Sólo cuando reconocemos que nuestra vida pende de un hilo recordamos que no somos tan imprescindibles como creemos.
La vida siempre merece la pena. Si somos capaces de aprender lecciones duraderas en todas las circunstancias, todavía más. Siempre recordaré la frase que uno de los miembros del comité olímpico australiano dirigió en los medios de comunicación a Ian Thorpe, considerado por muchos el mejor nadador del mundo durante el año 2000. A pesar de ser campeón olímpico y mundial (y además de ser australiano), Ian tuvo que escuchar de un compatriota suyo estas palabras durante los Juegos Olímpicos celebrados en Sídney: «Señor Thorpe, el pueblo australiano tolera la arrogancia, pero no la admira». La razón de esa afirmación no fue otra que el comportamiento del nadador en algunas pruebas, y sus arrogantes desafíos en la competición. Tampoco debemos cargar las tintas contra el campeón; a veces los grandes genios del deporte no son un ejemplo de humildad precisamente.
Lo curioso del caso es que la vida de Ian cambió repentinamente solo un año después, cuando poco antes de las nueve menos cuarto de la mañana del 11 de septiembre estaba a punto de subir al último piso de una de las torres gemelas de Nueva York como un turista más, en un día inolvidable para todos. Cuando estaba a punto de entrar en el edificio Ian se detuvo de repente porque se dio cuenta que había olvidado su cámara de fotos. Volvió al hotel a por ella, entró en su habitación y la recogió, pero las imágenes de la televisión del hotel le sobresaltaron.
De repente contempló casi horrorizado cómo un avión había impactado en una de las torres y la parte superior del edificio estaba ardiendo. No se movió de su habitación durante horas. Cuando vio como el segundo avión impactaba en la otra torre, y al poco tiempo las dos se derrumbaron, se dio cuenta de que con su olvido había vuelto a nacer. Literalmente. Más tarde declaró que esa circunstancia cambió su vida. Ian dedicó desde entonces mucho tiempo y dinero a la beneficencia y a los niños. Muchos de sus amigos dijeron que era una persona nueva.
Siempre podemos reaccionar a lo que nos ocurre de dos maneras: con humildad o con arrogancia. De la humildad de quien quiere aprender surge la belleza de la vida. De la arrogancia del que lo sabe todo y cree que lo merece todo solo se cosechan momentos difíciles, odio y amargura. Tenemos el poder para decidir en cada momento. La Biblia dice: «El temor del Señor es instrucción de sabiduría, y antes de la gloria está la humildad» (Proverbios 15:33).
En cierta manera, no importa la situación en la que nos encontremos. Un deportista de carácter orgulloso vive añadiéndose presión a sí mismo para terminar rindiendo mucho menos de lo esperado. Un trabajador orgulloso estará siempre más pendiente de sí mismo que de lo que hace, y terminará envuelto en sus propios problemas. Cualquier persona orgullosa se caerá desde su propio yo en el momento más inoportuno, cuando más daño pueda hacerse.
La humildad siempre precede a la gloria. El orgullo siempre aparece a la caída. Es tan sencillo que nos cuesta mucho entenderlo. Sólo cuando reconocemos que nuestra vida pende de un hilo recordamos que no somos tan imprescindibles como creemos. Que no somos tan grandes como a veces pensamos.
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