No es fácil para una mujer, hacerse un sitio en un mundo de hombres. En la España en la que nació Pilar Miró (1940-1997), la carrera de Derecho se consideraba algo para chicos. ¿Quién sabe si fue por eso, que se empeñó en hacerla? Ese año el Ministerio de Gobernación prohibió los bañadores de dos piezas para las chicas. Se buscaba así combatir el peligro para la moral, que traían los turistas. El cuarto año que estaba en la Facultad, se incorpora un nuevo estudiante. Era el príncipe que había elegido Franco, para sucederle. Poco se podía imaginar que un día sería ella, la responsable de imagen de la Corona en televisión.
La futura directora general de cinematografía y de Radiotelevisión Española en los años ochenta, comenzó en la televisión, antes de hacer cine, como los directores norteamericanos que en los años sesenta formaron el Nuevo Hollywood – la llamada “generación de la televisión” –. Lo que pasa es que en este país, la mayoría de las casas aún no tenían televisor. Cuentan que a Laurence Olivier, le entrevistaron en una ocasión en los estudios del Paseo de la Habana, a su paso por Madrid, y les felicitó porque estaban “inventando la televisión en una caja de zapatos”.
España se iba estabilizando económicamente tras las penurias de la posguerra, gracias a las divisas del turismo y el dinero de los emigrantes, pero la censura hacía que hasta “Los diez mandamientos” sufrieran tijeretazos. Miró ingresó en TVE en 1962, el año que se decretó el estado de excepción en Asturias, Vizcaya y Guipúzcoa, ante las huelgas de mineros, mientras una reunión de opositores al Régimen –presidida por Gil Robles–, llevaba a cabo, lo que Franco calificó como “el contubernio de Munich”.
A aquella ambiciosa chica de veinte años, le costó entrar en televisión, pero lo logró por la recomendación de un amigo de la familia. ¿Adivinan quién? ¡Blas Piñar!, que fundaría Fuerza Nueva en 1966 como una editorial, antes de convertirlo en el partido de ultraderecha que le llevó al Parlamento en 1979. El padre de Pilar era militar. Su familia vivía en un edificio del Ejército del Aire en el madrileño barrio de Argüelles. Lo que ella recordaba de su infancia, era el miedo y el silencio.
Como todos los artífices de la Transición, la futura asesora de Felipe González, venía de una familia franquista, por la que no sentía ningún cariño. No recuerda haber hablado nunca con su padre, Ramón Miró. Luego supo que había sido comisario de guerra, siendo juzgado por “auxilio a la rebelión”, como monárquico. Fue degradado, tras ser condenado a “seis meses y un día de prisión”, pero le libró de la exclusión del Ejército, su “ideología afecta al Glorioso Movimiento”, así como su “ayuda y protección a numerosas personas de derechas perseguidas por el régimen rojo”.
LA TELEVISIÓN DE SUÁREZ
Miró entró en TVE, poco antes de que Adolfo Suárez fuera elegido jefe de programas. Allí conoció a Blanca Álvarez, una presentadora que fue una de las pocas amigas que tuvo hasta su muerte. Ella cuidaría del único hijo que tuvo de soltera en 1981 –aunque el tutor legal fuera Felipe González–. Nunca reveló la identidad del padre, pero tuvo muchos amores. Se relacionaba siempre con hombres. Parece que se sentía más cómoda con ellos. Quizás, porque al haber muerto su padre, siendo niña, buscaba tal vez en ellos, una figura paternal.
Se hace confidente así de un valenciano, encargado de la decoración de TVE, casi veinte años mayor que ella. Su nombre aparece como el antiguo amor de Andrea, el personaje de “Gary Cooper que estás en los cielos”, que le arrebata “la bruja” de la tele, refiriéndose a Josefina Molina –la otra mujer directora que había en TVE, con la que competía por el amor del joven cineasta malogrado, Claudio Guerín–. Esos juegos de nombres, le gustaban a ella mucho. Parece que su primer amor, estando, en el instituto fue un estudiante de medicina, que conoció en una piscina. Aunque tenía novia, no olvidó su nombre. Se llamaba Gonzalo, como su futuro hijo.
Pilar padecía ya de una dolencia cardíaca, que le llevaría a la muerte treinta y cinco años después. No perdió el tiempo. Estudiaba Periodismo y Derecho, cuando se matriculó en la Escuela Oficial de Cinematografía. No tardó en dirigir su primer programa de televisión, “Revista para la mujer”, hasta que Suárez le permite hacer uno de los espacios dramáticos de sobremesa. Eran adaptaciones literarias que se emitían cada semana en cinco capítulos. Las sugerencias venían de los guionistas Juan Antonio Porto y Juan Tébar, que hicieron amistad con ella, tras la muerte de Guerín.
PROBLEMAS CON LA CENSURA
La novela con la que tuvo más éxito en televisión, fue “La pequeña Dorritt” de Dickens. Tébar la convierte en veinte capítulos de media hora, protagonizados por una desconocida Ana Belén. Las dos Pilares –Belén se llama en realidad Pilar, como Miró– se entendieron tan bien, que juntas hicieron su primer largometraje, “La petición” (1976). Basado en un relato de Zola, “Por una noche de amor”, tenía escenas eróticas. Es la época del “destape”. Los actores eran Emilio Gutiérrez Caba y un francés que había intervenido en “French Connection”, De Pasquale, cuyo aspecto duro, pero tierno, representa la virilidad no machista, con la que soñó siempre Miró.
La película fue retenida por la censura. Su prohibición no tuvo la repercusión de la siguiente, “El crimen de Cuenca” (1979), pero ante ella, Pilar se mostró igual de fuerte y obstinada. Se negó a que suprimieran una escena sexual, como se empeñó en dirigir una historia de torturas a dos inocentes, por la Guardia Civil de principios del siglo pasado. Esta última fue la única película prohibida durante la democracia, tras la desaparición de la censura en 1977. Por ella, se le hizo un consejo de guerra, en que la defendió Ruiz Jiménez. Se pedían para ella seis años de cárcel por injurias a la Guardia Civil. Estaba en libertad condicional, cuando entra en el Parlamento un teniente coronel de la Guardia Civil, mientras su hijo tenía sólo diez días... ¡qué noche debió pasar!
Durante el rodaje, había comenzado una relación con José Luis Balbín, el director del programa de debates más prestigioso de TVE, “La clave”. Es difícil de imaginar hoy día cómo el público podía seguir durante dos horas, después de un largometraje, un coloquio de sesudos expertos –no como los “tertulianos” actuales, que opinan de cualquier cosa, con igual dureza que ignorancia–, muchos de ellos profesores –algunos extranjeros, hablando con traducción simultánea–, pero siempre sin gritos, ni interrupciones. Eso a la hora de máxima audiencia. Desde luego, era otra televisión...
¿TOTALMENTE TRASPARENTE?
Su amigo y biógrafo, Diego Galán, se pregunta en su libro si ella era una mujer difícil por su transparencia, o por todo lo contrario. Su apariencia era “seca y dura, pero subrepticiamente mandaba mensajes de desvalimiento”. Ella sabía que la temían, pero Galán descubre en los diarios que le proporciona su hijo, una gran capacidad autocrítica. “Estoy triste, agresiva –escribe–, odiosa con la gente que me quiere”. Observa: “todo me parece mal, no digo una cosa agradable, siempre tengo mala cara”. Se da cuenta que “es horrible ser así con los demás”.
Su operación a corazón abierto en 1975, coincide con la muerte de su madre. Al llegar a los cuarenta, siente “el horror, el miedo a la soledad, al desamor, al desengaño, a la soledad, al fracaso, a la vejez, a la muerte”. Aunque tenía relaciones esporádicas, necesitaba enamorarse. Escribe: “mi herida es profunda, mi soledad, mi hambre de amor, de compañía, de pareja, mis fríos de noche, mi necesidad de amor, de amistad, de pequeñas y grandes cosas, mi temor a equivocarme...”
Es esta confesión de vulnerabilidad y desamparo, la que me ha fascinado del libro de Galán. Lo empecé a leer por mi interés en la Transición, la época de mi adolescencia, pero también porque cuando ella era directora de Radiotelevisión, entré al Instituto de la Casa –como llamaban los empleados a Prado del Rey–. Allí aprendí locución con veteranos profesionales de inmensa paciencia y empecé a trabajar en los programas culturales de una radio pública, donde lo mismo hacía series sobre literatura escandinava que hablaba con un músico de la Movida, como el Zurdo, sobre su obsesión por “Psicosis” de Hitchcock... ¡todo era posible, entonces!
En la primera legislatura socialista, Pilar fue ya directora general de cinematografía, por petición de Felipe González. Como tantos españoles, Miró se hizo “filipista”, más que socialista. Apoyo al presidente en su cambio de opinión con respecto a la OTAN y le siguió dirigiendo cartas desde la revista Cambio 16, tras su caída de la dirección de RTVE. Esta no sólo fue motivada por su desencuentro con el vicepresidente Alfonso Guerra, que tenía teléfono directo con Prado del Rey. Es cierto que cuando ella lo corta, le hicieron la vida imposible. Nombraron como consejeros a los mismos directivos que ella había destituido, pero su orgullo le impidió escuchar también los requerimientos de la auditora de Hacienda que le advirtió sobre los gastos de vestuario, mucho antes de que fuera procesada por malversación de fondos. Aunque fue finalmente absuelta. Ya que el propio diputado del PP, Luis Ramallo, declaró que los papeles le habían llegado por medio del anterior director socialista, Calviño.
Cuando dimitió de la Dirección General de Cinematografía, escribió al ministro de Cultura, Javier Solana, una carta que muestra cierta humildad: “Creo que he hecho bastante poco y regular respecto al listón que a mí me gusta ponerme… He pasado tres años en los que he tratado de ser un discreto aprendiz de muchas cosas… No me siento contenta ni mucho menos satisfecha de mi gestión. He cometido errores, he sido cáustica y arrogante… No tengo ni idea, como de tantas cosas, de cómo se escribe una carta de dimisión, pero creo que muy pocas personas en este Gobierno deben haber vivido en tan profunda contradicción como yo cada día que entraba en el despacho.”
Lo cierto es que tanto en la dirección general del cine, como en RTVE, hizo muchas cosas en poco tiempo. Buscó un cine de calidad, favoreciendo al director frente al productor, acabando con la industria de cine erótico, entonces calificada con una S. Aunque autorizó la distribución de “porno duro” extranjero en salas llamadas X, a las que no tenían acceso más que los mayores de 18 años –las demás clasificaciones pasaban a ser sólo recomendaciones–. Sobre todo, hizo semanas de promoción de cine español en el extranjero, que es cuando Garci obtiene el Oscar por “Volver a empezar”.
Miró abre los estudios Buñuel de RTVE, que el productor norteamericano Bronston había utilizado en los años sesenta, para sus películas históricas. Junto a las producciones propias, introduce la versión original subtitulada a partir de la medianoche. Vuelven figuras como Hermida o Ibáñez Serrador, e introduce programas tan atrevidos como el de Gurruchaga, que parodia a Felipe González con un enano, o a la propia Miró, como una tirana Blancanieves. Nunca hubo tanta libertad en TVE.
A CORAZÓN ABIERTO
Las películas de Pilar Miró son muy personales. En varias, Mercedes Sampietro es su alter ego. En “Gary Cooper que estás en los cielos” (1980), Andrea está ensayando una obra de Sartre, “A puerta cerrada”, que Adolfo Marsillach representaba en Barcelona cuando Pilar y él se hicieron amigos. Ella acaba de recibir un premio internacional de televisión, como Miró en Montecarlo. Cree estar embarazada, después de abortar, cuando el médico le descubre un trastorno grave, siendo pareja de un conocido periodista. Gasta el dinero fácilmente y tiene una difícil relación con su madre. En su casa hay una foto de Ramón Miró y un ejemplar de “Mujercitas” –el libro que marcó su infancia, por su identificación con Jo–.
Por la noche, el personaje de Andrea está acabando de montar un documental, que no es otro que el que Pilar hizo sobre Ana Belén y Victor Manuel. Luego vuelve a su casa en la calle donde vivía Miró, Virgen de Icíar en Majadahonda. En el baño escucha el “Werther” de Alfredo Kraus –su ópera favorita–, la víspera de una operación a corazón abierto, que se encomienda a Gary Cooper, mientras intenta localizar a su amor de hace doce años, por si acaso se muere. Las imágenes finales de las luces y las puertas del pasillo, camino del quirófano, son el recuerdo de su primera operación.
“Hablamos esta noche” (1982) habla de las contradicciones del responsable de seguridad de una central nuclear. Es alguien que ha triunfado en su profesión, pero está lleno de problemas personales y familiares, mientras tramita su divorcio y sospecha que su hijo puede ser homosexual. Un remolino de encrucijadas que para Miró, “encarna a cualquier hombre contemporáneo por su capacidad de pensar una cosa, decir otra, sentir otra y aun hacer otra distinta, es decir, algo común a casi todos los varones de alrededor de cuarenta años”.
El sensible director cántabro Mario Camus está íntimamente relacionado con ella, desde la época en que Pilar era directora general de cinematografía. Ella le pide que escriba una historia de amor sobre los versos de John Donne (“ella es todos los reinos / y yo todos los príncipes / fuera de nosotros, nada existe”). De ahí nace su adaptación del “Werther” de Goethe en 1986, tal vez su obra más personal. Eusebio Poncela es un profesor de griego en Santander, que da clases particulares a un niño retraído, cuando se enamora de su madre. La historia de esta relación imposible con una mujer casada, acaba trágicamente. “Yo creo que la vida es desesperanzadora, a veces cruel y muy dura –dice ella–. Lo que pasa es que hay que vivir”.
EL PÁJARO DE LA FELICIDAD
La decepción que le deja su paso por la política, la vuelca en una de sus mejores películas, “Beltenebros” (1991), basada en la novela de Muñoz Molina. La hace en inglés con actores británicos (Terence Stamp y Patsy Kensit). Es la historia de un desencantado militar republicano, que llaman del exilio, para acabar con la traición de un infiltrado que está diezmando las filas de una organización clandestina comunista en Madrid. En ella se pregunta: ¿se puede ser leal a una causa aunque está te manipule?, ¿hay que sacrificar a veces, a un militante? ¡No hay duda de lo que está hablando!
“El pájaro de la felicidad” (1993) es otro guión de Camus. Sampietro es una restauradora de cuadros de cincuenta años, separada y con un hijo, que no quiere saber nada de ella. El trauma de una violación y la incomprensión de su pareja, le hacen replantearse su vida y asumir su soledad en una casa de Almería, junto al mar. Allí se reencuentra con su antiguo marido, cuando aparece su nuera, para dejarle a su nieto. La frase de Baroja que da título a la película, nos muestra el carácter elusivo de la felicidad. Está bien reflejada en el poema que cita de Ángel González: “Añorar el futuro que no existe es aceptar la vida despojada de sus días mejores, y vivir es igual que haber vivido ya, sin que ese haber vivido ya suponga por desgracia estar ya muerto”.
Tras el éxito de su retransmisión de la boda de la infanta en Sevilla, intenta hacer un clásico de Lope de Vega en verso, “El perro del hortelano” (1996), para el que no encuentra financiación. Tiene que parar el rodaje en Portugal, pero no se rinde. Hasta el rey participa del reconocimiento, asistiendo al estreno. La pareja protagonista, Emma Suárez y Carmelo Gómez, repitió con ella en “Tu nombre envenena mis sueños” (1996) –su última película–, basada en una novela que Joaquín Leguina escribió para ella. Es una historia de venganza en la guerra civil y muestra el desencanto de los dos con el partido socialista. Tras televisar la boda de la otra infanta, muere de un ataque al corazón, un domingo por la mañana, estando en casa con su hijo y una asistenta.
EL CAMINO A LA VERDADERA LIBERTAD
No podemos menos que admirar la independencia de alguien como Miró. Aunque eso le trajo mucho dolor e infelicidad. Todos ansiamos la libertad de hacer lo que queremos. El problema es que esa misma libertad nos hace esclavos. Esa es la tragedia de la humanidad, según Jesús (Juan 8:34). El drama comienza ya en el Paraíso (Génesis 3). Nuestro orgullo nos ciega. No confiamos que haya un Dios que pueda cuidar de nosotros.
La raíz de nuestro mal, según la Biblia, es la incredulidad. No creemos que haya un Padre bueno que pueda ocuparse de nosotros. Es por eso que dependemos de nuestros esfuerzos. Hambrientos de cariño, buscamos como Pilar, un amor que nos redima de tanto sufrimiento, pero sólo encontramos egoísmo y decepción.
Dudo que Miró conociera nada del verdadero cristianismo, pero la incredulidad no es ausencia de fe. Es fe puesta en otra cosa, o persona. A menudo, en nosotros mismos, como Pilar. Es por eso que creemos que Dios no existe. La paradoja es que cuando nos humillamos ante Él, encontramos la verdadera libertad. Y esa nos da vida eterna, por medio de Cristo Jesús.
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