¿Quién podrá arreglar este estado de cosas? La humanidad necesita desesperadamente una solución y no superficial ni pasajera.
Si hubiera que definir con una palabra el sentimiento generalizado que invade a buena parte de este mundo, podría resumirse en la palabra malestar. Da igual adonde dirijamos la mirada, el sentir de malestar se aprecia aquí y allá, variando solamente en intensidad, al ser en unos lugares un malestar profundo y en otros muy profundo. Ese malestar ha penetrado incluso en las sociedades del bienestar, las que parecían haber ahuyentado ese fantasma, que ha hecho acto de presencia con su amenazante rostro, trayendo incertidumbre y temor.
Recientemente se celebró el centenario de la terminación de la I Guerra Mundial, aquella gran guerra que asoló buena parte de Europa. Al acabar la misma se hicieron toda clase de declaraciones solemnes, repletas de buenos deseos, para que fuera la última guerra de la humanidad. Tanto horror, tanto sufrimiento y tanta muerte no podían repetirse de nuevo. Pero la realidad que nadie quiso ver es que ya en la misma firma del Tratado de Versalles, que ratificaba el fin del conflicto, estaban echadas las semillas del odio que en el lapso de dos décadas se harían patentes con el estallido de la II Guerra Mundial. Y de este modo todas aquellas grandilocuentes palabras, sobre un futuro sin guerras, quedaron contradichas por la realidad; una realidad mucho peor de lo que nunca se había podido imaginar.
Resulta llamativo considerar que nada más finalizar la I Guerra Mundial el mundo se lanzara frenéticamente en aquella euforia colectiva que fueron los años veinte. Los locos años veinte. Un optimismo insensato que todo lo inundó, en un delirio arrebatado de desenfreno, abruptamente terminado con el hundimiento de la Bolsa de Nueva York en 1929, que produjo una profunda crisis económica, política y social, la cual fue el caldo de cultivo de la catástrofe que una década más tarde se produciría.
El dicho de Hegel de que la única lección que nos enseña la historia es que la humanidad no aprende nada de ella, se había hecho realidad una vez más. Porque para aprender de los errores es necesario pararse a pensar, analizar las causas, corregir lo deficiente y establecer medidas profundas tendentes a impedir la repetición de los tales. No lanzarse en una irreflexiva carrera, imaginando que hay soluciones fáciles a problemas difíciles y que de lo que se trata es de disfrutar el aquí y ahora, sin pensar en el ayer ni en el mañana.
También tras la II Guerra Mundial se volvieron a hacer votos para que la humanidad nunca sufriera más el azote de la guerra. Desde entonces son incontables las guerras locales que se han librado y se libran en diversas partes del mundo. Y el creciente y cada vez más profundo malestar que recorre a las naciones en nuestros días no presagia nada bueno. De ahí que la pregunta es: ¿Estamos irremediablemente abocados a tener que conformarnos con lapsos de tiempo más o menos largos en los cuales, después de la catástrofe, hay una tregua, hasta que llegue la siguiente catástrofe? ¿Quién podrá arreglar este estado de cosas? La humanidad necesita desesperadamente una solución y no superficial ni pasajera.
Y aquí es donde se hace patente una palabra que pronunció David hace 3.000 años, al anunciar de parte de Dios que ‘habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios’ (2 Samuel 23:3). El mismo David que dijo que no hay justo, ni aun uno, es el que afirma que habrá un justo. Es la magnífica excepción a la regla de la injusticia generalizada de los hombres. La justicia de ese justo no es de acuerdo al criterio humano, porque entonces sería exterior y parcial, sino que es según el criterio de Dios, esto es, absoluta y perfecta.
Y ese justo va a gobernar en el temor de Dios. Los gobernantes normales gobiernan de acuerdo a otros temores. Hay los que gobiernan por el temor a las urnas, es decir, a lo que puede salir de las urnas en las siguientes elecciones, de manera que sus decisiones están condicionadas por ese factor, porque no les importa tanto la justicia como la conveniencia, la conveniencia de salir elegidos. Hay los que gobiernan, allí donde no hay urnas, por el temor a sus enemigos, que pueden arrebatarles el poder por la fuerza, de modo que todas sus medidas van dirigidas a salvaguardar su puesto por todos los medios, aniquilando a sus enemigos. Pero el gobernante que anuncia David gobierna guiado por otra clase de temor, el de Dios, de modo que su directriz es que su gobierno sea la voluntad de Dios en medio de los hombres. Un gobierno que será ‘como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra.’ Es decir, un gobierno de plenitud y bendición, donde no hay cabida para lo oscuro o tenebroso.
La Navidad conmemora el nacimiento de ese justo, predestinado para gobernar. Un gobierno que no tiene sustituto ni alternativa, al constatarse que ningún gobierno de este mundo tiene la capacidad para solventar de manera definitiva y verdadera el cáncer del predominante malestar y sus desastrosas consecuencias. Un gobierno por el que ese mismo futuro gobernante nos enseñó a orar: ‘Venga tu reino.’ Navidad: Se trata de un gobernante.
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