Si Dios salva en Cristo, somos salvos por medio y a través de Él, a pesar del mal que hayamos hecho. Es aquí donde el cristianismo se separa de todo moralismo. La buena noticia para Duch, es una mala noticia para aquellos que se consideran buenos y justos.
Cuarenta años después, se ha condenado por primera vez a dos dirigentes de los Jemeres Rojos, responsables del genocidio que hubo en Camboya de 1975 a 1979. Pol Pot acabó con la vida de casi dos millones de personas –más de un cuarto de la población del país–. Era un sistema paranoico que veía enemigos por todas partes. Cualquier indicio de disidencia bastaba para ser encarcelado en la Prisión de Seguridad S-21, un antiguo instituto convertido en campo de exterminio –sobre él que habla el documental del mismo nombre, cuyos protagonistas son los auténticos carceleros y supervivientes, que hablan abiertamente de aquel infierno–. Un escalofriante y necesario testimonio de la capacidad humana para el mal.
Antes de la guerra Camboya era un país independiente y neutral, con una población de 7,7 millones de habitantes. En 1970 hubo un golpe de estado contra el príncipe Sihanouk. A causa de la guerra del Vietnam, llegan los bombardeos norteamericanos y se produce una guerra civil, muriendo seiscientas mil personas. Al vencer los Jemeres Rojos en 1975, se desplaza la población, siendo muchos ciudadanos expulsados. Se cierran las escuelas se abole la moneda y se prohíben las religiones. Llegan los campos de trabajo, la vigilancia, el hambre, el terror y las ejecuciones.
Esos cuatro años de horror los Jemeres Rojos lograron destruir la vida de tantas personas en Camboya, que prácticamente no hay nadie que no tenga un familiar o conocido que no haya sido objeto de vejaciones, torturas, reclusiones, violación u asesinato. Una barbarie histórica de la que se ha hablado poco, comparado con otros genocidios del siglo XX. Todo esto ocurrió, además, hace poco relativamente…
TERROR ABSOLUTO
El documental de Rithy Pahn nos acerca a este terror absoluto. El centro S-21 era una auténtica picadora humana, un agujero infecto, donde individuos eran hacinados, recluidos en condiciones infrahumanas, en un infierno de privaciones y maltratos. Se calcula que al menos 14.000 personas fueron encarceladas y asesinadas entre sus paredes. Sus interrogatorios no eran más que una manera de denunciar a otros y dar una causa para un informe que cumpla con la parodia de justicia revolucionaria del Angkar. La crueldad de los torturadores era tal, que prometían la libertad a aquellos infelices, para acabar finalmente destruyéndolos (no simplemente matándolos, como dice una de las víctimas), siendo tratados como animales, mucho antes de ser degollados, después de recibir un golpe en la nuca.
Esta crónica de una desolación total, expone las heridas que aún no han dejado de sangrar en un país asolado, prácticamente desde la guerra del Vietnam. Este documental pone delante de las cámaras a torturadores y torturados, haciéndoles entablar un diálogo imposible. Su conversación tiene un ritmo extraño, violentamente silencioso, atonal e inexpresivo. Los maduros torturadores –que durante el régimen no eran más que jóvenes entre 14 y 22 años, adoctrinados para aniquilar como asesinos salvajes– explican con rostro impenetrable las múltiples vejaciones que practicaban a hombres, mujeres y niños, despersonalizados como “enemigos”, que no eran considerados ya como seres vivos.
Su representación llega al extremo diabólico de escenificar su conducta, en el mismo escenario donde sucedieron los hechos (ahora convertido en Museo del Genocidio), en un teatro de la crueldad inenarrable. Nos adentra así en el horror padecido por aquellos reclusos, utilizando únicamente la palabra y los gestos en unos espacios vacíos, rodeados de informes y viejas fotografías en blanco y negro de los desaparecidos. Vemos como en las antiguas celdas, ahora parajes desolados, los celadores de entonces gritan, golpean, insultan y representan la muerte misma de sus víctimas. Es como si hubiera un extraño mecanismo en su interior que, activado de forma natural, les arrancara la humanidad que se les presupone, para convertirles en auténticas máquinas de matar, sin inmutarse lo más mínimo, ni pararse a explorar las causas.
ES PELIGROSO ASOMARSE AL INTERIOR
Si semejante realidad nos resulta incomprensible es porque desconocemos todavía el verdadero rostro del mal. Cuando lo vemos así retratado, nos resulta tan abominable e insoportable, que uno desearía no haberlo visto nunca. Esta historia nos asoma al horror de lo que parece el fin de la humanidad. El catedrático de budismo de la Sorbona, François Bizot, hijo de un prisionero de los Jemeres Rojos, recuerda la experiencia de su padre en el libro El Portal (RBA, Barcelona, 2006) y se pregunta cómo es que su carcelero “no era un psicópata, sino un hombre normal, ¡lo que es mucho más terrible!”
“Engañoso es el corazón”, dice el profeta Jeremías, “más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (17:9). Nadie se cree capaz de hacer semejantes cosas, pero la Historia nos enseña que cualquiera puede llegar a hacer lo mismo, dadas las circunstancias. A todos nos parece tener un corazón de oro, pero uno no puede menos que asustarse de lo que puede llegar a hacer en ciertas ocasiones. Es peligroso asomarse al interior… La capacidad de crueldad –incluso de las personas más pacíficas–, es inimaginable, como demuestran esos sucesos en los que individuos pusilánimes estallan de repente en una explosión de violencia sin precedentes.
¿De dónde viene esa maldad, sino de nuestro propio corazón? “Sería maravilloso que Hitler y su camarilla de paranoicos fueran extraterrestres”, dice Javier Cercas, “porque estaríamos salvados”. Pero “no es posible”, dice el escritor. “La enfermedad”, como dice un poeta de posguerra que cita al comienzo de su novela La velocidad de la luz, “no estaba en Alemania: estaba en el alma”. La sociedad ilustrada europea nos lleva hablando durante siglos de la bondad natural del hombre, pero sigue siendo incapaz de explicar el misterio del mal.
¿UN NUEVO DUCH?
Hasta ahora nadie había sido condenado por este genocidio, que acabó la vida hace cuarenta años de dos millones de personas. Al principal torturador de los Jemeres Rojos, Kaing Guek Eav, se le conoce por el sobrenombre de Duch. Era el principal responsable de la prisión S-21. A sus 76 años Duch se confiesa ahora culpable de los delitos por los que se le acusa de crímenes de guerra, tortura y homicidio. Tras escuchar los testimonios de algunas de sus víctimas, pidió entre lágrimas que se le impusiera “el castigo más severo posible”, que en su caso sólo pudo ser la pena de cadena perpetua.
Tras huir a China, Duch se hizo profesor de lengua. Al volver a Camboya estuvo enseñando matemáticas con una identidad diferente. Unos periodistas de la Far Eastern Economic Review lo encontraron el año 99, después de estar veinte años desaparecido. Trabajaba como asistente médico en un campo de refugiados norteamericano, al norte de Camboya. En el reportaje publicado entonces, reconocía ya su participación en torturas y asesinatos. Aunque ahora lo ha hecho públicamente, con lágrimas en los ojos, ante el Tribunal Internacional que le juzga, después del testimonio de una mujer que perdió a su marido y cuatro hijos, en el campo de exterminio de Choeung Ek, a las afueras de la capital.
Parece que después de morir su mujer asesinada por un grupo de bandidos en 1995, Duch se convirtió del budismo al cristianismo evangélico por medio de un pastor camboyano, que estuvo en Estados Unidos, pero trabajaba como misionero en Battambang para la Golden Christian West Church. El suyo parece que no es un caso aislado. Según el periódico The Observer dos mil Jemeres Rojos se habrían convertido a Jesús, ya el año 2004.
CUANDO NO BASTA DECIR “LO SIENTO”
La conversión cristiana se basa en el arrepentimiento y la fe, pero “¿qué vas a perdonar, si uno no es culpable de nada?”, afirma uno de los supervivientes, en el documental. La lógica de su testimonio es incontestable: “Nos dicen que lo olvidemos, que eso es el pasado, pero ¿cómo vamos a perdonarles?, si ellos no reconocen su responsabilidad”.
El arrepentimiento es mucho más que decir “lo siento”. Hablar de perdón por lo tanto en la memoria histórica, sin enfrentar los errores del pasado, es huir de la realidad. No se puede experimentar la alegría del perdón sin sentir el peso de la culpa. La esperanza cristiana nos muestra el asombro de la gracia de Dios, cuando dejamos de excusarnos a nosotros mismos y nos enfrentamos a nuestra maldad, como hace Duch.
No es una gracia barata. Tiene un precio inmenso: ¡La cruz del Señor Jesucristo! ¿Cómo puede el Juez justo, declarar como justo, a aquel que es injusto? Esta es la pregunta que se hace el apóstol Pablo escribiendo a los Romanos: ¿Justifica Dios al malo? Tales palabras indignan el oído humano, pero ¡ese es el escándalo del Evangelio! Por la justicia y el castigo de Otro, “Dios declara inocente al malo, aunque no haya hecho nada para merecerlo, porque Dios le toma en cuenta su confianza en Él” (4:5).
Para el que se justifica a sí mismo, esto es intolerable, pero para el que reconoce su maldad, no hay mejor noticia que esta: Si Dios salva en Cristo, somos salvos por medio y a través de Él, a pesar del mal que hayamos hecho. Es aquí donde el cristianismo se separa de todo moralismo. La buena noticia para Duch, es una mala noticia para aquellos que se consideran buenos y justos. Los que reconocemos sin embargo la oscuridad de nuestro corazón, nos aferramos a esa bendita Cruz y nos asombramos de la maravilla de su Gracia.
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