En Iberoamérica hay un reconocimiento explícito de la irrupción de los evangélicos en la vida social y política.
Estaba hoy escribiéndole a un querido hermano para pedirle que participase con una ponencia en el próximo Congreso Iberoamericano por la Vida y la Familia; buscaba cómo explicarle muy brevemente quiénes somos en esta organización, y eché mano de una buena carta de presentación: este artículo de un medio argentino.
Leer que somos “uno de los espacios de lobby político evangélico más poderoso de América Latina” es, sin duda, muy estimulador, teniendo en cuenta que tenemos sólo tres años de vida. Pero además todo el artículo aporta datos interesantes que nos permiten entender algo más sobre cómo nos ven a los evangélicos en general en Iberoamérica.
Desde luego, hay un reconocimiento explícito de la irrupción de los evangélicos en la vida social y política y hay algo que nos sorprende porque no es lo que buscamos: en algunos entornos empezamos a despertar temor. Pero lo que sí buscamos es capacidad de influencia desde la libre confrontación de propuestas y la persuasión, y ahí estamos llegando: se reconoce que estamos pisando con fuerza en la arena pública.
Ahora bien, del análisis del artículo me preocupa un calificativo: somos para la autora “los antiderechos”. Es una descalificación gratuita porque si por algo hemos luchado los evangélicos es por la defensa de los derechos; jamás hemos reclamado privilegios –a diferencia del lobby LGTBI– y cada avance democrático que hemos conquistado lo hemos compartido con los demás, desde la libertad de conciencia hasta la de expresión, desde el derecho a la educación universal y gratuita (en la escuela nos repugna tanto el adoctrinamiento católico del pasado como el actual de la ideología de género) hasta la laicidad –pero no el laicismo dogmático–, desde la separación iglesias/estado hasta la abolición de la esclavitud. Y, consecuentes con esta tradición de la que nos sentimos orgullosos, hoy seguimos luchando por el reconocimiento de derechos para los más débiles e indefensos, y no hay nadie más indefenso que el niño no nacido, ni ningún derecho es más básico que el derecho a la vida.
Me preocupa igualmente que se nos pretenda encajar en la parte más a la derecha del espectro político, cuando no somos tributarios ni de la izquierda ni de la derecha, y hay evangélicos destacados en todos los sectores de ese espectro.
Caricaturizarnos como “antiderechos” o “ultraconservadores” es un deplorable recurso dialéctico propio de quienes huyen de la confrontación de ideas poniendo por escudo la descalificación gratuita del otro; sería de esperar una más elevada calidad en la argumentación. Pero hay algo que aprender de esto también: no podemos permitirnos dar pretexto alguno a este tipo de apelativos descalificadores. En efecto, por una parte, no podemos caer en la trampa de bendecir sin criterio a la derecha sencillamente porque la izquierda nos ataca. Por otra parte, debemos abandonar el discurso defensivo y construir uno proactivo, con propuestas que demuestren que siempre nos ha interesado el progreso humano en todos los terrenos; eso sí, los evangélicos jamás hemos aceptado los dogmas y ahora tampoco aceptaremos que nadie nos imponga dogmáticamente qué es progresista y qué es retrógrado, ni mucho menos que nadie decida por nosotros lo que debemos creer; ni nosotros ni nuestros hijos.
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