Reagan hay diversidad en las ideas políticas de los evangélicos. No existía nada parecido a la “derecha religiosa” en la época de Nixon. Todo lo contrario. Había evangélicos en los dos partidos, ya que no había comenzado todavía “la batalla del aborto”. Ahora las opiniones políticas de los evangélicos se han vuelto bastante más predecibles…
Jones se enfrenta al “pecado original” de esta nación que se ufana en ser “cristiana” desde sus orígenes, pero ha tolerado el racismo, por el cual un diácono de la iglesia bautista del sur podía ir a la escuela dominical después de haber azotado a sus esclavos. No veían conflicto en ello. Esto es lo que aleja a Jones del protestantismo, hasta que lee la declaración metodista de 1952 contra el racismo, una década antes de la lucha por los derechos civiles. Su esposa era metodista y se hace candidato al ministerio de esta iglesia en Somerset, pero no tarda en descubrir que una cosa es la teoría y otra, la práctica. Se da cuenta que es la tradición pentecostal la que ha logrado eficazmente la integración racial sin un discurso social que la acompañe.
Muchos piensan que Jones se hace sólo carismático para transmitir su mensaje de justicia social. El problema es que él se hace primero conocido en el medio pentecostal como un predicador de sanidades. Me cuesta pensar que todo fuera una impostura. Según algunos, los testimonios de milagros y las manifestaciones de los dones del Espíritu serían reales, pero su ministerio sería una representación. Algo que cuesta también imaginar. Todo parte de la duda sobre la honestidad del fundador del Templo del Pueblo.
El Templo comienza con el nombre de Comunidad Unida en Indianapolis en 1955, después que dejara la iglesia pentecostal del Tabernáculo de la calle Laurel. La razón parece que fue el rechazo del pastor que venía a sustituir, por jubilación, a la creciente presencia afroamericana en su congregación. De ello daba testimonio el propio pastor adjunto, Winberg, que se fue con él. Al pastor asistente blanco se une uno negro, Archie Ijames. Este carpintero de profesión deja su trabajo, para dedicarse a conseguir alimentos para los pobres, ya que la iglesia daba 2.800 comidas al mes en su comedor de beneficencia. Abrieron un asilo, pagaban la renta de indigentes, suministraban ropa gratis y distribuían carbón a los pobres.
EL MAL DEL RACISMO
Hay mucho que decir sobre la ortodoxia de Jones. Es bastante dudosa. Basta ver su conexión con William Branham (1909-1965). Juntos organizaron la convención con la que Jones se presenta al público pentecostal en el Tabernáculo Cadle de Indianapolis en 1956. Aunque Branham negaba a veces ser de “sólo Jesús”, ya que hubo períodos que no reconoció que su teología era la del monarquismo modalista del pentecostalismo “unicitario”, no hay duda de que tenía reparos con la doctrina trinitaria. Su negación del pecado original –por su doctrina de “la simiente de la serpiente”– va acompañada de ideas aniquilacionistas y una escatología que acaba sugiriendo que él podría ser el séptimo ángel de Apocalipsis.
No está claro que Jones compartiera la teología completa de “la lluvia tardía” y “los hijos de Dios manifestados” de Branham –cuya “palabra de fe” introduce el “evangelio de la prosperidad”–, pero sí su práctica de un ministerio basado en las “palabras de conocimiento” y sanidades, como un medio para conseguir influencia en el ámbito pentecostal. Su biógrafo Reiterman observa que deseaba “poder atraer a las asombrosas muchedumbres que se congregaban alrededor de los milagreros, para encauzarlas, tanto a ellas como a su dinero, hacia un buen fin”. Es cierto que “en su mente estaba ante todo la ayuda a los desheredados, pero bajo esta capa se encontraba una necesidad personal de ser admirado, amado y elogiado por la muchedumbre”.
Jones lamentaba que le siguieran sólo por los milagros, pero detrás de su búsqueda de un “ministerio de poder”, lo que ansiaba era “el poder del ministerio”. Reiterman constata que “el principiante Jim Jones no podía rivalizar con los promedios de William Branham” de que “cuánta más gente cayese, mejor”. En el caso de Branham se desplomaban sin ni siquiera tocarlos, pero Jones llegó así a aumentar la congregación afroamericana. Dio lugar al ejercicio de los dones en sus cultos, aunque considerara “las lenguas” un galimatías. Según Reiterman, “simplemente disimulaba”.
Lo cierto es que Jones entendió que el racismo era un problema tal, a la luz del Evangelio, que se había convertido en “el pecado respetable” del cristianismo evangélico americano. Es la idolatría de una sangre y una nación, que contradice lo que el apóstol anuncia en Hechos 17:26, cuando dice que Dios creó todas las razas de una misma humanidad. Toda vida humana es hecha a la imagen de Dios y tiene el mismo valor para Él (Génesis 9:5-6).
Como observa Tim Keller en su último libro sobre Jonás, cuando anteponemos los intereses nacionales al bien espiritual, estamos bajo el juicio de Dios (Jonás 4). El Evangelio derrumba todas las barreras raciales que dividen a la humanidad (Gálatas 3:28). No podemos mantener esas separaciones sin caer bajo la reprensión apostólica con la que Pablo muestra a Pedro que está actuando en contradicción con el Evangelio (Gálatas 2:14-18). Es el propio Evangelio, lo que está en juego. En eso por lo menos, Jones no se equivocó…
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