Dios reclama que nos sujetemos al principio de autoridad, pero no reclama que nos sujetemos sin juicio crítico a todo gobernante que se sienta en el sillón de la autoridad.
Romanos 13 ha sido para muchos una barrera infranqueable para poder presentar posiciones críticas ante gobiernos, para enfrentarse a decisiones de organismos públicos, para tener una participación política responsable, o para introducirse siquiera en los caminos de la política. El razonamiento es: “tenemos el mandato de someternos a los gobernantes, porque esos gobernantes, sean buenos o malos, corruptos o no, violentos o no, respetuosos de los derechos humanos o no, justos o injustos, han sido establecidos por Dios y hay que someterse a ellos, porque si nos enfrentamos, nos estamos resistiendo a lo establecido por Dios y acarreamos condenación.”
Lo cierto es que en algunos casos, cuando el gobernante del momento abusa de su poder para imponer la injusticia y la arbitrariedad, esa forma de pensar chirria insoportablemente y nos crea problemas de conciencia: ¿Debemos entonces quedarnos de brazos cruzados frente a las violaciones de libertades democráticas fundamentales por parte del gobernante? Bueno, muchos hermanos siguen diciendo que sí, que eso está en las manos de Dios y no nos toca a nosotros cuestionarlo. Pero claro, cuando esas violaciones afectan a la libertad para predicar el Evangelio, entonces tenemos un problema, y muchos hermanos entienden entonces que Romanos 13 tiene excepciones y apelan a Hch 5.29: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”.
Cuando reconocemos excepciones surge un problema: ¿Dónde situamos el límite? ¿Qué es normativo y qué es excepción? ¿Nos quedamos tan tranquilos diciendo que impedir la predicación del Evangelio es una excepción, pero no lo es el asesinato de civiles, las humillaciones, las violaciones, la corrupción? ¿Acaso nos repugnan estos menos? ¿Acaso le repugnan menos a Dios?
Y tenemos otro problema: ¿A qué autoridad hay que obedecer? Porque hay situaciones en las que no es fácil decidirlo: En el siglo XIX, ¿cuál era la autoridad establecida por Dios en Latinoamérica? ¿Acaso no era el gobierno español?
¿Acaso era legítimo oponerse a aquella autoridad establecida por Dios? ¿Fueron entonces desobedientes a la Palabra los evangélicos que participaron activamente en las insurrecciones independentistas?
Y, si hablamos de la actualidad, ¿acaso el gobierno venezolano no ha sido establecido por Dios? ¿Deben los hermanos venezolanos someterse a la Asamblea con mayoría de la oposición o a la Asamblea Nacional Constituyente impuesta por Maduro?
La cosa se complica, ¿verdad? Ir al texto original de Ro 13 nos puede ayudar.
Cuando allí habla de “autoridades superiores” y “autoridad”, el término que utiliza es “exousía”, y este término no describe a la persona, al gobernante que ejerce la autoridad, sino a la institución de la autoridad.
Lo vemos más claro si nos fijamos en otros textos que incluyen la misma palabra: Ro 9.21 dice “¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro”, y aquí aparece otra vez “exousía”, que se traduce en este lugar como “potestad”, confirmando que este concepto de “autoridad” se refiere una capacidad de gobierno, no a la persona concreta que lo ejerce.
2Co 13.10 vuelve a utilizar la misma palabra: “conforme a la autoridad que el Señor me ha dado” y evidentemente aquí “autoridad” se refiere también a la capacidad, no a la persona. Este concepto está aún más evidente en Col 1.16: “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él”; aquí “exousía” se traduce como “potestades” y está claro de nuevo que habla de instituciones, no de gobernantes concretos; podríamos entenderlo mejor con el ejemplo análogo del trono: el trono es la institución, no la persona que se sienta en él.
Las autoridades de las que habla Romanos 13 no son personas concretas, sino instancias de gobierno; de hecho, hace una distinción entre los cargos y las personas que los ocupan: cuando habla seguidamente de estas personas, no usa el término “esousía”, sino “árjontes” (“magistrados”, literalmente “gobernantes”).
Podemos así comprender Ro 13.1 en estos términos: “Sométase toda persona a las instituciones superiores de autoridad; porque no hay institución de autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas”. Dios estableció la existencia de la autoridad humana como un elemento de limitación de los efectos descontrolados del pecado: en ausencia de un principio de autoridad, los más poderosos aplastarían sin limitación a los más débiles, y por eso Dios estableció el elemento de la autoridad; la autoridad como institución es, pues, una instancia para poner límites al ejercicio incontrolado del poder.
Es triste que este concepto haya sido tan mal interpretado por algunos hermanos, que les lleve a justo lo contrario, a permitir sin resistencia que los injustos, cuando se sientan en el lugar de autoridad, hagan ejercicio abusivo del poder que da la institución política.
La Biblia nos muestra ejemplos de oposición legítima al abuso de poder por parte de quienes están en autoridad, y no limitados al tema de la predicación del Evangelio, sino a cuestiones tan materiales como la propiedad privada; es el caso de la viña de Nabot (1Re 21 y 2Re 9.25-26); cuando Nabot se opuso a Acab, ¿se estaba oponiendo a la institución de la autoridad? No, sino se oponía a quien usaba esa institución para abusar de los gobernados: no se oponía a la autoridad, sino a quien ejercía la autoridad; su oposición era legítima y la Biblia la apoya.
Dios nos reclama que nos sujetemos al principio de autoridad, pero no reclama que nos sujetemos sin juicio crítico a todo gobernante que se sienta en el sillón de la autoridad. De hecho, Romanos 13.3 dice que “los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo”. Por tanto, los gobernantes honran la institución de la autoridad y son dignos de ejercerla cuando así actúan, pero cuando el gobernante infunde temor al que hace el bien, debe ser destituido y su lugar debe ser ocupado por otro, y los evangélicos debemos participar activamente en esa destitución, porque no nos estaremos oponiendo a la institución de la autoridad, al contrario, la estaremos dignificando y estaremos apoyando los objetivos para los que fue establecida por Dios.
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