Como la codicia sexual es un asunto del corazón, no tiene solución, a menos que el corazón sea cambiado.
Una característica que Dios puso desde el origen en el ser humano es la atracción entre los dos sexos. Es precisamente por esa atracción que es posible esa chispa que llamamos enamoramiento, imposible de poner en palabras, aunque los poetas de todos los tiempos lo hayan intentado y lo intentan. No constituye solamente una atracción física, sino que envuelve a toda la personalidad, quedando prendado el enamorado de su enamorada y viceversa. Es una de las grandes fuerzas que mueven a los seres humanos.
Pero como ocurre con todas las cosas buenas y excelentes, que de serlo pueden llegar a convertirse en un esperpento, así sucede con la atracción, que degenera en codicia. Hay un mundo de diferencia entre la atracción legítima y la codicia desordenada. La primera está encaminada al bien, la felicidad y la trascendencia, por medio de la descendencia, de hombre y mujer; la segunda acaba en destrucción. La primera guarda la fidelidad, al establecerse un vínculo entre la pareja por medio del matrimonio. La segunda rompe toda fidelidad y vínculo, con tal de conseguir lo codiciado.
La codicia sexual se expresa tanto en el varón como en la mujer, aunque de manera bien diferente. Mientras que en el varón se manifiesta en la forma de un voluntario deseo por codiciar a la mujer, en la mujer se manifiesta en un voluntario deseo por ser codiciada por el varón. Este recíproco, aunque diverso, juego de la codicia tiene un amplio abanico de posibilidades. Puede quedarse simplemente en un simulacro, sin mayores consecuencias; puede quedarse a medio camino, entre el simulacro y la culminación; o puede llegar a la culminación misma. Lo que ocurre con el fuego es un símil que ayuda a visualizar lo que sucede con la codicia sexual. Cuando se enciende, puede quedarse reducido a la propia fuente de origen de la llama, que acaba por consumirse en sí misma; o bien puede prender en lo cercano, sin que su acción vaya más lejos; o puede terminar propagándose, hasta que su efecto es devastador.
Mientras que el varón en el que la codicia sexual ha anidado, ya está predispuesto a buscar una mujer codiciable, la mujer que desea ser codiciada sabe que facilitará esa búsqueda según sea su apariencia. El problema reside en que como no hay una expresión verbal en todo este juego, los malentendidos se suceden. Por ejemplo, el varón puede contentarse con satisfacer su codicia solo con la mirada y la mujer puede estar diciéndole, sin palabras, codíciame con tus ojos, pero no vayas más allá. Mas también puede suceder que el varón en su codicia quiera ir más allá y malinterprete deliberadamente las señales que le manda la mujer como un semáforo en verde, sin que en ella el deseo de ser codiciada vaya hasta esos límites. La codicia sexual, como cualquier otro tipo de codicia, no es racional, ya que al ser una pasión no obedece a los mandatos de la lógica, estando gobernada por los bajos instintos.
Los hombres tenemos bastante material a nuestra disposición para incrementar la codicia sexual. Estamos inmersos en un mundo donde ya no hace falta irse a un tugurio barriobajero para alimentarla. Se puede conseguir fácilmente yesca para el fuego en el teléfono inteligente, en el ordenador o en la televisión. Se trata de una codicia que podríamos llamar virtual o digital, porque se nutre de imágenes virtuales o digitales, no de mujeres reales. Lo cual no quiere decir que esta clase de codicia sea más liviana que la producida por encuentros físicos. El hombre codicioso lo tiene fácil. El problema comienza en él mismo y el entorno le ayuda.
Las mujeres que desean ser codiciadas saben bien cómo conseguirlo; basta salir a la calle para percibir que los mensajes que están mandando a los varones son inequívocos. Los pantalones cortos, hasta el punto de que se ven las nalgas, están diciendo: Codíciame. Las blusas y camisetas abiertas mostrando los pechos, están diciendo: Codíciame. La semi-desnudez en lugares de veraneo está diciendo: Codíciame.
Como el hambre y las ganas de comer, así es el juego que se establece entre el codicioso y la codiciable. Pero es un juego peligroso, porque quien juega con fuego al final se quema. Con lo cual no es un juego inocente, sino letal.
Lo sorprendente es que este mundo fomenta ese juego y luego, cuando el incendio arrasa, desea que el panorama del orden sea lo preponderante. Pero ¿cómo atizar el desorden y después querer los resultados del orden? ¿Cómo encender la mecha que conduce a la pólvora y no querer que haya explosión? La codicia sexual, por propia naturaleza, es inmoderada. No existe tal cosa como una codicia moderada o una codicia equilibrada. La moderación y el equilibrio son incompatibles con la codicia. De ahí que pretender que coexista la codicia sexual con el respeto, es como querer que en una fábrica de dinamita coexista el derecho a fumar con la manipulación de la nitroglicerina.
Como la codicia sexual es un asunto del corazón, no tiene solución, a menos que el corazón sea cambiado. Por eso, el hombre que se quemó en el letal juego de su codicia sexual oró así: ‘Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio.’ (Salmo 51:10).
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