El hombre occidental, sin saberlo, sin quererlo, sin proclamarlo, es un marxista puro en lo que concierne a sus creencias religiosas. No arrastra estatuas de Marx ni de Engels por las calles de la vieja Europa ni de la nueva América, pero su corazón vive encarcelado entre las rejas del materialismo marxista.
La revolución moscovita de agosto de 1991 fue un último y débil intento realizado por el comunismo conservador para perpetuar la revolución de los soviets en octubre de 1917, que duró tres interminables cuartos de siglo. Alexander Projanov, uno de los más firmes ideólogos del marxismo-leninismo, partidario acérrimo de conservar las pasadas estructuras del imperio soviético y en gran medida inspirador del golpe de Estado de agosto, dijo que “la desintegración de la URSS es el delito del siglo”. Este intelectual ruso llamó “delincuentes y canallas” a hombres como Gorbachov y Yeltsin porque, según él, “han destrozado sistemáticamente durante los últimos seis años a la Unión Soviética.
Lo cierto es que la Unión se desintegró de la noche a la mañana y no volverá a ser nunca más ni “socialista” ni “soviética”. El omnipresente Partido Comunista, con catorce millones de afiliados fue disuelto de un plumazo. Igual suerte corrió el terrorífico y temido KGB, que sembró la URSS con más de 20 millones de cadáveres. Al Ejército Rojo, velador del imperio, le esperaba el mismo destino. Según palabras de Gorbachov era eminente la reducción de 700.000 soldados. Las estructuras políticas creadas por Lenin tras la revolución de octubre de 1917 fueron demolidas.
Igual que las estatuas que le recordaban en todas las repúblicas. Las gigantescas estatuas de Lenin, de Stalin y de otros dirigentes políticos del fenecido imperio, de una solidez y fortaleza a prueba de revoluciones, fueron arrastradas por potentes grúas en Moscú, San Petersburgo y en otras grandes capitales. Estas estatuas, erigidas para recordar eternamente el imperio soviético cayeron derribadas por el odio popular y dinamitadas algunas de ellas.
El Ministerio de Cultura consideró la posibilidad de vender, a 100.000 dólares la pieza, estatuas de Marx, Engels, Lenin y Stalin derribadas. Esta cantidad pagó el comerciante finlandés Alexei Safarov por una estatua de Lenin, según anunció la agencia de Información Rusa (RIA).
En el formidable poema alegórico La estatua viviente, del escritor húngaro Mihaly Vörösmarthy (1800-1885), la estatua, que representa a Polonia oprimida bajo la esclavitud rusa, no es tan estatua como para no sentir dolor. Bajo su aparente inmovilidad se estremece, desespera, grita. En su cerebro se acumulan pensamientos de demencia; en su corazón se desencadena inútilmente el afán de venganza. Su pecho está lleno de suspiros, pero una pesada losa de mármol lo oprime.
Marx y Engels, Lenin y Stalin, petrificados en el tiempo y por el tiempo destruidos, están más allá del símbolo o la alegoría. Como en el sueño de Nabucodonosor, una pequeña piedra bastó para derribarlos de las alturas y convertirlos en entretenimiento callejero.
Anatoli Sobchak, alcalde de Leningrado –ahora San Petersburgo-, hizo una propuesta que a muchos políticos soviéticos pareció viable: sacar la momia de Lenin de la urna de cristal que reposa en el interior del mausoleo en la Plaza Roja de Moscú y enterrarlo junto a su madre, según deseos expresados en vida por el dirigente bolchevique.
Enterrar a Lenin significa desacralizarle, aceptar su condición humana, volverle a la tierra de la que nació, según la expresión bíblica.
Pero la muerte de Lenin, ¿supuso el entierro definitivo del marxismo? Hay sobrados indicios para creer que no. Lo dijo en Madrid un marxista y socialista puro, Antonio García Santesmases: “La caída del leninismo-stalinismo no quiere decir el fin del marxismo”. El fin del comunismo no es el fin de la historia marxista. Tal vez sea el comienzo de una etapa alucinante, misteriosa, sorprendente, como imaginó el brillante Fukuyama. La muerte del comunismo puede ser solamente el cambio de símbolos.
Marx creía que la religión era perecedera e incompatible con la ciencia. La historia no le ha dado la razón. Pero numerosas referencias del marxismo siguen vigentes, en plena actualidad. Especialmente en lo que concierne a la fe y a la trascendencia del ser humano.
Marx decía que el hombre carece de entidad espiritual, que todo él está compuesto de átomos. Marx negaba la existencia de Dios y la paternidad divina del ser humano. Marx sostenía que el cuerpo desaparece en la negrura de la tumba, para siempre, del todo, sin asomo de inmortalidad.
Sobre estos tres pilares negativos descansa la fe de Occidente. El hombre occidental, sin saberlo, sin quererlo, sin proclamarlo, es un marxista puro en lo que concierne a sus creencias religiosas. No arrastra estatuas de Marx ni de Engels por las calles de la vieja Europa ni de la nueva América, pero su corazón vive encarcelado entre las rejas del materialismo marxista.
Ese es el reto de los creyentes.
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