Orellana, el minorita luterano, no fue solo un expositor bíblico, ni un filósofo, ni un novelista, que de todo lo fue con dignidad y ciencia. Sobre todo, fue un gran poeta.
Pedro de Orellana, es un personaje pintoresco por lo trágico de su vida y porque ha dejado su impronta en la lírica española a pesar de estar preso por luterano. El maestro y poeta franciscano Pedro de Orellana, quien pasó más de veintiocho años en las prisiones del Santo Oficio en Cuenca, centró buena parte de sus dos escritos de autodefensa, en la llamada “Autobiografía”, comenzada a escribir el día 23 de febrero de 1532, en relatar aquello por lo que la Inquisición le había procesado: sus contactos con Lutero y los protestantes, primero en Galicia y luego en Módena. Antonio Castillo dice que Orellana fue perseguido y encarcelado en diversas ocasiones, hasta que en 1540 definitivamente entró para no salir a causa de los acercamientos con la “secta de los luteranos”.
La estancia de Orellana en la cárcel inquisitorial, supone una de las crueldades con que el espíritu inquisitorial procuraba moldear a los herejes pertinaces y en este caso a un luterano que usó la escritura como escape al horror de sentir el aliento de la muerte cada día. Sin embargo, fue un hombre que sobrevivió a la cruel cárcel por la literatura. Mantiene Gómez Castillo que estos hábitos de escribir le supusieron una oportunidad de redención y un espacio de supervivencia de su fe. Sus piezas poéticas, sus canciones, sus cartas y memorias despertaban el alma a la fe y a la esperanza de otra vida mejor, para que el nuevo día no trajese la desesperación. “La intensidad y frecuencia con la que se ocupó en escribir y leer en la cárcel dependía de la tolerancia mostrada por los jueces y demás oficiales inquisitoriales. Cuando estos relajaban la vigilancia, Orellana pudo atender más fácilmente muchas de las peticiones de farsas, entremeses o cancioneros que recibía de los ambientes más cultos de la ciudad, con los que siempre mantuvo un estrecho contacto. Cuando no era así debió valerse del cordel y el talego descolgados desde la ventana para entregar las cartas, coplas y otras composiciones a sus intermediarios o para recibir las que le llegaban a él. En los mejores momentos dispuso de otra pieza, situada junto a su celda, “donde tenía sus libros y aparejo de estudiar”; mientras que cuando la situación le fue más adversa hubo de esconderlos en el tejado al que daba la ventana de su celda, “que cree cae encima de la huerta o al postiguillo a par del dicho muradal”.
Entre las obras que le llevaron para que las versificara se mencionan los “Césares de Mexía”, esto es, la Historia Imperial y Cesárea, en la cual en suma se contienen las vidas y hechos de todos los Césares emperadores de Roma desde Julio César hasta el emperador Maximiliano de Pedro Mexía (Sevilla, Juan de Leo, 1545); el Libro de Job y diversas crónicas: la Crónica general de España del maestro Florián de Ocampo; la «Valeriana», como La crónica de España de Mosén Diego Varela; y la “Troyana”, a buen seguro alguna de las traducciones castellanas en circulación de la Historia destructionis Troiae de Guido delle Colonne.
Un puesto distinto lo ocupaban las coplas, farsas, textos religiosos y obras varias que compuso en prisión, unas abreviadas o extraídas de sus lecturas y otras más inventivas para regocijo de sus lectores: “Preguntado qué libros ha fecho y compuesto después que está en las cárçeles, dixo que ha fecho un Cançionero general y un libro que se llama El cavallero de la fee y otro que se llama Çelestina la graduada, todo de filosofía, y otro sobre los Evangelios y epístolas e unos que se cantan en la iglesia en todo el año y ha escripto sobre el testamento viejo y nuevo y fecho tres sermonarios, un santoral e un dominical y otra Çelestina qu´está en metro e ynfinitas farsas y el Salterio en metro y otras muchas cosa”.
Así pues, el maestro Pedro de Orellana, cuyo oficio estuvo caracterizado por una continua apropiación y recreación de lo leído, supo expresar por una interacción constante entre la escritura y la lectura, de nuevo, los rasgos definidores del leer erudito”. Pero aún hemos de añadir a la vida de Orellana, la manera de evasión tras el encerramiento inquisitorial, a través de la poesía lírica. Su “Endechas para mi señora Ana Yáñez” (1550) es la expresión del canto en medio de la tribulación.
Es probable que fuese natural de Orellana la Vieja, aunque algunos dicen que nació en Trujillo por 1496. Moriría en las cárceles de Cuenca en 1561. El maestro Orellana había estudiado Artes, pero no Teología. Las gentes de Cuenca siempre prefirieron llamarle “Soldado”. Su manera de evadir la realidad del encerramiento inquisitorial fue a través de la poesía lírica. ¿Se había enamorado de su prima Ana Yáñez? ¿Quién era esta secreta Ana Yáñez a la que dedicó “Endechas para mi señora Ana Yáñez” (1550)? Era la expresión del canto para derrotar a la soledad y la locura. La Inquisición había decretado que fuese “ynmurado en una cárcel perpetua por graves delitos que ha cometido para que no pueda comunicar con ninguna persona”. Orellana había reconocido su poca habilidad con las palabras y su exceso de celo en materia de religión. Decía muchas veces: “Yo he hecho algunas cosas de hombre y otras de loco, porque lo he estado por ser colérico e ympetuoso”.
Orellana, el minorita luterano, no fue solo un expositor bíblico, ni un filósofo, ni un novelista, que de todo lo fue con dignidad y ciencia. Sobre todo, fue un gran poeta. La lírica del siglo XVI tenía en sus versos esmaltes de un aliento gozoso. Tenía sus admiradores como Alonso González, tonsurado de 21 años que tantas veces recogió las cartas que por las noches descolgaba Orellana para sus admiradores. Sus hermanas y su prima Ana Yáñez se ufanaban de poseer versos de Orellana. Un verdadero clan de admiradoras conocía las canciones que no podían apresar las cadenas ni los cerrojos de las temidas celdas de la Inquisición. ¿Cómo podía escribir aquella riada de farsas, coplas de burlas y cantares que manaban de su pluma? Sus sermones, sus epístolas novelescas y sus comentarios bíblicos podían disimular mejor sus prisiones, pero Orellana se reía de si mismo y lo hacía con belleza. Había confesado, en 1545, que escribía versos “para contraminar los pensamientos de la soledad que son muy duros”. Uno de sus biógrafos dice que “le atraen más sus aventuras y desventuras que las poesías del fraile minorita, patético y bellaco”. Sin embargo, los laureles se colocan en las sienes del gran poeta y en la palma del martirio.
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