Wim Wenders nació en Düsseldorf en 1945, tan sólo tres meses después del fin de la guerra. Su padre era cirujano, y la familia viajaba de una ciudad a otra, mientras se trasladaba de un hospital a otro. Su primera obsesión fueron los libros. “Leía como mínimo uno o dos por día, sobre todo de noche”. Le gustaba escribir e inventar historias, y tenía una especial fascinación por los
comics. Estudia medicina y filosofía, pero finalmente se marcha a París a mediados de los sesenta para estudiar Bellas Artes. Su intención era hacerse pintor, sin embargo sus continuas visitas a la filmoteca, le hicieron descubrir el cine clásico americano, a la vez que muchos otros jóvenes directores franceses. Se convierte entonces en alumno de la primera promoción de la escuela de cine que se funda en Munich en 1967. Y como sus colegas franceses, se dedica a la crítica en publicaciones especializadas, a la vez que hace sus primeros cortometrajes.
La carrera de este director se parece por lo tanto a la de muchos otros autores europeos, en su formación académica y deseos de renovación del cine a partir del redescubrimiento de los clásicos, sobre todo de la llamada serie
negra americana de los años cuarenta.
Sus relatos existencialistas se suelen desarrollar en un ambiente de carretera, con el fondo musical de una época marcada por la cultura
rock y lo que Wenders ha venido a llamar “la colonización americana del subconsciente”, una de las frases más famosas de uno de sus personajes de
En el curso del tiempo (1975).
Su interés por temas trascendentales le lleva a buscar cada vez más lo que un teórico de la Escuela de Frankfurt, Siegfried Kracauer, llamaba “la redención de la realidad física”. Al hacer suya esa perspectiva del cine, explica Wenders en una entrevista en 1988, que “actualmente el camino parte de lo físico, para conseguir a través de él llegar a lo espiritual”. Pero ¿qué tipo de espiritualidad es esta?
UN DIRECTOR PROTESTANTE
Su formación católico-romana hizo que cuando tenía quince años quisiera dedicar su vida al sacerdocio. “Era muy religioso”, dice Wenders, “muy creyente”. Pero “después hacia los veinte, ese aspecto se difuminó”. Ya que “los estudios de filosofía relegaron bastante mis preocupaciones de carácter religioso”, porque “los filósofos que me interesaban eran ateos y existencialistas”. Pero “nunca llegué a creer que el ser humano pudiera existir sin Dios”, dice en una entrevista el año 94. “En los años sesenta me hice psicoanalizar, supongo que intentando despejar mis dudas y buscando otras opciones”. Y “después me volví radical de izquierdas, lo que no deja de ser incompatible con lo religioso, hasta que me interesé por las religiones orientales”. Pero luego, dice este director, “me di cuenta que todas estas religiones, incluyendo el budismo, no daban respuestas a mis preguntas”. ¿
Dónde está entonces ahora Wenders? Cree que ha “vuelto a la religiosidad que abandoné en mi juventud, aunque ahora soy protestante”.
La protagonista de
Tierra de abundancia es un personaje típico de las películas de Wenders. La actriz Michelle Williams es Lana, una adolescente americana, hija de misioneros protestantes en Africa, que regresa a su país desde Tel Aviv, para trabajar en una misión urbana que atiende a personas sin hogar. Su presentación en el avión es ya una oración de agradecimiento a ese Dios, al que no deja de invocar a lo largo de toda la película. En el aeropuerto le espera Henry, un pastor afro-americano
, cuyos sermones acompañan la vida de esta misión, llamada
Pan de Vida, con la perspectiva de un Dios que no solamente oye, sino que también habla.
VIAJE A LA ZONA CERO
La misión es un pequeño centro en una de las partes más miserables de la ciudad de Los Ángeles. En ella vemos el desarraigo y la pobreza, que hay en el seno de una de las naciones más ricas del mundo. Pero un puñado de cristianos, vive aquí entregado al cuidado de las almas, en compasiva atención a las necesidades, tanto físicas, como espirituales, que parten de la alimentación y refugio de algunos de estos indigentes que pululan la urbe. Al final de cada dura jornada, Lana mantiene los lazos con los que han dejado en Israel, por medio de un ordenador portátil, que se convierte en un elemento esencial de esta historia.
Su tío Paul es la única familia que tiene ya en su país. El veterano de guerra, interpretado por John Diehl, es un individuo atormentado y paranoico, que no ha logrado superar la locura de Vietnam. Alejado de su madre, por la incomprensión y la soledad, Paul se dedica ahora a perseguir sospechosos de terrorismo islámico, tras la tragedia del 11 de septiembre. Su vigilia patriótica, a la caza de cualquier turbante, personifica el miedo a lo extraño de la actual sociedad norteamericana. Su periplo con Lana a un pequeño pueblo californiano, nos recuerda al personaje de Harry Dean Stanton en
París, Texas. Ambos llegan en el desierto a ese momento de compasión catártica, en que dos familiares se reencuentran, como en
Centauros del desierto.
La historia acaba con un viaje final a la zona cero de Nueva York, donde cayeron los dos colosos del capitalismo moderno, llevándose tantas vidas humanas. El patriotismo enfermizo y vulnerable de Paul, es atenuado aquí por el idealismo cristiano de Lana, invitando a escuchar las voces de las tres mil personas que murieron en las torres gemelas. Su mensaje es que no hace falta que otros mueran en su nombre. Esta no es por supuesto la conclusión de Bush, pero si la convicción de aquellos como Wenders, entienden que la esperanza cristiana, en estos tiempos de terror, no se muestra tanto en la seguridad de las armas, como en la certeza de que “nada nos podrá separar del amor de Dios”, como dice el pastor de esta misión de luz, en un mundo de tinieblas.
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