Eres ciudadano de la primera por nacimiento y por obras. Pero puedes ser ciudadano de la segunda por el nuevo nacimiento y la fe en Jesucristo.
Los seres humanos tenemos la tendencia a asociarnos, porque las ventajas de vivir en sociedad son mayores que sus inconvenientes. Incluso los que viven en las regiones más despobladas, como pueden ser los beduinos en el desierto o los esquimales en el polo, procuran vivir en grupo. Es decir, la idea de ciudad surge de una necesidad, siendo la ciudadanía la pertenencia a una determinada ciudad o comunidad. Según sea la ciudad así será la ciudadanía, de manera que la ciudad determina la ciudadanía.
La primera vez que aparece la palabra ciudad en la Biblia es en referencia a Caín, cuando funda una, a la que pone el nombre de su hijo. Es decir, Caín va a dejar su impronta en esa ciudad, como ocurre siempre entre autor y obra, por lo que su ciudad será la plasmación de sus ideas, su proyección personal. Tal cual es Caín, así será la ciudad que funda. Es llamativo que la primera mención a una ciudad en la Biblia esté asociada a un nombre tan poco edificante como el de Caín, lo cual es todo un presagio de lo que significa la sociedad que el hombre funda.
Pero mientras esa ciudad es un proyecto individual, Babel va a ser un proyecto colectivo, proyecto que no solamente es material sino que tiene una componente ideológica, porque hay una manera de pensar que está detrás de la construcción física. No es solamente una cuestión de ladrillos tangibles sino de ladrillos ideológicos, cuyo fin es la propia gloria humana. Lo que se es capaz de hacer (la técnica más avanzada), hasta dónde se puede llegar (hasta el cielo) y para qué se quiere hacer (para hacerse un nombre), son las características que definen a esta ciudad, que será prototipo de todas las que vendrán después, de manera que bien se le puede denominar la madre de todas las ciudades, porque todas ellas llevan, en un grado u otro, sus rasgos característicos. Es con justicia que se le puede llamar la ciudad de los hombres, porque es obra de los hombres, desde los planos hasta la construcción. Pero, y aquí está lo más importante, es una ciudad bajo el juicio de Dios.
Estos dos ejemplos están al principio de la Biblia, marcando un rumbo que se podría denominar el continuado intento de los hombres por edificar su ciudad según sus propias ideas. La culminación de todos esos esfuerzos humanos se aprecia al final de la Biblia, donde aparece una ciudad que se llama Babilonia. El nombre de Babilonia es la traducción griega de la palabra hebrea Babel, de modo que cada vez que en el Antiguo Testamento aparece en nuestras Biblias la palabra Babilonia, la lectura literal debe ser Babel. Esa ciudad es descrita en Apocalipsis como la capital del mundo. Lleva el calificativo de grande, según el criterio humano, pero según el de Dios lo que es grande son sus abominaciones, de las cuales ella se jacta. No solamente todos los pecados están en ella, también todas las fuerzas de tinieblas moran en ella. Caracterizada como una mujer, sus hechos se reflejan en su oficio, que es ser ramera y madre de todas las rameras.
Así que la Babel que comenzó siendo confusión en el libro de Génesis, acaba en prostitución y abominación en Apocalipsis. ¡Qué desarrollo! ¡Qué degradación! Y al igual que en su fase inicial quedó bajo la sentencia condenatoria de Dios, también en su fase final queda bajo esa misma sentencia de condenación. Así es como acabará ese proyecto colectivo que es la ciudad de los hombres.
Pero la Biblia habla de otra clase de ciudad, muy diferente. Es una ciudad cuyo arquitecto y constructor es Dios. Es decir, desde los planos hasta la construcción, Dios es su autor. No solamente en el aspecto técnico y teórico es su diseñador, también en el práctico es su albañil. De modo que bien puede llamarse la ciudad de Dios. No es un proyecto fallido, como la ciudad de los hombres, sino que es un proyecto estable y sólido, como Dios lo es, y que permanecerá para siempre, porque es la ciudad que tiene fundamentos. La ciudad de los hombres no tiene fundamentos, o mejor dicho, los fundamentos que tiene son tan resquebrajadizos como son los hombres mismos, de ahí su ruina. El libro de Apocalipsis presenta la ciudad de Dios, definiéndola con tres calificativos: Santa, nueva y grande. Santa como Dios es santo. Nueva, porque no está sujeta a decadencia. Grande, como Dios lo es.
Es una ciudad que tiene moradores. ¿Quiénes son esos privilegiados? Apocalipsis nos provee la respuesta. Los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero. Pero entonces surge la pregunta ¿quiénes son esos inscritos? Y el mismo libro nos proporciona la respuesta, al decir: ‘Bienaventurados los que lavan sus ropas, para tener derecho… para entrar por las puertas de la ciudad.’ Ese lavamiento es en la sangre del Cordero y todo aquel que acude a Jesucristo para lavar sus pecados en su sangre, es hecho ciudadano de esa gloriosa ciudad.
La conclusión es que en última instancia solamente hay dos ciudades. La ciudad de los hombres, abocada al fracaso y la destrucción, y la ciudad de Dios, fundada para ser gloriosa para siempre. La paradoja es que la ciudad hecha por los hombres es la ruina de los hombres, mientras que la ciudad hecha por Dios es la bendición de los hombres. Eres ciudadano de la primera por nacimiento y por obras. Pero puedes ser ciudadano de la segunda por el nuevo nacimiento y la fe en Jesucristo.
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