El 28 de abril de 1992, Tomás de la Quadra, quien había sustituido a Enrique Múgica al frente de Justicia, convocó en su despacho a los miembros de la comisión negociadora de la FEREDE y se procedió a la firma definitiva del texto de los Acuerdos.
La Constitución de 1978 abrió un proceso de profunda renovación de la legislación española, en general, y de la cuestión religiosa en particular. La Ley de Libertad Religiosa de 1980 establecía en su artículo VII que “el Estado, teniendo en cuenta las creencias religiosas existentes en la sociedad española, establecerá, en su caso, Acuerdos o Convenios de Cooperación con las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas en el Registro que por su ámbito y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España”.
Una vez constituida la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE) en noviembre de 1986, reconocida por el Estado e inscrita en el ministerio de Justicia, se iniciaron inmediatamente las negociaciones para la firma de Acuerdos entre las iglesias allí representadas y las instituciones del Estado. El equipo evangélico que abrió el período de conversaciones estuvo compuesto por Juan Gili, José Cardona, Juan Antonio Monroy, Daniel Basterra, Samuel Pérez, Eliseo Vila, Arturo Sánchez y Antonio Martínez.
Las negociaciones iniciales entre representantes del Estado y de la FEREDE se prolongaron a lo largo de tres años. El 21 de febrero de 1990 se aprobó una primera redacción del texto. Ocupaba entonces la cartera de Justicia Enrique Múgica, quien firmó como titular del ministerio, al que había correspondido todo el proceso de elaboración y negociación.
Los encuentros duraron dos años más. El 28 de abril de 1992 Tomás de la Quadra, quien había sustituido a Enrique Múgica al frente de Justicia, convocó en su despacho a los miembros de la comisión negociadora de la FEREDE, con Juan Antonio Monroy como presidente de turno, y se procedió a la firma definitiva del texto de los Acuerdos, previamente aprobado por el Gobierno en consejo de ministros.
El próximo paso fue el Congreso de los Diputados. Algunos líderes evangélicos vaticinaron que los Acuerdos serían discutidos interminablemente y acabarían siendo rechazados por diputados de la oposición afines a la Iglesia católica. Se equivocaron. Ocurrió lo contrario. El ministro de Justicia tuvo la afortunada idea de presentar los Acuerdos al Congreso en un solo bloque, para evitar una engorrosa discusión de artículo tras artículo. El 17 de septiembre de 1992 había en el palacio de Congresos 267 diputados, en la sesión de la mañana. De éstos, 266 votaron a favor de los Acuerdos. Hubo una sola abstención, alguien que salió en aquél preciso instante a tomar café o simplemente equivocó el botón pulsador.
En su discurso de presentación, el titular de Justicia, Tomás de la Quadra, dijo: “Pido el voto de la Cámara para este proyecto de Ley y lo hago con la conciencia de que más allá de la letra de la ley y de los convenios estamos dando un paso singular e importante en nuestra historia, estamos recapitulando antiguos errores, estamos llevando adelante el cumplimiento de derechos y libertades fundamentales que han de constituir, en todo caso, su satisfacción, en beneficio para todos, no sólo para los fieles de una de las confesiones, como a primera vista pueda parecer, sino en beneficio del Estado, para España en su conjunto”.
En su turno de palabra, el representante del Grupo Popular, principal partido en la oposición, Jordano Salinas, justificó el voto favorable de su formación “en aplicación de nuestra profunda convicción del principio de libertad religiosa …mucho más cuando se trata, como en este caso, de salvaguardar algo tan íntimo y sagrado como las creencias religiosas, que afectan a lo más profundo de la conciencia de cada ciudadano”.
El último diputado en hablar aquella mañana ante el Congreso fue el representante socialista, partido entonces en el Gobierno de España, Cuesta Martínez. En un discurso que recordaba a Emilio Castelar, Cuesta Martínez se manifestó así: “Cerramos hoy definitivamente cuatro siglos de intolerancia religiosa. Atrás quedan los tiempos del Estado confesional anclado en la idea medieval de la cristiandad del siglo XVI o del carácter legalista del siglo XVIII. Atrás dejamos preceptos constitucionales como aquella declaración del artículo 12 de la Constitución de 1812: “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera”. Desde la Constitución de 1978 y con la aprobación de estos Acuerdos mediante la Ley, España vuelve a ser desde el punto de vista jurídico lo que ya era desde su esencia y realidad fáctica: cruce de culturas, síntesis de creencias, convivencia de ideas”.
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