A veces, bajo la apariencia de consejos cargados de sentido común y de cristianismo se esconde una negativa rotunda a abandonar el camino ancho.
Esta serie de siete mentiras está basada en las cosas que Dios aborrece explicadas en Proverbios 6:16-19. Los tiempos cambian, las mentiras mutan, pero los humanos seguimos fallando en lo mismo.
No vengo a hablar de política, en sí. El sistema del que habla esta mentira no es el sistema político en el que cada uno vive, porque obviamente, a pesar de las dificultades, ningún sistema político, ningún gobierno ni gobernante durará para siempre, y se puede (y muchas veces se debe) luchar contra él. La Babilonia del Antiguo Testamento contra la que predicaron los antiguos profetas es muestra de ello: toda la gloria y todo el poder humanos no son nada frente al poder de Dios, que creó el tiempo a su servicio y ahora juega en nuestra contra. A veces da la sensación de que es mejor someterse a un gobierno o a unas leyes injustas porque parecen absolutas e irrebatibles, e incluso los cristianos acaban cayendo en eso por miedo, o dejadez, o puras convicciones erróneas. Pero no es ese sistema del que quiero hablar, porque es cierto que sí se puede cambiar y sí se puede luchar contra él. Y si no, el mismo paso del tiempo acabará con él.
Hay otro sistema más profundo, metido dentro de nosotros mismos desde el Edén. Es un sistema que, aunque cambia con las culturas y las eras, nos ata a la temporalidad y nos impide vivir como hijos de Dios. No creo que tenga un solo nombre; ha tenido muchos a lo largo de la historia. Es el sistema fruto de la caída. Es el pecado. Cuando salimos del Edén perdimos muchas más cosas que un lugar seguro que habitar. Perdimos la capacidad de ver a Dios, perdimos su gobierno y su compañía, y la imagen real de nosotros mismos; la muerte y el pecado se enhebraron en lo profundo de nuestros tejidos hasta hacerse consustanciales a nuestra naturaleza. Todas las culturas desarrolladas por las civilizaciones humanas han surgido a partir de ese sistema caído. La nuestra, a pesar de la influencia judeocristiana histórica, no es diferente. La muestra de ello es que cuando Jesús llegó y nos habló de lo que era el reino de Dios y su justicia, y su vida, y su forma de hacer las cosas, resultó algo ligeramente familiar, pero completamente diferente a todo lo acostumbrado.
Saltemos dos mil años: el reino de Dios nos sigue asombrando. Seguimos sin entenderlo; en parte, porque siempre, bajo cualquier circunstancia, cultura o régimen, el reino de Dios será algo diferente a nuestra cultura cotidiana. El reino de Dios, por decirlo así (y aquí la teología tiene muchas interpretaciones, pero es por entendernos) es la forma en que el evangelio de Cristo se hace real en el día a día. Pero cuanto más profundiza uno en ese evangelio, en ese sistema diferente, más se sorprende. Más se siente desafiado.
La frase de la oración de Jesús, “venga a nosotros tu reino”, siempre se me ha antojado visualmente como una realidad paralela, más luminosa, que viene sobre nosotros desde el cielo, lentamente, y nos empapa, nos contagia. Como si fuera una nube radioactiva que cambia el entorno aunque, en apariencia, sigue siendo exactamente el mismo.
Pensamos poco en el reino de Dios en lo cotidiano; y cuando empezamos a hacerlo nos damos cuenta de que ese reino exige nuestra atención de manera sutil pero constante. Solo se le puede conocer realmente cuando decides vivir en él y por él. Pero si decidimos hacerlo, si decidimos seguir obedientemente las palabras del evangelio de Jesús (algo que inevitablemente trae el reino de Dios a nosotros), la realidad cambia. Sigue siendo la misma: las mismas leyes de la física, la misma naturaleza, la misma rutina, incluso; pero quien lo haya experimentado sabrá de lo que hablo: en medio de todo lo cotidiano, la realidad ha cambiado en nuestra percepción. Comenzamos a ver que lo que leíamos antes en la Biblia no lo leemos como ahora: ahora esas mismas palabras y pasajes parece que nos explicancosas, nos arrojan luz sobre la realidad cotidiana. Nos empujan a pensar el mundo de otra manera, a entendernos también de forma diferente a nosotros mismos, y esas nuevas creencias engendran acciones nuevas y osadas.
Cuento esto porque, no obstante, he perdido la cuenta de la cantidad de veces que he conversado sobre desafíos, circunstancias o problemas con gente cristiana que, en contra de lo que se debería esperar, de una manera o de otra han compartido conmigo una mentira bien extendida. No con estas palabras, precisamente, pero todos han acabado coincidiendo en sus soluciones o perspectivas que “no se puede luchar contra el sistema”, así que hay que someterse a él. No contra el sistema gubernamental, o institucional, sino contra el sistema de “así son las cosas”. En el fondo, están hablando del sistema anclado en el pecado y la caída del Edén.
Esto es sutil, y espero que se me entienda: no hablo de anular el sentido común; hablo de que muchas veces, en gente que debería estar más contagiada del reino de Dios, te encuentras con que no lo está, que no lo entiende, que su perspectiva, su visión de la realidad, no ha sido realmente transformada; son personas que creen que no hay más salidas a una circunstancia que aquellas que nosotros mismos nos podemos proporcionar, y que pedirle cuentas a Dios es algo auxiliar, pero no necesario. No confían en el poder ni en las promesas de Dios. No confían en que, a veces, ocurren cosas asombrosas cuando nos dejamos llevar por el flujo cotidiano del reino de Dios. No confían en que las cosas se pueden hacer de otra manera, aunque cueste, y se pueden obtener buenos resultados. En el fondo, no confían en el Dios al que aseguran creer. Y no se dan cuenta.
Hay gente que llama a su miedo “sentido común”. Se escudan en eso para no atreverse en aquellos desafíos que el reino de Dios siempre nos propone. Esto ocurre de forma muy clara en nuestro mundo occidental contemporáneo donde la supervivencia ha quedado en un segundo plano, y hay cierto (“cierto”) bienestar estructural. Hay quien incluso, sin mucho esfuerzo, está en un lugar en el mundo en el que puede prosperar económicamente. En esos entornos la necesidad de que el reino de los cielos venga a nosotros se diluye entre la cotidianidad. De forma natural, los nacidos en cierto sistema cultural siempre tendemos a crecer y desarrollarnos dentro de ese sistema, a creer que es absoluto, e incluso “bueno”. El evangelio viene de forma incómoda a romper con eso. Nos propone un cambio de perspectiva y de prioridades tan profundo que solamente se puede explicar con las mismas palabras que Jesús utilizó: es como voluntariamente decidir caminar por un sendero estrecho e incómodo, empinado y lleno de obstáculos, mientras ves a los demás caminar tan cómodos ahí abajo una carretera bien ancha y asfaltada. Sí, el reino de los cielos, en realidad, es ese camino estrecho. Y el camino estrecho es el que pocos toman. Es inesperado, es la decisión que no parece “lógica”, ni “normal”, la que nos hace parecer un poco grillados. La cosa es que, a pesar de toda su mala pinta, se trata de la auténtica verdad.
Lo peor de todo es que muchos de los que dan consejos desafortunados lo hacen sin darse cuenta. Ofrecen su visión acomodaticia del mundo porque es el mundo en el que viven; y pueden ser personas de las que no te esperarías que desconfiasen hasta ese punto de su relación con la verdad de Dios. Lo he visto en pastores y en misioneros, en gente con trabajos dentro del mundo evangélico; en buenos cristianos, líderes de su iglesia. Lo he hablado con personas absolutamente respetables desde fuera que, sin embargo, viven inmersas en una perenne condescendencia con la negatividad y el pesimismo. Pero la Biblia nos llama a usar bien el discernimiento. Siempre que he mencionado este tema ha habido gente que se ha enfadado conmigo, pero lo he tenido que aprender y aplicar: se puede seguir amando al prójimo (sobre todo al prójimo cristiano) sin tener que aceptar sus consejos. Porque, a veces, bajo la apariencia de consejos cargados de sentido común y de cristianismo se esconde una negativa rotunda a abandonar el camino ancho. Son hijos de una cultura que teme al sufrimiento, y prefieren adaptar sus interpretaciones bíblicas, aun inconscientemente, a aceptar que en el camino del reino de Dios te van a tocar obstáculos y desafíos. Y no pasa nada: todo va a ir bien; esa es la promesa del reino.
He comprendido que aceptar de forma radical la convivencia con este reino de Dios, aunque traiga tensiones con el otro sistema con el que convivimos, tiene mayores recompensas que las que se pueden esperar de, simplemente, vivir “bien” y adaptado a la sociedad. Lo de que los tesoros en el cielo valen más que los de la tierra es cierto. Lo de que nuestra alegría está completa en brazos de Jesús resulta que también es cierto. E incluso aquellos pasajes o versículos con los que más me he peleado durante toda mi vida cristiana de repente se vuelven entendibles y luminosos. Es duro, no lo voy a negar. Pero también hay algo glorioso en el camino estrecho: que, al final, lo que se vive y lo que se ve desde él es pura belleza. Precisamente, la belleza que perdimos en el Edén.
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